lunes, 30 de abril de 2018

Meticuloso [CCVI]

Edgardo Malaver



Sin fecha, sin número de página, sin nada




         De entre mis papeles viejos, sin fecha, sin nombre de publicación, sin número de página, sin nada, me salta de repente, hace tres días, un recorte. Es una caricatura con un texto en inglés que tiene como título “Word for Word”. En el dibujo, un personaje escribe a mano con una lupa bajo el ojo que mantiene abierto, y encima de su cabeza un globito dice: “¡Me temo que soy muy meticuloso!”. Alrededor de la escena, el autor ha escrito: “Una persona meticulosa se preocupa por los pequeños detalles... ¡El origen de la palabra lo explica todo! En el pasado, meticuloso significaba tímido. Proviene del latín meticulosus... Meticul deriva de metus, miedo, mientras osus indica ‘lleno de’. Es decir, meticuloso significa... ¡’lleno de pequeños miedos’!”.
         ¡Claro! Recuerdo bien la época en que guardé este recorte. Inicialmente debo haber archivado todo el periódico en que aparecía; después, la página; más tarde, en alguna mudanza, se salvó sólo la breve viñeta. Este trocito de papel periódico me ha acompañado, por lo menos, la mitad de mi vida y era un mensaje que estaba destinado al día de hoy.
         Es fácil entender que en inglés haga falta señalar la etimología del adjetivo meticulous, porque la forma de la palabra en inglés difiere enormemente de la forma que tiene en latín. Y cualquiera diría que en español no tendría que hacer falta la explicación, pero resulta que tan fácil no es darse cuenta de que metus se parece a miedo. Una vez visto, uno comienza a buscar esa semejanza en otras palabras, pero al principio y por mucho tiempo, nos engaña. En realidad, la gran diferencia es la del sonido de la te y la de; pero es cuestión de ver que la articulación de ambos sonidos coincide en el punto y difiere en el modo, sólo eso.
         Por otro lado del asunto, el que ustedes están esperando que comente, esta caricatura nos estalla en la frente una bomba de la que todos huimos pero que todos detonamos. A veces por falta de destreza, otras veces por falta de lecturas y aun otras por falta de descanso, los traductores, correctores, profesores de idiomas, intérpretes, investigadores, redactores, asesores lingüísticos y muchísimos otros profesionales (y diletantes) de la lengua sufren ese miedo de los pequeñísimos detalles, que son los que afean, destruyen y desgracian todo texto en el cual ha puesto uno su mejor esmero. El mayor problema con este duendecillo cínico del error —este Tititivilus, como lo llamaron en la Edad Media— es quizá que no se trata sólo de un temor involuntario o aprendido. Ya existen montañas de evidencias de que el fenómeno es en realidad una conspiración intersideral y ultracósmica para que no saboreemos nunca la dulce experiencia de la satisfacción total.
         Hay, a pesar de esto, quienes, con más sabiduría, se pronunciarían a favor de este metus a la incontrolable equivocación mínima diciendo que es él el que nos empuja para que nos esforcemos más, para que nuestra destreza crezca y, por ello, nuestro desempeño (en la lengua y en la vida) deje cada día menos que desear. Sí, es cierto, pero para lograr eso, lo que hay que hacer es, precisamente, paradójicamente, dejar de tener miedo.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCVI / 30 de abril del 2018




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lunes, 23 de abril de 2018

Palabras que viajan sin visa [CCV]

