Edgardo Malaver Lárez
Sabemos
que durante la Conquista y la Colonia muchas ciudades de América —en México,
por ejemplo— nacieron alrededor de las misiones fundadas por los
evangelizadores que tenían el objetivo de convertir a los indígenas al
cristianismo. Muchas de esas misiones fueron destruidas a partir del siglo
XVII, otras subsistieron y terminaron mimetizadas dentro del mar de la ciudad
que crecía y crecía, y —en Venezuela, por ejemplo— han dejado rastros que
emocionan a los enamorados de la historia: no es infrecuente tropezarse en
algún pueblo pequeño con una cruz más o menos grande en medio de una calle, de
una pequeña plaza o incluso en algún jardín, con una fecha que delata su origen
a la vez civilizador y espiritual.
Desde
abril del 2003, existen en Venezuela misiones diferentes a aquellas que
pretendían extender la fe cristiana en el Nuevo Mundo. La primera de las
“misiones” ideadas por el gobierno, que honrosamente llevaba como apellido el
apodo que utilizaba don Simón Rodríguez, se proponía, al menos idealmente,
eliminar de Venezuela el analfabetismo. Después de ésta, con la consecuente
sensación de que el gobierno estaba trabajando en diversidad de campos en que
se necesitaba la acción de un equipo responsable, pensó también en la Misión
Sucre, la Misión Ribas, la Misión Guaicaipuro, y más tarde Misión Árbol, Misión
Identidad, Misión Ciencia. Proliferaron tanto —son al menos 33—, que pareciera
haber una, o más de una, por cada tipo de problema que hay en Venezuela. Algunas
tienen nombres un tanto exagerados y rimbombantes que parecieran querer abarcar
todo el país con el solo nombre, como la Misión A Toda Vida Venezuela, la
Misión Niños y Niñas del Barrio o la Gran Misión Vivienda Venezuela. Es tanto
lo que el gobierno ha hecho girar su trabajo alrededor de las “misiones”, que
hasta los humoristas comenzaron en algún momento a tener las suyas: la de
Emilio Lovera es un programa llamado Misión
Emilio que se transmite por Televén.
La
construcción de estos nombres probablemente haya sido inspirada por el título
de la archiconocida serie de televisión Mission:
Impossible, que transmitió originalmente CBS entre 1966 y 1973. El
canal grabó una nueva versión de la serie entre 1988 y 1990, antes de que Tom
Cruise aterrizara en la tradición de las misiones en 1996. Cada capítulo
comenzaba con el mensaje de un agente del gobierno americano que le explicaba
al protagonista, Jim Phelps, mediante un mensaje grabado —que se destruiría
cinco segundos después de ser escuchado—, un delicadísimo problema diplomático
que, con frecuencia, hacía peligrar la estabilidad de un gobierno, la vida de
un líder internacional, la paz del mundo. El mensaje invariablemente decía: “Tu
misión, Jim, si decides aceptarla...”.
Lo
interesante del título Misión: imposible
son los dos puntos, de los que casi nadie se percata. Puesto en evidencia por
este signo, el sentido del título es que al equipo dirigido por Phelps se le
encargan misiones que no puede cumplir nadie, dada la peligrosidad del enemigo
o las ínfimas posibilidades de éxito. La palabra imposible no es, pues, adjetivo del sustantivo misión. Las dos palabras son sustantivos. Es decir, a Phelps se le
está diciendo en realidad: “Tu misión, Jim, si decides aceptarla, es lograr un
imposible”. La misión es... lo imposible. Misión: imposible.
La
palabra misión, entonces, tiene en
Venezuela una acepción nueva, que quizá un día se sume a las 10 que da el
diccionario, puesto que ya no parece que su uso vaya a ser pasajero. Tampoco
parece ser pasajera la práctica de ponerle nombre a algo tan imbautizable como
una misión de cualquier naturaleza, de ignorar las señales que nos da la lengua,
que son gratuitas, y, ergo, de actuar antes de reflexionar. Nuestra misión, ya
que hemos decidido aceptarla, tendría que ser lograr el “imposible” de ver, en
medio de tanta dificultad, hasta el último detalle.
emalaver@gmail.com
Año II / Nº VII / 12 de mayo
del 2014