De pequeño, oía todo el
tiempo a mi abuela alabar la predicación que, en Semana Santa, hacía el padre
Manuel Montaner (1904-78) “de las Siete Palabras”, las de Cristo en la cruz. ¿Cómo
es que Jesús —reflexionaba yo—, en semejante trance, dijo solamente siete
palabras, cuando lo natural habría sido que estremeciera el mundo con el
diccionario íntegro del arameo, del griego, del latín? Más tarde, en Catecismo,
leyendo los Evangelios, me di cuenta, yo solito, de que, colgado en la cruz,
Jesucristo dijo un conjunto de frases bien contundentes que, como eran siete, debían
ser las famosas Siete Palabras. Eran, además, expresiones que oía con
frecuencia y pronto llegué a la conclusión de que casi nunca nadie entendía de dónde
le venían. Lástima, porque aquello, a mis ojos, traía una belleza tan
misteriosa que aún estoy sorbiendo de ella.
La primera de las Siete Palabras
es archiconocida y la citamos hasta para bromear; con ella podemos ironizar (o rabiar)
cuando descubrimos que ante una injusticia extrema lo único que podemos hacer
es orar por los que nos agreden: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen” (Lucas 23, 34).
La segunda, cuya
traducción ha sido suficiente para dividir a los seguidores de Jesús, es “Hoy
estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43). Acaso menos frecuente que aquella
a que responde (“Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”), nos interesa aquí
porque algunas traducciones implican que Jesús anuncia al ladrón crucificado a
su derecha que esa misma tarde lo recibiría en el reino de los cielos y otras
hacen pensar que esto sucederá después del Juicio Final; otras no permiten
deducir ni una cosa ni la otra. ¿Y si entendiéramos que no hay que estar tan ansiosos
por la recompensa como atentos a la tarea que hacemos?
“Hijo, he ahí a tu madre;
mujer, he ahí a tu hijo” (Juan 19, 26). Todos hemos usado la tercera palabra
alguna vez. Lo interesante es que Jesús llama “mujer” a su madre, detalle que
ha despertado mil disputas y enemistades en la historia. Debe ser sencillo:
cada vez que uno “da a su madre en adopción”, para que sea ahora la madre de
todos, es pragmático-discursivamente lógico que la acerque más a ellos que a
uno. O más sencillo: ¿de qué otra manera le pide uno a un amigo que se ocupe de
su madre, que va a quedar sola dentro de un rato cuando uno muera?
La que históricamente debe
ser la más popular es la cuarta: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Marcos 15, 34). Todos hemos proferido esta frase, de niños, de
adultos, en sentido literal o metafórico. Muchos han visto en ella un reclamo tardío
de Jesús, pero nunca lograremos imaginar el dolor que le arrancó este grito. Lo
cierto es que nos dota de un recurso retórico muy poderoso para describir una situación
angustiosamente insoportable. Y es así como la usamos.
La quinta palabra, “Tengo
sed” (Juan 19, 28), si fuera lo único que dijera el verso, competiría con aquel
que es considerado el versículo más breve de toda la Biblia: “Jesús lloró” (11,
35), del episodio en que resucita a Lázaro. Alguna correspondencia tiene que
haber entre las dos escenas, al menos en cuanto a la humedad de las imágenes,
que parecen conectar la muerte y resurrección de Lázaro con la de Cristo.
Con la sexta palabra
regresa mi abuela al texto: “Todo está consumado” (Juan 19, 30) era la frase
con que ella cerraba aquello que se acababa y no tenía posibilidad de epílogo
siquiera. ¿Y qué implica consumar? Terminar,
en el sentido de cumplir una misión, de sumar
junto con otro para conseguir algo
mayor.
Y para el final, lo mejor:
la intertextualidad. Cuando, cumplida su misión, Cristo sintió que se le
extinguía el aliento, lanzó su palabra final: “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu” (Lucas 23, 46). Nadie desea utilizar esta cita en la vida
cotidiana, pero ella nos revela, una vez más, la impresionante urdimbre textual
e intertextual que es esta narración. Como casi todo lo que dijo siempre, esta
última frase de Jesús es una cita, en apariencia cuidadosamente escogida, de
otro poeta del Antiguo Testamento: el del salmo 31, que en el sexto verso dice
exactamente lo mismo, exactamente en la misma situación.
No es lo único en que la
Semana Santa ha penetrado la lengua cotidiana. Las “palabras” “nuestras de cada
día” no se reducen a siete citas peculiares. Diría el propio Jesús, aun hoy,
dos mil años más tarde: “No te digo siete, sino setenta veces siete”.
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Año VI / N° CCI / 30 de marzo del 2018