Hay un capítulo de los primeros años de la serie de televisión española Cuéntame cómo pasó en que el padre de la familia protagonista, Antonio Alcántara, compra una lavadora y, al descubrir que el aparato no sólo lava sino que también exprime la ropa, exclama: “¡Es que los americanos son muy americanos!“. Tuve que reflexionar mucho para entender lo que quería decir: que los americanos sabían lo que hacían, que eran buenos inventores.
Americanos. En España, llamar así a los estadounidenses no le duele a nadie. No parecen haberlo dicho nunca de otra forma desde Washington para acá, aunque también pueden referirse con ese nombre, con un poco más de formalidad y como hiperónimo, a los ciudadanos de otros países de América. En el resto de América, al contrario, parece ofender a todo el mundo (o casi, porque a mí más bien me llama la atención positivamente). De este lado del mar, referirse a los estadounidenses como americanos, como era común decir, hace 40 o 50 años, dispara como el resorte del nacionalismo continental de los habitantes de los demás países.
Hace un tiempo me cansé de este tema y decidí no pensar más en él y no insistirles más con mi visión de él a quienes me corregían. Creo que ya me repuse de esa molestia, pero sigo pensando como antes: por un lado, que se trata simplemente de dos acepciones de una misma palabra y, por el otro, que ese respingo en contra es una conducta cercana al fanatismo, que no se gana nada con ella y que, al final, nadie se confunde entre las dos acepciones. Y la mejor señal es precisamente que los que se sienten afectados saltan solamente en los casos en que la acepción utilizada es la específica, nunca cuando se usa la general.
Esto nos lleva de una vez a la idea de que el contexto lo aclara todo, que es lo que pasa con cualquier palabra que tenga dos (y tres y cuatro y cinco) acepciones, porque incluso las que tienen una sola, en este contexto pueden significar una cosa y en otro, otra. Una vez asistí a una conferencia en la que Alexis Márquez Rodríguez ponía el ejemplo de la palabra operación, que para matemáticos, banqueros, militares, médicos y empresarios denota actividades tan claramente diferentes que no vale la pena mencionarlas. Nadie le dice a otro: “Perdóname, pero una operación es lo que haces en el banco cuando depositas o retiras dinero, no puedes llamar operación a la raja que te hace el médico en la panza para sacarte un tumor“.
¿Por qué se sentirá tanta gente en la necesidad de hacer con tanta prontitud la precisión de que todos somos americanos y no sólo los que nacen o viven en Estados Unidos? Yo creo que, aunque muchos no se den cuenta, esa “necesidad“ es producto de una ideología. Unos pensarán en esta; otros, en aquella y los demás, en una tercera, pero piensen en la que piensen, acertarán.
Ahora mismo algunos están concluyendo que soy tan ingenuo que creo que llamarse a uno mismo con el nombre de todos no es una indebida práctica ideológica, una apropiación que lleva camino de dominación, una arrogancia injustificable. Claro que sí, lo es, pero aquí me interesa el punto de que eso también demuestra que las ideologías pueden cambiar la lengua. Para bien y para mal, a nuestro favor y en nuestra contra, pero la cambian. O sea, no me van a oír decir que como se trata de un asunto ideológico, entonces no es un asunto lingüístico. Es eso justamente lo que es: un asunto lingüístico. Lo que sí voy a decir (porque es lo que vine a decir) es que cuando uno conoce lo suficiente su propia lengua (o cualquiera que hable), pronto se da cuenta de que las palabras no se dicen nunca de forma aislada. Siempre vienen en oraciones que forman textos que llevan información que, idealmente, tendría que ser coherente consigo misma. Que a usted no le guste una palabra que encuentra en un texto no tiene que implicar forzosamente que es un error o que no significa lo que pretende el emisor del mensaje... o que “no existe“. Bien puede ser que a usted sencillamente no le gusta la palabra y nada más. Si el contexto apunta hacia cierta acepción y la podemos localizar, en general no debería haber objeción contra ella. Si veo en una revista una receta que dice, por ejemplo: “Para lograr una torta bien amorosa, revuelva la masa con paleta de madera“, no se me puede ocurrir que la harina siente mucho cariño por la mantequilla o que la masa se va a enamorar de la paleta. Tengo que buscar un significado que tenga algo que ver. En el diccionario está en la cuarta acepción.
La palabra estadounidense, aunque su existencia tenga sentido y parezca bien construida, me cae pesada, artificial, complicada. Pero no puedo y no quiero hacer nada contra ella: según sus documentos, es quien dice ser. En el caso de americano, el contexto nos indica, como en todos los demás casos, cuándo se refiere a los ciudadanos de toda América y cuándo se restringe a los de Estados Unidos.
Un día un estudiante dijo en mi clase, para apoyarme en este “debate“, que los americanos se llamaban así a sí mismos porque América era el único toponímico que había en el nombre de su país. Es verdad, sólo que, en rigor, ese país nació sin nombre. Y si quisiera dársele uno que tuviera alguna formalidad, tendría que ser América. Lo que fundaron los Padres Peregrinos fue 13 estados (¿eran estados con e mayúscula?) y como aun siendo independientes unos de otros, seguían siendo la misma gente, se apellidaron Unidos. Y como no los habían fundado en Europa sino en América, ¿cómo se iban a llamar si no era americanos?
Ni en 1607 ni en 1620 ni en 1776 pensaron en nombre. En los tiempos de Biden tampoco van a pensarlo. Y por eso, el resto de los americanos tenemos que prestarles el nombre que casi no usamos para nosotros (ya que nos ha gustado más separarnos que unirnos), aunque en realidad ese nombre también es suyo. La verdad es que los americanos somos muy americanos.
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Año VIII / N° CCCXXIX / 9 de noviembre del 2020