lunes, 29 de abril de 2024

La ce, joroba del desierto [CDLVIII]

Ariadna Voulgaris

 

 

 

El problema de la ce y las vocales puede ser sencillo,
pero llevarlo a cuestas... Actor anónimo representa
a Quasimodo en París


 

 

         Después de varios días tratando de hacer espacio en su horario de trabajo presencial y en línea, mi amiga Alejandra, su esposo, su hijo y yo cogimos el carro para venir a Puerto Cabello, donde vive el abuelo de ella, que está enfermo desde hace una semana.

         En el camino les comenté que esta semana, para seguir con la serie iniciada en ese mismo carro diez días antes, tenía que escribir sobre la ce. El niño entonces suelta el cubo de Rubik y se pone a mirar por la ventana y a señalarme los letreros donde veía nombres de lugares cercanos cuyos nombres comienzan con esa letra.

         ¿Y qué palabra conoces que comiencen con ce? —le pregunto.

         —Todas, tía —me responde con entonación de autosuficiente.

         Su papá desde el volante lo anima a recordar el nombre del abuelo paterno, y él piensa en el que vamos a visitar.

         —Simón —responde él.

         Nos reímos.

         —El otro, hijo, el papá de papá —dice la madre.

         —No, mami, Carlos no tiene ce, ¿verdad, tía?

         Qué problema. ¿Quién habrá inventado que la ce se lee diferente ante la e y la i que ante la a, la e y la u? Y quien lo haya inventado, ¿no podía darse cuenta, una semana después, de que el asunto necesitaba una corrección en el diseño? Y yo ahora, como no he sido sistemática con este objetivo didáctico, me acabo de meter por la calle equivocada.

         Por lo que he leído en estos días, hemos heredado la ce de los etruscos, no de los fenicios. La escribían como un ángulo de unos 45 grados con el vértice hacia arriba y con el trazo de la derecha más largo que el de la izquierda. Se llamaba gimel y recordaba inicialmente la joroba de un camello. Simplificando el asunto excesivamente, los etruscos tenían dos variantes de este signo, que los griegos absorbieron —y llamaron gamma—: uno para el sonido sordo, que se combinaba con la vocal a, y otro, también sordo, que ponían antes de las vocales e e i. ¿Ustedes también ven ahí una respuesta a esa bifurcación de usos que todos sufrimos en primaria al aprender a escribir, al menos en español?

         Los romanos escribieron estos signos (o los signos que iban quedando de su evolución) de manera similar a nuestra ka actual. Con el tiempo perdió el trazo vertical y se pareció más al signo de menor que (<). Hubo quienes por eso la relacionaron con un búmeran. Era esa letra, por cierto, con la que escribían el nombre que todos los emperadores querían ponerse: Caesar, que se pronunciaba más parecido al actual Kaiser del alemán que a nuestro César.

         Para no atormentarlos con más datos y datos, sólo les cuento que en Roma, en realidad, durante muchísimo tiempo, la ce representaba también el sonido de la ge, pero pronto lo resolvieron, como es evidente, agregándole un trazo al signo que habían copiado de los griegos.

         Es una larga y, además, compleja historia que uno no entiende a primera vista en la infancia, y cuando crece y memoriza cómo funciona, ya no importa. Y si no lo aprende, importa menos aún.

         La encantadora letra ce es con la que comienza el mayor número de palabras que quedaron registradas en la edición del 2001 del diccionario de la Real Academia Española: 12.577, o 14,29 por ciento. Sin duda, una de las razones importantes del “récord” —que antes ostentaba la a— es la inclusión en la sección de la ce de todas las palabras que comienzan con che.

         E indudablemente es esa también una dificultad nueva para los niños del presente. Mi hermoso sobrino, por fortuna, ha comenzado ya a sortearla: reconoce la ce y se da cuenta del sonido al que corresponde. Y afortunadamente también, un grupo de hombres que cabalgaba al borde de la carretera no bien entramos en la ciudad lo distrajo de las excepciones de nuestro alfabeto.

         Qué felicidad volver a ver Puerto Cabello.