Edgardo Malaver



Bart Simpson siendo Bart Simpson



         En 1991, Arnold Schwartzenegger se apoderó de una frase en español que terminó convirtiéndose en leitmotiv de la película Terminator II. Al principio, John Connor le enseña al robot exterminador a decir “Hasta la vista, baby” como fórmula de despedida desdeñosa, y, más tarde, cuando éste congela al T-1000, es ésa la expresión que utiliza en el instante en que le dispara. Después de esto, la frase ha protagonizado no pocas de las actuaciones públicas del actor, incluso en la política. En Estados Unidos y fuera de él se entiende tal como se entiende en español.
         Para la inmensa mayoría ha de haber sido un detalle gracioso, a lo sumo un ingenioso guiño a la población latinoamericana de Estados Unidos que parecía abundar en los ambientes en que se desarrollaba la historia. Para los observadores de los fenómenos de la lengua tendría que haber significado algo más.
         Pues sí. Buen número de los hablantes del español, probablemente por causa de la dureza de las condiciones en que viven en toda América Latina y en otros lugares, parecen sentir que su lengua, como ellos mismos, es inferior a las demás. Piensan enormes grupos de hablantes del castellano que las palabras que nombran su mundo, como sus actividades e historias, individuales y colectivas, son indignas de ocupar lugar alguno en el altar de los idiomas. Y entonces les nacen niños que se llaman Máikol y sueñan con adoptar Rotweillers y si es cuestión de abrir un negocio, no puede llamarse Peluquería Coromoto, tiene que ser Stayle Nails and Happy Hand’s.
         Sin embargo, visto desde afuera, el idioma español, que celebra su fiesta hoy en el mundo entero, es tan bueno y tan útil como todos los demás. O casi... Si nos limitáramos a la lengua más influyente de este momento de la historia, el inglés, veríamos que éste no le hace asco a los préstamos de palabras españolas. Los hablantes del inglés también comen burritos en sus cafeterias, hacen la siesta y tocan guitars; no gustan de los guerrillas ni de los aligators y ciertamente huyen de los hurricanes. Su contacto de toda la vida con nosotros les ha dejado estas y otras palabras, como fiesta, padre, matador, conquistador, generalisimo, canyon, rodeo, negro, macho, renegado, desperado, armadillo, cannibal, maize, pecadillo.
         El alemán, que es también una lengua “lejana” en origen, sabiamente se ha adueñado de palabras como Salsa, Moskito, Tango, Tapas, Embargo, Zigarre, Paella, Kastagnette, Machete, Fandango, Kakao, Kaiman, Kamarilla, que nacieron entre nosotros. En portugués, más cercano, son conocidos los verbos atrever-se, apalear, zumbar, tutear, martilhar; y en francés, romancero, hidalgo, bracéro, aficionado, torpédo, pasionaria, boléro.
         Bart Simpson alguna vez escribió en su franela la interjección “Carumba!”. Nana Mouskouri grabó “Alfonsina y el mar”. ¡Existe una Academia Filipina de la Lengua Española! El español, que un día fue la lengua dominante del mundo, como lo fueron antes el griego y el latín, y lo han sido después el francés y el inglés, no tiene ningún defecto que le impida dejar su huella en otros pueblos. En su propio pueblo, sin embargo, existe una especie de complejo de inferioridad que nos hace pensar que todos los idiomas influyen en el nuestro y que el nuestro no influye en ninguno. Hoy —y mañana y el mes que viene y toda la vida— si hay que celebrar algo, ha de ser la palpitante dignidad que da ser hablantes del español.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCV / 23 de abril del 2018



Otros artículos de Edgardo Malaver:

lunes, 16 de abril de 2018

Sobre conjunciones [CCIV]

Daniel Álvarez


 
“Con palabras simples como la hierba”.
Walt Whitman (1819-92)



