martes, 25 de febrero de 2025

Tengo una muñeca vestida de azul [DI]

Edgardo Malaver



Una clase con niños de otra lengua puede ser
un laboratorio para una nueva lengua


Me tropiezo y me pongo a leer un artículo sobre las dificultades de aplicar las teorías de la educación de Jean Piaget a los niños andinos y amazónicos y que viven en sus comunidades originarias y, por tanto, son hablantes nativos del aimara, del quechua y lenguas del Amazonas (y, ergo, partícipes de las culturas que rodean a esas lenguas). “¿De cuál niño se trata?”, se pregunta el autor del artículo, Walter Quispe Santos. “Los niños de la Suiza francesa a los que investigó Piaget” no son los mismos “que observan los psicólogos y educadores en una realidad histórica y ecosociocultural variada como la nuestra [...]. Entonces, ¿a quién enseñamos?”.
Quispe Santos cita a continuación un poema de Efraín Miranda en el que una niña indígena siente que en la escuela ponen a una niña blanca delante de ella, una niña que el maestro ha creado para educarla; pero esa niña blanca existe también dentro de la niña india, porque ahí la ha puesto el maestro, y es a ella a quien se dirige cuando le habla a ella; sólo cuando el maestro no le habla a ella, la otra niña desaparece. “El maestro se olvida de mí y de todos los alumnos”, dice, porque “para los indios no se ha inventado nada”. Sin embargo, la niña indígena resiste: “está dentro de mí, pero no me puede”, y “al concluir mis estudios, se extinguirá”.
Y luego el autor reflexiona sobre el punto que me convence de seguir leyendo el artículo: la narración de un “experimento” ideado y aplicado por el profesor Luis Enrique López durante una investigación académica (“Tengo una muñeca vestida de azul: ¿kuns uka siñurita parlpachaxa?”):


La profesora pidió a sus alumnos que prestaran atención a lo que ella escribía en la pizarra. “Tengo una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos y velo de tul”. Puntero en mano, la profesora hizo que los alumnos repitieran, por lo menos unas cinco veces, cada uno de los versos de la pizarra, sin percatarse siquiera de si sus discípulos entendían o no lo que decían. Nunca se dio explicación alguna sobre el contenido de los versos (…) Sin embargo, nadie parecía aburrirse y el “loreo” continuaba, con los alumnos que creían que imitaban a su profesora a perfección y con ella sin darse cuenta de los obvios problemas que tenían sus alumnos para emitir sonidos castellanos. A la voz de vestido, los niños decían wistiru; de muñeca, moñica; y de tul, yol. (...) Darío, imitando a su maestra, puntero en mano y presto a demostrar lo que sabía, leyó de corrido los versos de la pizarra: “Tinku u-na moñica wistiro de a-sol saptitus lancus y wilu de tol” (...).

 

¿Qué interpreto yo? Los niños, sin saber lo que hacían, terminaron escogiendo lo mejor de los dos mundos: la musicalidad y la rima de los versos, desconocidos hasta ahora que les hacen repetirlos, y la sonoridad y la pronunciación que para ellos era propia, la que conocen de casa, de la comunidad, de su vivencia cotidiana. Casi se puede decir que han creado una lengua nueva a partir de los sentidos de la lengua recién llegada a ellos y los sonidos que han heredado de sus antepasados. Una vez en sus labios estos versos, no sabría yo decir cuál de las lenguas se adaptó a la otra, cuál de las dos se sometió a la otra, es decir, o hubo una penetración mutua, en la que una lengua entra hasta donde puede en territorio extraño, o hubo una invitación mutua, en la que cada una de ellas se sintió en casa en los nuevos espacios. Muñeca, moñika; zapatitos blancos, saptitus lankus. ¿No es, poco más o poco menos, lo mismo que, hace tanto tiempo y guardando las proporciones, debe haber sucedido entre mater y madre, sukkar y azúcar?, aide-de-camp y edecán?
¿Qué me pregunto? Las lenguas que llegan a un lugar nuevo, ¿a quién pertenecen? Pertenecen a quienes las han traído hasta que los que estaban ya ahí comienzan a adoptarla y, sin querer siquiera, pero con pleno derecho, por causa del frote y del saboreo, de la resistencia y del amor nuevo que comienzan a sentir, a modificarla para que ella hable con propiedad del nuevo contexto y respire holgadamente la nueva atmósfera. Amor y resistencia, atracción y distancia, permanencia y peregrinación se convierten así en fuerzas que tallan las lenguas a medida que pasan los siglos. Y como brotando de los labios de los niños, florecen de las mismas semillas pero con nuevos colores.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DI / 25 de febrero del 2025
EDICIÓN DEL DUODÉCIMO ANIVERSARIO


lunes, 17 de febrero de 2025

¿Dónde es tierra firme? (II) [D]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

—¿Será tierra firme, capitán?
—¡Es Margarita, gañán!