 

 

 

Puerto Cabello, 14 de abril del 2024

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLVIII / 29 de abril del 2024

 

martes, 23 de abril de 2024

La be, la casa de todos [CDLVII]

 Ariadna Voulgaris

 

 

 

Bet-lehem, Belén, ‘casa del pan’

 

 

         Esta semana no salí con mi sobrino, pero como me gustó la historia de la a que conté la semana pasada, quiero contar ahora la de la be. De todas maneras, como estoy hospedada en su casa, se me presentan a cada paso piezas de rompecabeza, legos, flautas, tambores, carritos, trompos, pinceles, lápices de colores, libros... y letras, letras, letras, muchas letras, de todos los colores, de todos los tamaños, de todos los modelos. O sea, el ambiente me está llevando también a hablar de las letras.

         La segunda letra del alfabeto, la be, es la décima entre las que se encuentran al principio de las palabras, con 3.833 registros en el diccionario, es decir, 4,35 por ciento. Ella se las arregla, a pesar de esto, para estar presente en todos los territorios, para invadir otras sílabas y posiciones en el interior de las palabras y algunas veces, valientemente, hasta repite y se hace predominante, como en absorber, barba, bomba, de estas palabras hay a borbotones.

         Aunque procede del signo que idearon una tarde de buena brisa los fenicios que se ocupaban de esas cosas, la be nuestra actual, es decir, la del alfabeto latino (castellano, o español, en nuestro caso), sobre todo en su forma mayúscula, poco tiene que ver con aquellos “dibujos” que hacía sobre sus tablillas los originales creadores del signo. Las letras actuales de alfabetos como el hebreo y árabe, que son más bien silabarios, se parecen bastante más.

         El dato más curioso que encontré mientras investigaba es que el vocablo fenicio bet, que designaba la casa, el refugio que habitaba un hombre con su familia, terminó siendo nombre de la segunda letra porque, en aquella cultura, una casa era la propiedad de mayor valor después de un buey, cuyo nombre era aleph, la palabra aleph, la letra alef, hoy a.

         En español, por lo menos, en el español que yo hablo, las palabras más bonitas comienzan con be. Con be comienza la palabra más tierna del español, que es bebé. Y si uno vive en una región calurosa, beber puede ser particularmente placentero. También están estas otras, con las que me gusta jugar, construir adivinanzas, escribir poemas:

 

·       bagatela, que parece salida de una canción que cantara un gondolero en Venecia;

·       bahía, que es como el sonido de una flauta en una playa tranquila y con mucha luz;

·       baladí, que suena a agua que corre entre los dedos con alegría... en esa í está la alegría;

·       beluga, que no solo tiene sonido marino sino también como palaciego, como mediterráneamente antiguo;

·       betumen, que suena a volumen, y suena a cardumen y suena a cacumen;

·       bermejo, que parece todo pero no un color, que parece ser un cangrejo, pero también un ovejo.

·       birlibirloque, tan larga esa palabra, tan bruja, tan trabalengua, ¿no les suena?;

·       bicicleta, ay, la bicicleta, que se parece a la libertad, qué bello es el mundo cuando uno va en bicicleta;

·       bikini, ¿a qué más puede sonar bikini que a playa, a atrevimiento juvenil, a andar desnuda por el mundo sin perder el pudor.

·       boína, que es una palabra que se pertenece a sí misma, que es relativa a su propia naturaleza;

·       boricua, tan musical que uno oye maracas o sonajas de niños  flautas que cantan;

·       bonito, que parece ser un bueno chiquito, un bueno más bueno pero con cariño, o más intenso que bueno.

·       bulevar, con su apariencia de verbo, con su caminar tan pausado... y su espíritu parisino;

·       buque, una palabra que tiene imagen de barco grande, de casa en medio del mar, de piso seguro y a flote;

·       burbuja, tan juguetona, al mismo tiempo ligera e impactante, aérea y cristalina, leve, efímera

 

         También me gustan balandra, bambú, bohemia, borceguí, bufanda. Y algunos de los nombres de personas, de lugares, etc. que siempre me resuenan en la mente sin atormentarme son Babel, Babilonia, Bagdad, Bárbara, Belén, Bernardo, Biblia, Bruno.

