Luis Roberts
de las delicias (1450), de Jerome Bosch
He leído con delectación, como siempre, el último y
divertido artículo de Ariadna Voulgaris, “La manzana de la discordia”. Como
ando inmerso en lectura pandémica, ahora con el último de los libros del genio
Yuval Harari, el artículo de Ariadna me impulsa a hacer ciertas reflexiones.
En primer lugar, el rol de la pobre manzana que, para bien o
para mal, aparece en todas las culturas antiguas. En este caso, como objeto de
disputa de tres mujeres por su belleza, que pasaría a ser un símbolo de amor en
la antigua Grecia. En el Renacimiento, la Iglesia Católica desaconsejó, o tachó
de pecaminosa, a la pobre berenjena, al parecer por su forma, llamándola mela insana, o “manzana loca, o insana”, de donde viene su
actual denominación italiana: melenzzana. También proscribió al pobre
tomate por su color rojo, diabólico, y los marinos italianos se abastecían en
el puerto de Tánger, al igual que los españoles, del tomate amarillo que
llegaba de México, que llamaban pomma d’oro, o
“manzana dorada”, de donde su actual nombre pomodoro;
eso sin olvidar uno de los peores errores de traducción, uno más, de la Biblia,
que nos persigue hasta hoy, el de la famosa manzana de Eva, pues en el original
no se refiere a una manzana para nada.
Pero volvamos al tema principal. Cuando el homo empieza a
ser sapiens, en la revolución cognitiva, con el habla y la simbología como
novedades, este se considera como formando parte del universo que le rodea: las
plantas, las piedras, las aguas, los animales, etc., a quienes, por lo tanto,
respeta como iguales, incluso en sus ritos de caza, pidiendo perdón al animal
por matarlo, pues tenía que comer, como atestiguan variedad de pinturas del
neolítico. Era una especie de “religión”, que aún perdura en algunas partes de
África, y a la que se ha llamado “animismo”. Por los vientos que corren y el
auge del ecologismo, como única manera de que el sapiens sobreviva, no sería
extraño que este “animismo” se impusiera a las aburridas religiones
monoteístas.
Cuando el sapiens cazador-recolector desaparece con la
revolución agrícola, hace 11.000 años, aparecen las religiones, todas
politeístas, pues la simbología obliga a antropoformizar a los fenómenos
naturales y a darles nombres, y todos, todas, absolutamente todas las deidades
son femeninas, los primeros dioses fueron diosas, la agricultura crea la diosa
tierra, la diosa madre. Maat en Egipto, Gaia o Gea en Grecia, Ishtar en Caldea,
Babilonia, la Pachamama en los Andes y, sobre todo, Astarté, la Astoret de la
Biblia. La sociedad es matriarcal, hasta que se descubre el papel del hombre en
la procreación y empieza el dominio del hombre en la Tierra y en el Olimpo.
Homero escribe la Ilíada, hacia
el 800 antes de Cristo, cuando ya Zeus se había hecho el amo del Olimpo, y a
las pobres diosas les habían dejado, las labores domésticas: “Tú ocúpate de la
casa, de estar bella y de criar niños sanos”. El dios jefazo de los pueblos
semíticos era ÉL, y en los textos más antiguos de la Biblia en hebreo se
refieren a él como Elohim, en plural, los dioses. De ahí se deriva, Elah y
Allah. Bien era verdad que el pueblo hebreo, nómada, peleón y fanático, según
como le iba en las guerras o en las cosechas, se pasaba de Yaveh, o Adonai, a
Baal, el becerro o toro, con una frecuencia pasmosa para la gran indignación y
maldición de Yaveh y de sus cronistas bíblicos, a pesar de que ya tenían, desde
el 1400 antes de Cristo, aproximadamente, el Deuteronomio, que decía que sólo
adorasen a Adonai y se dejasen de monsergas, pero solo fue hasta el reinado de
Josías, hacia el 622 antes de Cristo, que se impuso el monoteísmo como
obligación sin marcha atrás y con ejemplares castigos divinos y humanos a quien
lo incumpliese. Había nacido oficialmente el monoteísmo y con una carga
machista absolutamente innegable, como destila toda la Torá, la Biblia, y que
heredarían más tarde sus secuelas abrahamánícas: el cristianismo y el islam.
luisroberts@gmail.com
Año
VIII / N° CCCXIV / 31 de agosto del 2020