         Los usos de la conjunción copulativa y, a simple vista, parecen ser fáciles de comprender. De pequeños, en la escuela, se nos enseñaban dichos usos y, con esto, se nos remarcaba una pequeña excepción de esta regla. ¿Cómo olvidar que esta conjunción toma la forma e ante una palabra que empiece por i?
         Ciencia e historia; monumentos e iglesias; ritos e ilaciones son ejemplos que ilustran tan sencilla norma. Sin embargo, su uso implica otra pequeña excepción, la cual, quizás, es desconocida para muchos hablantes de nuestra lengua. Para desempolvar y redimir dicha excepción, nos remitiremos a la última edición de la Ortografía de la Lengua Española, la cual, en su capítulo II, específicamente en su apartado 2.5, trata los usos de las letras i, y y ll. Aquí, nos encontramos con la excepción ya mencionada, la cual indica que cuando la conjunción copulativa y se halla frente a un diptongo, no se sustituye por e, a pesar de que la palabra en cuestión empiece por el fonema vocálico i. Algunos ejemplos que señalan esta ínfima excepción son: cobre y hierro, estratosfera y ionosfera, refresco y hielo...
         Esta peculiaridad de la lengua se produce debido a que en las secuencias vocálicas ia, ie, io se semiconsonantiza la vocal i, la cual pasa a articularse como una consonante palatal sonora, es decir, pasa a pronunciarse como y. Algunos casos que ejemplifican a la perfección esta explicación son hielo y hierba, palabras que al proferirse suenan como yelo y yerba.
         Tal como se mencionó anteriormente, estos diptongos crecientes funcionan como semiconsonantes, siendo esta característica, el motivo esencial que genera esta particularidad, puesto que en la secuencia hablada, no se produce un tropiezo entre el sonido vocálico i, de la conjunción copulativa, y el sonido consonántico y, que se produce en todo diptongo creciente encabezado por la vocal cerrada i y seguido por cualquier vocal abierta (a, e u o). Es por esta razón que la conjunción copulativa no cambia su forma ante este sonido semiconsonántico.
         Este curioso proceso que nos presenta la lengua en esta oportunidad es un fenómeno fonosintáctico, es decir, es un proceso que abarca el campo de la pronunciación y de la sintaxis de la oración. Ocurre un proceso similar con la conjunción copulativa o, la cual adopta la forma u ante palabras encabezadas por el sonido vocálico o, salvo que en estas ocasiones, no existe tal excepción como aquella que se acaba de presentar.
         Así pues, el amplio mundo de la lengua no deja de sorprendernos con pequeños detalles como estos, los cuales se encuentran ocultos en los rincones más subrepticios de este vasto sistema de normas y singularidades, y son ignorados o desconocidos por muchos hablantes.

danielalejandro.alba@gmail.com




Año VI / N° CCIV / 16 de abril del 2018




Otros artículos de Daniel Álvarez:


lunes, 9 de abril de 2018

Palabras mágicas [CCIII]

Edgardo Malaver


 
Elio Rubens y Marisela Berti como Santos Luzardo
y Marisela 
en Doña Bárbara, de 1975


         En Plaza Sésamo, había un mago más bien torpe que después de explicar la prestidigitación que estaba a punto de hacer, gritaba: “¡Alharaca! ¡Pastel de zarzamora! ¡Vamonós...!”. Surgía de pronto una nube de humo que, al disiparse, descubría que el mago había vuelto a fracasar en su intento de sacar de su sombrero lo que había anunciado. Si anunciaba una blanca paloma, le salía un siniestro dragón. Uno puede imaginarse que tal resultado podía deberse a que confundía la célebre palabra mágica ¡abracadabra! con ¡alharaca! y ¡pata de cabra! con ¡pastel de zarzamora! Puede parecer superfluo y secundario, pero esta precisión es el secreto de todo acto de magia, que es lo mismo que decir de todo acto protagonizado por la palabra.
         En mil ocasiones hemos experimentado en nosotros mismos el poderoso dominio que tiene la palabra en nuestros actos y en la vida en general. Una sola palabra, la palabra justa, en el momento preciso, pero también dicha de la forma apropiada, puede destruir a una persona. Y puede también elevarla y salvarla. En Doña Bárbara, Marisela se transforma, interior y exteriormente, a partir del momento en que Luzardo le dice las primeras palabras amables que ella ha oído jamás. Él le dice que si se bañara, se vería cuán bella es, y ella, que ha crecido como una animalito salvaje, en el capítulo siguiente se baña por primera vez para sentirse bella. Mientras el agua, que en la noche ha estado preñada de estrellas, desciende sobre su piel, la muchacha se pregunta “por qué no se siente la belleza como se sienten los dolores”.
         Sin embargo, no es diciéndola de cualquier forma que una palabra cumple con sus virtudes milagrosas. En Las mil y una noches, Alí Babá descubre que el jefe de los ladrones mueve la enorme piedra que cubre la entrada de una cueva, donde esconde inmensas cantidades de oro, con una palabra. Le grita: “¡Ábrete, sésamo!”. Cuando trata de hacerlo él mismo, lo hace temblando de miedo y en voz apenas audible, y la piedra no se mueve. Es cuando le pone a su voz la fuerza que le dio el jefe de los ladrones que logra su objetivo. Y más tarde, al abrir la puerta de su casa con la misma fórmula, el narrador comenta: “Y así descubrió Alí Babá el misterioso poder que contienen las palabras”.
         Y hay más. El hermano de Alí, cuando descubre el secreto de éste, va a la cueva e intenta abrirla sólo con palabras e incluso las pronuncia con voz alta y firme, pero vacila entre lenteja, garbanzo, frijol, etc. No dice la palabra precisa... hasta que acierta a recordar la fórmula ¡ábrete, sésamo! Con temor, con vaguedad, con descuido, el mundo no obedece nuestras palabras.
         Las palabras mágicas, al final, son en realidad todas las palabras. Todas pueden ser conjuro malévolo, pero todas son agua bautismal, según la voz humana las encamine; todas pueden ser piedras lanzadas a la frente, pero todas son embellecedoras, sanadoras, creadoras. Todas están preñadas de estrellas y de candelabros de oro y todas esconden el mundo, y nos esconden a nosotros, en sus entrañas, como si estuviéramos siempre a punto de nacer de ellas. Al fin y al cabo, Dios creó el mundo con una sola palabra.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCIII / 9 de abril del 2018