         La semana pasada dibujé un buey en mi agenda. Hoy tendría que dibujar una casa: una casa para la be, para albergar quizá a los bueyes de la letra a, las lenguas del pasado y las del presente, para los sonidos inocentes de la naturaleza y nuestras duras palabras cotidianas, una casa para todos.

 

Valencia, 12 de abril del 2024

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 



Año XII / N° CDLVII / 22 de abril del 2024

DÍA DEL LIBRO Y DEL IDIOMA

 

lunes, 15 de abril de 2024

La a, primera y principal [CDLVI]

 Ariadna Voulgaris

 

 

 

En el campo y la ciudad, lo primero
que aprendemos en la escuela

 

 

         Estoy en Venezuela. Mi amiga Alejandra fue a recibirme en el aeropuerto hace tres días y ayer, miércoles, finalmente encontramos el camino a Valencia, donde viven su familia y lo que queda de la mía en toda América. En el camino, antes de quedarse dormido en el asiento de atrás del carro, el hijo de mi amiga, que acaba de cumplir cinco años y anda en una tensa relación sentimental con el alfabeto, me pregunta:

         Tía, ¿cuál es tu letra favorita del abecedario?

         Bromeando, simulo que no entiendo bien la pregunta, volteo y le pregunto a Alejandra:

         —¿Abededario? Eso nos lo enseñaron en secundaria, ¿no?, al final, ¿tú te acuerdas?

         Y el niño salta con una carcajada y grita:

         —¡Ustedes saben leer desde que eran chiquitas!

         En ese instante me percato de que los nombres de los tres comienzan por A, de modo que decido no escoger esta letra por si es la favorita de él. El niño me urge a responderle y yo no logro interpretar la mirada de la madre. Digo nerviosamente:

         —¡Eh...! ¡La zeta!

         —¡¿La del Zorro?! —pregunta él.

         —Sí, la última.

         —La mía es la a, la primera.

         Tan inocente la a, ¿verdad?, tan sencilla, tan calladita que parece ahí en la puerta del alfabeto, tan sonora y tan amiga de los niños que comenzamos a aprender las artes y misterios de la lengua, de cualquier lengua, del conocimiento y, aunque no parezca, también de la ignorancia. Y cuánta historia a cuestas de su redonda humanidad, cuánta poesía y cuánto pensamiento, cuánta ciencia y cuánta agua que ha caído con la lluvia del mundo, que la lava y la limpia de nuestra grosería y nuestras mentiras.

         Y tan humildes sus orígenes. La A, la mayúscula, fue creada probablemente en aquel mismo siglo en que aquellos ingeniosos señores fenicios —¿sería uno solo, serían cien?— tuvieron aquella revolucionaria idea de atribuirle “significado” a aquellos trazos que comenzaron a hacer sobre una tabla o un pedazo de arcilla recién horneado para llevar cuenta del ganado y el grano que acababan de comprar, o de vender, a los comerciantes que llegaban a menudo a su puerto a ofrecer sus mercancías o que ellos mismos llevaban a otras orillas del Mediterráneo. ¿Vendemos y compramos ganado? Pues, mira, podemos dibujar una cabeza de buey por cada res que nos entregan. Ya después, con el tiempo, la parte de abajo, la del hocico, se hará punteaguda y la de arriba, los cuernos, se transformará en dos simples trazos rectos. Y siglos y siglos más tarde, algún heleno girará la figura y la “escribirán”, la trazarán como si el buey mirara hacia adelante y quizá después los latinos la inviertan y será un triángulo con una línea horizontal a la mitad y no en la base. Y la conocerán tantos hombres que hasta la usarán para escribir poesía y para “anotar”, recordar los nombres de sus abuelos y de los lugares donde han ido y de las mujeres que han amado y de los hijos que les nazcan.

         Brevísimo sonido, larguísima la historia. Siempre fiel y siempre diferente en cada pueblo que la profería. Y hubo que esperar unos tres milenios para que otra vez la historia se partiera en dos, antes y después de Cristo, y que después, escritos a toda prisa, los trazos rectos y quebrados de la A se suavizaran, se curvaran, se “minusculizaran”, conservando en todo este recorrido el lugar que desde el principio le habían dado los fenicios aquella mañana caliente en aquella orilla marina. La imprenta de Gutenberg y la pantalla de Gates se lo han respetado; ya no parece una cabeza como en sus primeros días, pero sigue siendo la primera.

