Edgardo Malaver
“Esos
genios de la lámpara maravillosa...”.
Barbara Eden en 1966
Uno
tarda en darse cuenta, pero el mundo rebosa de evidencias de que la literatura
nace de la traducción. No habrá sido siempre ni en todas las civilizaciones,
pero donde una estirpe humana, en su desarrollo, en su expansión, ha tenido
dificultades en el parto, siempre ha venido en su auxilio la traducción para
traer al mundo un nuevo vástago que la haga grande y la eternice; pero a veces
le ha tocado a la traducción sentir los dolores y parir la literatura y después
velar el embellecimiento progresivo de la criatura poética que el pueblo venera
y multiplica sin darse mucha cuenta de su valor.
Miren
cómo los romanos llegaron a Grecia —nada menos—, la vencieron, la dominaron, y
Grecia, que era la que ya poseía una literatura madura y florecida, contagió la
literatura al pueblo latino. Qué caso tan curioso de pueblo conquistador que
adopta la cultura del pueblo conquistado en lugar de imponerle al otro sus
dioses, su forma de alimentarse, sus letras. Los romanos se llevaron a la
ciudad de Roma toda la poesía y todo el teatro de los griegos y se lo
entregaron a los esclavos traductores y, en un primer tiempo, lo que hicieron
fue leer traducciones y escribir imitando lo que habían escrito los griegos.
Fue bastante rato después cuando los poetas latinos se emanciparon de los
modelos de Homero y Aristófanes, y sólo así comenzaron a germinar los Virgilios
y los Horacios.
La pieza
literaria árabe más conocidas de todas, Las mil y una noches, es también
un parto de la traducción. Esta obra no nos llegó ya formada del Medio Oriente.
Fueron los traductores europeos, especialmente los ingleses y franceses, los
que la fueron moldeando, podando, ajustando a la moral y al carácter de su
época, hasta fijarla en la forma que exhibe hoy y que nos habla, como debe una
obra de arte de buena ley, del espíritu humano, de lo mejor y lo peor que
habita en el hombre. Es decir, la fórmula mágica de Alí Babá, el arrojo de
Simbad, la picardía de la propia Sherezade, al final, han llenado nuestras
noches y han visto aparecer el sol en Occidente gracias al talento de mil y
un traductores, esos genios de la lámpara maravillosa que son también como vivas
imágenes del misterioso poder que contienen las palabras.
La
propia Biblia, el texto literario escrito en Oriente que por más que se le evada
ha terminado permeando las fibras de todo lo que se ha escrito en Occidente durante
los últimos dos mil años, es resultado de una traducción constante durante todo
su lento itinerario de escritura. Mil años estuvo creciendo en ese útero nutricio
que es la cultura hebrea, escribiéndose a sí misma en la pluma de autores que
citaban a lejanos antepasados que habían escrito en otros idiomas, hasta llegar
a la era cristiana, protagonizada por gentes que se comprendían aunque se hablaban
en lenguas extranjeras. Y en el presente, ninguno de nosotros tiene en casa una
Biblia que no sea una multitraducción literaria —¿o una traducción
multiliteraria?— de todas sus narraciones y poemas a la lengua de cada quien.
Y Don
Quijote... Usted que ya tuvo, como diría Unamuno, la dicha de leer Don Quijote
por primera vez, se habrá quedado con la boca abierta al oír al narrador, a
pocos capítulos de principio, que aquel libro que tenía entre manos era, ni más
ni menos, una traducción. Se habrá reído con las risas del muchacho que el
narrador contrata para que traduzca la “verdadera historia del ingenioso
hidalgo”, que con tanta inocencia se mete en cada pleito que existe, que se
embarca en cada locura que se le atraviesa, que dice cada palabra sabia que se
le adhiere a los labios. Y es la obra más grande que se haya escrito jamás y al
mismo tiempo es una traducción, al menos dentro de la ficción, donde el
protagonista diserta con tanto acierto sobre la traducción como actividad
intelectual y como producto literario.
El
camino por el cual hemos llegado a la concepción de la cultura en todos los
países discurre de vez en cuando por trechos y parajes circundados de
traducción, cubiertos de poesía traída de otras tierras y enamorada de la
lengua del nuevo lugar que habita, olorosos sus campos y ciudades del saber de
otros pueblos, tapizados sus muros de palabras traducidas, que es casi lo mismo
que decir, como Zorrilla, que “están respirando amor”.
emalaver@gmail.com
Año XII / N° CDLXXX / 30 de septiembre del 2024