Luis Roberts
Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos y su familia (1486), de Diego de la Cruz. Arriba, a la derecha, Titivilus |
Les
voy a contar una historia poco conocida en nuestro gremio, la historia de
Titivillus. En la Edad Media, en Europa, había tres clases sociales: los
nobles, protectores; los siervos, agricultores y artesanos, y el clero que
rezaba.
Estos
últimos, además de sus rezos, también eran agricultores, artesanos y copistas
de libros. A veces también traductores. Con la aparición de las ciudades no
episcopales en el siglo XII, surge la figura del philosophus, lo que hoy llamaríamos “intelectual”, que generalmente
también pertenecía al clero. Sólo una ínfima minoría de clérigos y nobles era
alfabeta, la generalidad de la población era analfabeta. El libro era más bien
un patrimonio, un enser valioso del palacio o del monasterio, cuyo destino era
adornar más que ser leído. El propio Carlomagno, tan pío él, vendía sus libros
para hacer caridades. Todavía hoy en día muchos nuevos ricos compran libros
para rellenar sus bibliotecas, fijándose en el color de las tapas, lujo de la
encuadernación, tamaño, etc. Pues algo así era entonces.
La
imprenta aún no se había inventado y los monjes copistas pasaban la mayor parte
de su tiempo, entre rezo y rezo, en el scriptorium
del monasterio o la abadía, trabajando afanosamente en malas condiciones, con
calor y frío y a la luz de mortecinas velas, algo que tan bien conocen hoy en
gran parte de Venezuela. Lo importante no era el contenido de los libros sino
la forma, la belleza del trazo, la perfección de la copia, la exacta medida del
blanco para que el miniaturista incrustase su ilustración. Lo importante del
contenido del libro que se copiaba era que se trataba de libros religiosos, evangelios,
antiguos testamentos, libros de horas, ensayos de santo Tomás, Alberto Magno, san
Anselmo, etc., que por el hecho de laborar para difundir, muy poco, eso sí, la
palabra de Dios, merecían la exención de días, semanas, o años de purgatorio
para estos piadosos monjes escribas. Algo parecido a lo que hoy sería una
acumulación de millas en una línea aérea. Pero tal vez porque rezaban incluso
mientras escribían, cometían errores; errores ortográficos, disléxicos,
palabras saltadas, lo que hoy llamaríamos errores de “tipeo” o de “atención
desenfocada”. Esos errores eran considerados pecados y no sólo se perdían los
años de purgatorio redimidos, sino que aumentaban espectacularmente los años de
condena purgatoria haciendo que los pobres monjes se estremeciesen de espanto
pensando en el negro porvenir que les esperaba en la eternidad de corto plazo.
Ni
Newton ni Murphy habían aparecido todavía, pero las manzanas ya se caían de los
manzanos y siempre aparecía un corrector listillo que detectaba el error y
anatemizaba al tembloroso curilla. Puestos a buscar una explicación a la causa
de esos errores que los condenaban a purgatorios sine die, como algunos retornos modernos, no tardaron en
encontrarla: sólo un demonio podía darse a la labor de hacer purgar sus errores
a tan piadosos monjes. Dicho y hecho. Se inventaron un nuevo demonio y lo
llamaron Titivillus. A partir de
entonces lucharían para que Titivillus no les arrastrase al purgatorio y quién
sabe si incluso al infierno.
Apareció
la imprenta y con ella los errores tipográficos que Titivillus seguía
propiciando. El mundo se ha ido haciendo cada vez más descreído y ya sólo
aparecen los demonios en las películas de terror, pero no cabe duda de que
Titivillus sigue haciendo de las suyas, no ya entre copistas y tipógrafos, sino
incluso entre escritores, correctores y traductores. Hace ya algunos años, quien
tiene potestad e infalibilidad para el caso, anunció que el Purgatorio no
existía, que era, eso también, una metáfora, como si el sufrimiento de un
trocito de eternidad fuese una figura retórica, o una figura de estilo.
Reconozco que mi alma descarriada conoció un gran alivio, pues ni ella ni el
cuerpo que la contiene están para muchas purgas.
Pobres
monjes medievales, la de soponcios que se habrían ahorrado. Curiosamente, y de
forma casi simultánea —¡ojo!,
no insinúo que lo uno tenga relación con lo otro, ¡Dios me libre!— el Word de
Microsoft incorpora su corrector y años después el Todopoderoso Gates firma un
acuerdo con la Real Academia Española para, entre otras cosas, supervisar ortográfica
y sintácticamente el corrector que corresponde al español internacional. Piensen,
pues, que Titivillus les va a seguir acechando, tentando y llevando al error y
que si ya no tienen un purgatorio para expiar sus culpas, los correctores
seguirán pasando por un purgatorio al corregir sus trabajos y que, no es una amenaza
del más allá sino de aquí mismo, la furia de un corrector frustrado puede ser
infinitamente más incontrolable que la de un dios tonante.
luisroberts@gmail.com
Año V / N° CXLV / 27 de marzo del 2017