 

 

 

(Continuamos...)


         Lo que no han considerado ellos es que una cosa es la lógica, incluso la lógica lingüística, que pocas veces coincide con la lógica matemática, y otra cosa es el uso concreto que le da la gente, el pueblo, especialmente el pueblo más sencillo, el menos prejuiciado por la educación formal, a cada expresión, a cada palabra, a cada nombre que le llega a los oídos.

         Así que les grabo yo también un audio en que les digo que sí, que los dos tienen razón por razones diferentes; ella porque está usando el razonamiento con sabiduría y lo explica claramente y él porque comprende la realidad como es y también como “debería ser”. Mi respuesta dividió el asunto en la dicotomía saussureana de norma y uso. La norma (que proviene del uso) es una cosa y el uso que da la gente a las palabras es otra cosa. Una vez que la gente comienza a usar las palabras de una forma, ese uso desembocará un día en norma, pero la norma siempre puede violarse, desviarse, descomponerse para ajustarse a la necesidad que tengan los hablantes. Y luego volverá a convertirse en norma y después sigue siendo posible que se desvíe y se use de manera diferente, incluyendo la manera “correcta”.

         Después de grabarles el primer mensaje, me acordé de Cristóbal Colón, que, demente de mí, se me ocurre que debe haber sido quien utilizó el nombre Tierra Firme en la lengua española por este lado del mar. Sin duda sus marineros la usaban, y mucho porque hacía ya muchos días que deseaban llegar a tierra y a tierra firme, como dice mi bella prima política uruguaya, aunque fuera una isla de diez metros cuadrados, porque estos hombres tenían hambre, porque se sentían engañados por el Almirante o porque no comprendían lo que habían venido a hacer navegando hacia el oeste como si fueran locos. Pero sin duda, la expresión tierra firme se quedó en Margarita y supongo que en muchos otros lugares relacionados y enamorados del mar, porque pertenece a la jerga de los marineros, de los pescadores, de la gente que vive del mar y que la lleva todo el tiempo en la mente y además la ama, pero que de vez en cuando siente que necesita regresar a casa. Siempre es bueno llevar alimento a la familia, ir a las fiestas del santo patrono, engendrar un hijo... o varios... esas cosas.

         No es difícil, pues, darse cuenta de que, aunque la lógica, la razón limpia nos indica que tierra firme es todo aquel territorio seco que nos libre, como diría el conde Olinos, de las furias del mar, sucede en ese lugar fantástico que es Margarita que la gente de todos los niveles de educación y de todos los campos de actividad humana dicen tierra firme para referirse solamente al territorio venezolano que está más allá del mar, y que para algunos seguramente se refiere solamente a Puerto La Cruz, a Cumaná, a Cariaco, a Píritu, quizá incluso La Guaira. Puerto Cabello y Maracaibo es ya demasiado lejos.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° D / 17 de febrero del 2025

 

lunes, 10 de febrero de 2025

¿Dónde es tierra firme? (I) [CDXCIX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Un carpintero de ribera siempre trabaja en tierra...
a veces en tierra firme

 

 

 

         Siempre aparece, con muy poco talento para el mimetismo dialectal, alguien que dice delante de mí (o dirigiéndose a mí), porque cree que los margariteños hablan así: “¿Cómo está ‘laisla’?”. Cuando me toca, respondo: “No, no, Margarita es el continente. La isla es Venezuela”. Una vez mi hija mayor me preguntó qué era entonces América, y yo le contesté que América era ya otro planeta.

         Ahora viene mi primo Moisés, que creció en Paraguachí y se casó con esta hermosa muchacha uruguaya, con quien es delicioso conversar porque llama las cosas por otros nombres, pero siempre termina uno sabiendo a qué se refiere, y cuando pregunta termina encontrando por sí sola de la respuesta... bueno, Moisés y ella hace como un mes me graban un audio en que me cuentan que tienen una contrariedad lingüística: ella tarda en captar cuando, hablando de Margarita, él menciona un lugar llamado Tierra Firme. En el audio me explica lo que yo sé: que los margariteños llaman así a todo lo que no es Margarita, es decir, Venezuela continental; y sí, eso significa también que las demás islas o son parte de Margarita o no son, a lo sumo son islitas que navegan realengas por el mar, pero no son tampoco, jamás, tierra firme).