         Con la letra A comienzan casi 10.400 palabras de la lengua española, es decir, 11,4 por ciento de las registradas en el diccionario de la Real Academia. Aunque perteneciente al grupo minoritario, las vocales, la a preside el conjunto total de las letras. Representa además el sonido más fácil de pronunciar, el que encuentra menos obstáculos en el aparato fonador.

         Le muestro a mi curioso sobrino el torpe dibujo que hago en mi agenda. Él lo reconoce y dice:

         —Una vaquita.

         —Es más bien un toro —le digo—. Se llama Aleph.

         Le dibujo después la simplificación de la letra fenicia, con dos puntos como narices y juntando ojos y orejas en un solo trazo casi horizontal. El niño le da la vuelta a la libreta y dice:

         —Ahora es una A. ¿Por qué te gusta la zeta, tía? Esta es más bonita. Es la A de mi nombre, y mi mamá dice que es la primera y principal.

 

Valencia, 4 de abril del 2024

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLVI / 15 de abril del 2024

 

lunes, 8 de abril de 2024

Andrés Eloy novelista (I) [CDLV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Primera edición de Los claveles
de La Puerta, de 1922

 

 

 

         La semana pasada, cuando descubrí que Vicente Gerbasi (1913-92) también era autor de cuentos, que busqué y encontré y leí y disfruté, me percaté de que en realidad no es, ni mucho menos, el único poeta venezolano que ha hecho aventajadas incursiones en la narrativa. El caso que más me ha llamado la atención (y sobre el cual incluso he escrito antes) es el hiperconocido y alabado Andrés Eloy Blanco (1896-1955), hijo de Cumaná. El llamado “poeta del pueblo venezolano” bien podría ser llamado igualmente, el novelista del pueblo venezolano, si no fuera porque escribió sus “novelas” antes de llegar al “mezzo del camin”, porque no escribió más que dos, una de ellas en España, y muchos las creen perdidas.

         No están perdidas, les digo desde ya, para tranquilidad de los curiosos. Andrés Eloy* apenas escribió cuatro libros de narrativa: La aeroplana clueca, libro de cuentos de 1935, el más conocido, que se publicó antes en México que en Venezuela y que se ha reeditado varias veces; Malvina recobrada, de 1937, que fue escrito en la cárcel en los tiempos de Juan Vicente Gómez y que a partir de 1960 ha aparecido como parte de El árbol de la noche alegre; El amor no fue a los toros, considerado una novela breve y, por los datos que tengo, publicado una sola vez en España en 1924, y Los claveles de La Puerta, aparecido en Caracas en 1922, que tuvo una suerte similar al anterior. De este último, que fue el primero, y de su carácter de novela quiero hablarles hoy.

         Los claveles de La Puerta comienza como una historia de amores contrariados, de amores discutidos, de amores imposibles: ambientada llano adentro, una mujer, Martina, es pretendida por dos hombres de personalidades impetuosas, José Eugenio y el Araucano, que al principio, a pesar de competir, se tratan caballerosamente. Ella le entrega a uno de ellos un ramo de claveles como símbolo de su preferencia, y el otro inicia una lucha para arrebatarle esta especie de “objeto mágico”, con el que espera obtener el amor de la mujer. El relato luego evoluciona hacia una historia de odio y revancha entre estos dos hombres en medio de la Guerra de Independencia de Venezuela. La guerra misma se va transformando en una empecinada búsqueda mutua que emprenden los dos personajes, que supera la importancia de la causa patriota, para vengarse y eliminar al otro, pero sobre todo para alcanzar la dignidad de poseer los claveles de la muchacha; ella, por su parte, ha desaparecido de la historia y únicamente aparece su nombre cuando se menciona los claveles. La lucha ya no es por la patria y ya no es por la bella Martina sino por los claveles que se la recuerdan. Ella, dice el narrador, “se había perdido, pero aquellos claveles suyos eran cuestión jurada, [...] odio, odio...”.