lunes, 2 de abril de 2018

¿Qué aclaras, que oscureces? [CCII]

Daniel Álvarez


Homero y su guía
William Buguereau, 1873



         A menudo, en el uso cotidiano que cada hablante hace del lenguaje, se utilizan términos conocidos como deícticos, los cuales no son más que palabras que adquieren su significado en el contexto.
         Frases como ¡ahí!; ¡ahí, chico, ahí!; ¡allá, vale!; ¡mira, acá!... son empleadas frecuentemente, como si ellas indicaran un lugar exacto, como si su significado determinara con precisión que un objeto se encuentra arriba, abajo, a la izquierda o a la derecha. No basta con esto, en algunas oportunidades los emisores agregan pequeños gestos con la boca, hasta que un dedo acude al rescate y socorre a la víctima, señalando el punto exacto a donde debe dirigirse.
         Lo cierto es que, con frecuencia, nos ayudamos de adverbios, adjetivos y pronombres demostrativos para indicar direcciones, lugares, cosas, etc. Sin embargo, en todas estas ocasiones no siempre se logra el propósito esperado, por lo que el destinatario debe inferir o apoyarse de la visión para dar con lo que se está buscando. En el caso específico de una persona con discapacidad visual, el empleo de este tipo de palabras solo entorpece el acto comunicativo, pues, en la mayoría de los casos, no se obtiene la reacción esperada en el destinatario. En dichos escenarios, el uso de adjetivos debe tratarse de la manera más explícita y específica posible, y los deícticos espaciales se convierten en los peores enemigos de aquellos que no poseen este sentido tan valioso de orientación, puesto que, como ya se mencionó, no ofrecen un sentido de orientación claro; al contrario, su empleo no determina nada en específico y solo oscurece la comunicación en cierto modo.
         Los adjetivos y pronombres demostrativos deben saberse utilizar adecuadamente, es decir, su uso debe ser regulado y debe tomarse en cuenta para quién se están empleando, bajo qué situación y con qué intención. Afortunadamente, la lengua nos ofrece un catálogo bastante amplio de términos cuasisinónimos, que pueden reemplazar ciertas palabras en determinados contextos. Siempre podemos utilizar palabras más específicas que contribuyan mejor con los principios regulativos, establecidos por Escandell Vidal, de eficacia, efectividad y adecuación y que ayuden a una persona con discapacidad visual.

danielalejandro.alba@gmail.com





Año VI / N° CCII / 2 de abril del 2018