         Entonces, el pobre Moisés, como preocupado, viene y me explica esto y me dice que su esposa no lo comprende porque, según ella, tierra firme es todo aquello que es tierra por oposición al mar, a un barco, a las olas. Si uno va en un bote y no encuentra la costa, puede llegar a desesperarse por encontrar tierra firme, y si lo que encuentra es una isla, eso es tierra firme, sin importar si es continental o no, porque no se mueve como el bote sobre el agua.

         Y entonces viene Moisés y me pregunta, admitiendo que en el fondo le parece que tiene bastante sentido lo que ella dice, qué pienso yo. ¡Yo...!, ¡que también hablo como él!, ¡que nací en Margarita como él!, ¡que crecí en Margarita como él!, ¡que fui a la escuela en Margarita como él!, ¡que soy descendiente del mismo carpintero de ribera que él!, ¡y que a los 18 años me inscribí en la Universidad Central como él! Es una especie de injusticia, una especie de ventajismo nuestro que le hacemos a la pobre chica uruguaya cuando la dejamos escoger como juez de la “diatriba” a otro margariteño que habla el mismo español que él. Pero claro que, estrictamente, ella tiene razón.


(La próxima semana les sigo contando.)


emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCIX / 10 de febrero del 2025

 




lunes, 3 de febrero de 2025

La isla de los perros [CDXCVIII]

Edgardo Malaver

 

 

 

Escudo de armas de las Islas Canarias.
Dibujo de 1772

 

 

         Seguro que, como me ha pasado a mí, a ustedes también se les ocurrió bien temprano la idea de que las Islas Canarias se llaman así porque hay en ellas una gran abundancia de canarios o quizá que todas variedades o especies de canarios que existen provienen de allá. La imagen de las Canarias que guardo en mi mente desde la infancia, debido a esa apresurada hipótesis, es amarilla porque siempre me imaginé que en aquellas islas, al contrario que en la mía, habría más canarios que gente, más canarios que árboles, más canarios que señales de tránsito. Pues fíjese usted que no es así.

         Esto ya lo sabe todo el mundo, pero yo acabo de ver la luz hace pocos días. El nombre de este territorio español en aguas africanas no tiene que ver con el canario silvestre, que Carlos Linneo (1707-78) llamó serinus canarius en 1758. Y es importante mencionar esta fecha porque resulta que la graciosa avecita sí que es endémica del archipiélago, pero no es por ella que él recibió este nombre sino a la inversa.

         Aunque hay opiniones divergentes (e incluso investigaciones muy serias que lo ponen en duda), las Islas Canarias recibieron ese nombre, según la tradición, en los primeros años del Imperio Romano, que acababa de anexionárselas. Entre los años 19 y 9 antes de Cristo, el rey Juba II de Mauritania (52 antes de Cristo-23 después de Cristo), que había crecido en Roma, envió una expedición a explorar las llamadas Islas Afortunadas (nombre mitológico de los tiempos en ni siquiera se sabía con certeza cuántas eran ni en qué punto del océano se localizaban); y de esa época y de esa investigación data, según lo narrado por Plinio el Viejo (23-79 después de Cristo) en su obra Historia natural (77 después de Cristo), el nombre Insulae Canariae. Y cuenta Plinio que los expedicionarios encontraron “multitudine canum ingentis magnitudinis, ex quibus perducti sunt Iubae duo” (vastas multitudes de perros de gran tamaño, de los cuales le trajeron dos a Juba). A partir de entonces las islas fueron llamadas Canarias porque había en ellas abundancia de canum, de canis, perros.

         A pesar de todo esto, existen investigadores que, por falta de evidencias, niegan la presencia de perros de cualquier tamaño en las siete islas en la época de Juba. Algunos de ellos, como Juan Álvarez Delgado, creen que el erudito rey pudo haber ido personalmente a la isla y haber dedicado a ese viaje uno de los once libros que escribió, otros lo descartan totalmente. Sin embargo, Juba II es reconocido como el gobernante y humanista que, como afirma Alicia García García, “sacó a las islas de la esfera del mito” en que vivió en la antigüedad clásica, junto con Madeira, las Azores, las Salvajes y Cabo Verde.

         ¿Los canarios? Los canarios, los pajaritos llamados canarios, fueron llamados así mucho después, e incluso se les llamó en realidad “canarios de las Canarias”, lo cual sugiere que ya existía el nombre actual del archipiélago.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVIII / 3 de febrero del 2025