         En realidad, los rasgos de novela no abundan en el texto, a no ser por el fragmento en que José Eugenio y el Araucano son arrastrados, por caminos diferentes, por el maremágnum de la guerra personal de Boves contra Bolívar, contra la corona, contra la república, contra todo aquel que se le opusiera, y terminan perdiendo el norte político de la lucha para alimentar la pasión de la revancha como objetivo último de sus vidas. Dice el narrador, exponiéndonos los pensamientos de José Eugenio: “¿Qué le iba ni le venía a él que la cadena que oprimiera la garganta de América fuese el lazo mismo de los llaneros?”. Ya no le importaba nada, sólo derrotar “restregarle por el hocico” los claveles a su rival.

         De modo que los dos personajes se persiguen, se cazan, e incluso, en ocasiones, se escapaban el uno del otro —aun estando el uno a la vista del otro—, debido a que lo verdaderamente importante era la reivindicación mezquina del amor propio herido, representada en los claveles, en la convicción de merecer el amor de Martina. “El lobo perseguía al lobo”, dice en cierto punto el narrador. La Guerra de Independencia termina así convirtiéndose en una guerra personal también para José Eugenio y el Araucano, en la que lo pierden todo y en la que “aquellos claveles en su mente permanecían como una ola de sangre sobre los ojos”.

         Mi intuición me sugiere que es, quizá, la poca difusión de la que ha disfrutado este texto la que ha causado que varios especialistas le adjudiquen el nombre de novela (además de que muchos especialistas piensen que ya no existe). En realidad es un cuento, y ni siquiera demasiado largo, por más que pasen, al menos, meses entre la situación inicial y el desenlace, por más que los personajes experimenten cambios sustantivos en sus emociones y por más a lo largo de la narración las descripciones, al principio del mundo tangible y al final más del mundo interior de los personajes, no sean precisamente simples ni lacónicas. El número de protagonista incluso se reduce a medida que avanza la anécdota. Y si atendiéramos exclusivamente al factor de la extensión, siguiendo el criterio que utilizamos el 18 de marzo, esta historia tendría apenas 17 páginas, es decir, más de cuatro veces más breve que la novela más breve que citábamos aquel día: La metamorfosis de Kafka, que a veces pasa por relato largo. Y, aunque no es frecuente, bien puede contarse una novela incluso en menos espacio, pero no con tanta poesía y tantos claveles. Es, pues, un cuento, un cuento bien escrito, un cuento narrado por una voz poética y escrito por la pluma de un narrador que conoce por dentro la máquina de contar. Este narrador conoce a sus personajes y, como recomienda Quiroga a los cuentistas, los lleva de la mano hasta su destino.

         Sin embargo, un escritor que es capaz, a los 26 años de edad, de escribir como lo hace Andrés Eloy Blanco en Los claveles de La Puerta, bien hubiera podido escribir su propia Doña Bárbara, su propia Las lanzas coloradas, su propia Zárate. A Andrés Eloy, me parece a mí, ya lo estaba esperando, cuando nació, el pedestal en que un día lo iba a poner el cariño de su pueblo, un cariño plenamente correspondido y adornado por un talento para la poesía que era tan intenso que desbordó hacia la narrativa y hacia otros mares de la literatura, siempre los más humildes en el centro de la escena, siempre la historia tejida en los diálogos, siempre Venezuela en el fondo del drama... ¡Ay, cuando hablemos de sus obras de teatro! 

emalaver@gmail.com

 


_________________________

* Perdonen ustedes la informalidad de llamar al autor por su nombre de pila

y no por su apellido, que es lo que exige la academia. Se debe, sin duda, al

cariño que le tenemos en Venezuela al autor, al cual no soy inmune.

 

 

 

Año XII / N° CDLV / 8 de abril del 2024

 

lunes, 1 de abril de 2024

Gerbasi cuentista [CDLIV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Vicente Gerbasi a los 10 años, en 1923
Foto: Fundación Gerbasi

 

 

         Ustedes no lo van a creer, pero acabo de descubrir que el poeta, el archiconocido poeta Vicente Gerbasi... ¡también escribió cuentos! Quizá mañana me entero de que el único que no lo sabía era yo, pero es que si me hubieran preguntado ayer, me habría puesto de rodillas para afirmar con toda convicción que no, que un poeta que escribe como Gerbasi, a quien parece que los ángeles le dictaran los poemas, no podía haber cometido el desliz de descender al tosco suelo de la narrativa. Habría apostado a Rosalinda a que no, era impensable para mí.

