Dedicado a todos los traductores e intérpretes del
mundo,
que celebran hoy su día. ¡Felicidades!
San Jerónimo y san Agustín (1580),
de Alonzo Sánchez Coello |
Llegados un año más al día de
san Jerónimo, patrón de los traductores e intérpretes en el mundo entero, cada
uno de nosotros sentirá el deseo de decir algo acerca de esta actividad que a
algunos llena de gozo y a otros, de frustración. Este año, si me preguntan, yo
voy a decir —o más bien voy a repetir, porque no puedo ser el primero que lo haya
dicho— que la traducción, en su concepción y desde el instante en que se la
emprende, es una perenne paradoja. Y si no es así, no es nada.
¿Por qué es la traducción una
actividad paradójica? Imagine usted que se dedica a un oficio en que nadie debe
percibir su presencia y que mientras menos se le perciba, mejor ha quedado su
trabajo; pero al mismo tiempo, el hecho de que usted no sea perceptible es
precisamente lo que lo hace más notorio. Así es la traducción: el ideal más
elevado del traductor es que el lector de la traducción sienta que el texto que
lee ha sido escrito originalmente en su propia lengua, pero el traductor que logra
ese ideal atrae sobre sí todas las miradas. O sea, en la traducción la utopía
de la invisibilidad sólo se alcanza mediante la omnipresencia. Parece un don
que viene de lo alto.
Por otro lado, en el terreno
teórico, la traducción es percibida como imposible. Imposible, nada menos. ¿No es al menos curioso que, a pesar de que el
mundo no pueda moverse sin ella, la traducción sea imposible? ¿Qué significa
eso? Poetas, lingüistas y filósofos coinciden en que no es posible decir lo
mismo en una lengua y en otra. No se utilizan las mismas palabras, y estas
tienen en cada idioma un mundo aparte de ramificaciones semánticas y culturales
que no tienen en otro; cada una de ellas tiene un sonido y una historia
diferente en una lengua que en la lengua vecina; cada una de ellas adquiere
valores diferentes al aparecer junto a otra, y en la traducción siempre van a
ordenarse con otro criterio. La traducción es imposible.
En la ciencia de las lenguas,
la traducción sólo es posible si es posible romper la unidad indisoluble que existe
entre el significado y el significante, y es justamente eso lo primero que hay
que hacer para llevar un concepto, una idea, una simple afirmación, de un
sistema de signos a otro. El traductor debe separar el núcleo de la información
que percibe de la membrana que la cubre para poder acudir a la otra lengua en
busca de una nueva vestimenta para esa información, y haciendo eso destruye
aquello que es más importante conservar: la unidad del signo lingüístico, que
es la que forma el mensaje. Si hay que armar un signo lingüístico nuevo en la
otra lengua, ya no se está diciendo lo mismo y, por tanto, no ha cristalizado la
traducción.
Ortega y Gasset afirma con
contundencia que la traducción es imposible porque el texto original es ya una
traducción que hace el autor de su pensamiento a la escritura, que son por sí
mismos dos sistemas totalmente diferentes. Más de 1.200 años antes, el poeta árabe
Al-Yahiz, al concebir la poesía como un género reservado a su lengua, había
aseverado: “La poesía no se puede traducir, ni es posible la traducción. Cuando
se traduce, la forma poética se rompe, y el metro se elimina; su belleza
desaparece y se pierde (...) la emoción”. Roman Jakobson lo acompaña en esta
opinión.
Siendo tan paradójico e
imposible, no es extraño que, desde los tiempos de Cicerón nadie haya dado con
una definición suficiente y satisfactoria de traducción. ¿Por qué es tan
difícil? ¿Será por la naturaleza activamente cambiante e inconteniblemente
libre de la lengua? Es indudable. Sin embargo, se hace todos los días.
Entonces, si es imposible, será porque toda su naturaleza, todo su proceso y
todos sus resultados están enraizados en un terreno que es tan informe y caprichoso
como el pensamiento y las emociones del hombre: la lengua.
emalaver@gmail.com
Año VII / N°
CCLXXVI / 30 de septiembre del 2019
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