         Y he aquí que me habría equivocado. Preparándome para mi clase de Lengua Española II, que esta semana tenía que tratar de las vanguardias del siglo XX en Venezuela, me encuentro (¿cómo no la he encontrado en los cinco años anteriores?) la página de la Fundación Vicente Gerbasi, donde descendientes del poeta reúnen miles de textos, fotos, videos, avisos de eventos, etc. Y yo me quedo paralizado cuando mi vista cae en una pestaña que dice “Muestras de cuentos y artículos”. ¡¿Qué?! Artículos, indudablemente. Como todos los escritores del mundo, le atrae el periódico, y a los periódicos les gusta vestirse de literatura al menos una vez a la semana... pero ¡¿cuentos?! ¡¿Gerbasi?! ¿De cuándo acá, si Gerbasi es poeta, única y solamente poeta?

         Ilusionado con la posibilidad de leer algo nuevo, pero sobre todo curioso, de un autor harto conocido, hago clic. Y se abre una sección que quizá no está muy ordenada pero que incluye, ciertamente, al menos cuatro cuentos que me pongo a leer con emoción sin esperar ni un segundo más. Se titulan “Pluma” (¡que pone como inédito!), “Cometa” (al que apellidan de infantil), “Cuento sobre Reverón” (que quizá no sea un cuento pero lo parece) y el que juzgo el mejor y que está muy bien logrado: “Regreso a la aldea”, publicado en Papel Literario ¡en 1954! ¡Setenta años y no me habían avisado!

         “Pluma”, que es el apodo cariñoso del niño protagonista, aunque casi no participa en la acción, es un cuento de buena ley que tiene el adorno de ponernos, de una vez, del lado de los más débiles y, sobre todo, de aquellos que luchan para dejar de serlo. Como era de esperar en Gerbasi, que en poesía está rodeado de noche, de misterio ancestral, del enigma indescifrable de la vida, la historia de Pluma (o más bien la de sus padres) termina mal, pero el cuento se mantiene en pie porque no le concede ni un centímetro al sentimentalismo. Y ni siquiera se puede decir que termina sorpresivamente porque en el camino el narrador nos va dando datos sobre el final, aunque mientras leemos no captamos esas insinuaciones porque estamos ocupados... pues leyendo. A pocas frases para el final del cuento, sopla el viento de la tragedia, y el protagonista ve arder su mundo y, con él, sus esperanzas. Venía de la noche y hacia la noche iba.

         Por otro lado, el cuento “Cometa”, que comienza de manera encantadora porque habla de esa fascinación que hemos sentido todos por los papagayos, lamentablemente no está completo. El final llega de repente en un punto en que aún no se ha asomado el desenlace... ni siquiera casi el conflicto que los personajes tienen que resolver. Sin embargo, está clarísimo que esta falla no es atribuible a la impericia de Gerbasi, porque incluso en este caso truncado despliega mucha, sostenida siempre por la delicada expresión poética de todo aquello que mira y que desea señalarnos para que nosotros lo miremos. Mi hipótesis es que o los transcriptores no se han percatado de que se les escapó un pedazo del texto o que en la revista infantil impresa donde fue publicado el cuento por primera vez Páginas para Imaginar, de la Fundación del Niño, que presidía doña Alicia Pietri de Caldera— lo cortaron antes de que aparecieran escenas no apropiadas para niños de primaria. Tengo, entonces, la esperanza de encontrar pronto el texto entero, porque confío en que tendrá un conflicto y un desenlace dignos de semejante autor.

         El “Cuento sobre Reverón” parece más bien un artículo de los que publicaba Gervasi en El Nacional cada semana. Narra una visita que le hizo al pintor Armando Reverón, su amigo, en su casa en Macuto. Es una narración graciosa que hace un artista sobre otro, por el cual siente el sincero amor fraternal que todos sabemos que sentía Gerbasi por Reverón y viceversa. El autor no esconde, porque le parece un rasgo valioso de su arte, el desequilibrio psicológico que ya padecía el pintor en esa época (¡el mismo año en que iba a morir!). Para él es pura imaginación, e imaginación genial, de la más prístina, cómo se comporta su anfitrión, cómo lo recibe y cómo lo hace participar en la película que imaginariamente está filmando sobre sí mismo porque “en las que se han hecho no está él”. Parece que para él —y para sus lectores de aquella semana—, sin ese elemento, Reverón no es Reverón. ¿Y qué es más artístico en un artista que el ejercicio de la imaginación, en particular cuando hay que nadar en la adversa realidad?

         Ese quizá no sea de veras un cuento, pero “Regreso a la aldea”, que trata de un hombre que después de muchos años de vivir en la ciudad, regresa a su pueblo atravesando una selva de la que no parece encontrar la salida, es un cuento que está tan bien hecho que uno incluso llega a pensar, pasada la mitad del texto, que es algo aburrido. Pero no, era una perversa estrategia del narrador para engañarnos. En cierto punto me convencí de que aquello era un despliegue, bellísimo y delicioso, de las habilidades de Gerbasi como poeta. Las descripciones me dibujaban los objetos y los seres con precisión en la mente, y las sensaciones del protagonista eran visibles, palpables. Después de dos o tres páginas uno siente que lo único que sucede en el cuento es que el protagonista se ha perdido en el monte. Siempre está a punto de llegar a su aldea, pero el viaje sigue y sigue. Es él el único que no se da cuenta. Pero llega el momento en que se tropieza con otros dos personajes que dicen dos palabras que lo cambian todo. Uno se echa hacia atrás, brinca de la silla por causa de la sorpresa y se comienza a circular más rápido la sangre. Después de aquellas dos palabras no quiere uno despegar los ojos de la lectura porque ya nada tiene explicación y, sin embargo, todo está claro. Qué cuento de parecerse tanto a golpear la frente contra una pared que no hemos visto aparecer delante de nosotros.

         Y la poesía. La forma poética de narrar enamora al lector, por más que él trate de mantener en mente que está leyendo prosa. Desde el principio dice:

 

Un humo lento ascendía entre la húmeda maraña olorosa a madera podrida, y a yerbas machacadas y a vainilla, adquiriendo tonalidades azules en los reflejos de sol que se filtraban por los claros abiertos en la elevada ramazón.

Jinete de un caballo moro, bajo un amplio sombrero oscuro y una larga capa negra, Gonzalo Valbuena entró en la umbrosa resonancia vegetal.

 

Sin embargo, esta entonación mansa, esculpida en una melodía leve, se mantiene hasta la última palabra.

         El propio personaje habla como si estuviera escribiendo un poema: “Vio bajo los árboles inmensos [un árbol] más pequeño, todo cubierto de flores amarillas, y pensó: ‘Está bordado en la penumbra’”. Más adelante se encuentra ante unas aves y tiene este pensamiento: “Divisó un guacamayo rojo que en una rama seca se espulgaba el pecho, y dijo: ‘Un guacamayo rojo habita entre las hojas de la alucinación’”. Cabalgando y cabalgando, pasa por un lugar en que “sobre el agua enigmática del pozo caminaban algunas arañas rojas. [Gonzalo Valbuena piensa:] ‘Las estrellas de la noche, las estrellas del mar y las arañas rojas. He aquí un bello misterio’”.

         No sé si existirá, aunque en las listas de obras de Gerbasi no aparece, una obra individual que recoja sus textos narrativos, pero me he propuesto encontrarla. Y ahora guardo la esperanza de que haya más cuentos como “Pluma” y “Regreso a la aldea”, que son el perfecto equivalente narrativo de nuestro gigantesco poeta de Canoabo.

         Ahora, qué alegría, Vicente Gerbasi no es meramente, que ya era mucho, uno de los cuatro o cinco poetas más grandes de la historia de Venezuela, sino que también podemos considerarlo un narrador habilidoso y sensible, claro y humano. Un poeta cuya delicada expresión le hace tanto bien a la narración...

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLIV / 1° de abril del 2024