lunes, 28 de septiembre de 2015

De la lucidez lingüística y otros monstruos [LXXV]

Camila Guette


         “El despertar de la lucidez puede no suceder nunca, pero cuando llega, si llega, no hay modo de evitarlo; y cuando llega se queda para siempre”, nos decía el profesor en la película Lugares comunes, del director argentino Adolfo Aristarain. Así es el despertar de la lucidez lingüística, una vez que esta llega, lo hace para quedarse. Y con lucidez lingüística no me refiero a erudición, sino más bien a todo lo contrario: puesto que somos conscientes de la lengua (cosa que no le pasa a un hablante común, que no se pregunta a cada instante si la preposición que utiliza es la correcta) estamos condenados a la eterna duda cartesiana; de lo único que no dudamos es de que estamos dudando. Así, vamos descendiendo más y más del primero al noveno círculo del L’inferno di Dante en la medida en que nuestro arsenal de lenguas es mayor.
         Mi gusto por el cine reflexivo y melancólico me condujo hace tiempo hacia los senderos del cine nórdico, primero al cine sueco con Bergman y luego al finlandés, donde conocí a Aki Kaurismäki, un realizador independiente hoy en día muy popular en Europa gracias a su última película grabada en Francia: Le Havre. Al ver sus películas anteriores grabadas en finés, quedé fascinada por los soundtracks y empecé a interesarme tanto por la música finesa, como por su contenido. Me llamó mucho la atención lo fácil que se pronunciaba el finés, así que comencé a investigar en Internet sobre esa lengua (ya que cada vez que escucho una lengua que suene bonito, quiero aprenderla) y no pude evitar caerme de la silla cuando leí que el finés tenía alrededor de 15 casos: nominativo, partitivo, genitivo, acusativo, inesivo, elativo, ilativo, adesivo, ablativo, alativo, esivo, translativo, comitativo, instructivo, abesivo. Y yo que pensé que el latín era difícil. Aún lucho con el alemán y lo poco que aprendí de griego porque tienen cuatro casos. Es verdad que lo difícil no debe desmotivarnos, pero es que el genio de esa lengua o se pasó de listo o fue forjado por los mismísimos vikingos. Y es que las quince desinencias no solo afectan verbos, sustantivos y adjetivos, sino que además se declinan los adverbios y algunas preposiciones.
         Antes de estudiar idiomas modernos, en la era de mi inocencia lingüística, hubiese gritado: ¡pero esta gente está demente! Mejor dicho, no hubiese entendido ni qué es un caso, ni qué es una declinación. Hoy en día, no diré que están dementes, creo más bien que hay que cambiar el método de aprendizaje: aprendamos las lenguas como niños, de manera inconsciente, luego estudiemos la gramática. Recuerden: fabulor ergo cogito, ergo sum (hablo, luego pienso, luego existo). Ahora, volviendo al tema de la lucidez, la duda y todos esos monstruos, creo que, de todas maneras, siempre será mejor dudar cuatro veces que quince.

camila.guette@gmail.com





Año III / Nº LXXV / 28 de septiembre del 2015

lunes, 21 de septiembre de 2015

Entre perlas, citas y plagios [LXXIV]

Azury Mendoza


         A modo de introducción, hago un mea culpa bien vergonzoso, so pena de someterme a las sanciones sociales que explicaban Grice y su combo: también yo me engrincho, me espeluco y me persigno a la hora de hacer citas. No, no esas citas (las médicas, aunque aplica), ni las otras (las de placer, aunque esas también), sino las otras aquellas: las de todo trabajo de investigación.
         Dicho de otra forma, se me mueve el tucungo aunque no sea de gozo, como muy bien explican Mahuampy Ruiz e Isabel Matos en la entrada número LIII de este mismo blog. Es que las normas APA-UPEL (FALTA FECHA) con sus actualizaciones, revisiones y demás misiones (como expone Edgardo Malaver en su entrada “Tu misión, Jim, si decides aceptarla...”, publicado en el número VII, ibíd.), resultan ser un instrumento del demonio para hacer la Tesis: imposible.
         También yo me he abstenido de colocar citas que vendrían como anillo al dedo al punto que intento demostrar con tanta tinta y tanta paja (otra vez, ibídem, ejusdem, Ob. Cit. y demás; esta vez por Laura Jaramillo, entrada número L). Ah, sí, y todo por culpa de la veracidad de la fuente, y la forma de expresar en papel tal veracidad. Y tal fuente.
         Esto me ocurrió recientemente, cuando, por observaciones hechas por mi querido Edgardo Malaver (¿ameritará una cita esta referencia?), hacía las correcciones a lo que después fue mi debut en este blog: “La diabetes es grave (o la esdrujulización a la venezolana)” (¿también tendré que citarme a mí misma?). En su versión más primigenia, existía esta cita a modo de epígrafe:

“—Profesor, ¿la diábetes es grave?”, a lo cual le respondió “Sí, la diabetes es siempre grave, nunca esdrújula”.

         Cuando me disponía a compilar las referencias, terminé metiéndome en camisas de once varas: en mi caso particular, leí esas líneas por vez primera en la compilación que Monte Ávila Editores, en su serie Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, hizo de la obra de Ángel Rosenblat: Buenas y malas palabras. Una selección (2004).
         Pero luego, al googlear un poco, me topé con que esas mismas líneas también se le atribuyen al sabio Dr. Santiago Ramón y Cajal (Premio Nobel de Medicina en 1906). Esto de acuerdo a Valera-Cárdenas et al. (2011). Inmunoglobulina y enfermedad hemolítica en neonatos. MedULA 20: 87-91, corregido por Salinas, P. (2010). Entonces, como se diría en cada episodio del Chapulín Colorado: Y ahora, ¿quién podrá defenderme? Me queda bien claro que no vendrán en mi auxilio ni la APA-UPEL, ni la Chicago, ni la Vancouver...
         Decidí omitir el muy pertinente epígrafe y aprovecharlo para esta entrada. En todo caso, mientras sigo buscando al verdadero padre del muchacho, me apego al último guiño-comentario hecho por el mismísimo Rosenblat en “¿Diábetes o diabetes?”: E se non è vero è ben trovato.
         En conclusión, los nunca bien ponderados y malqueridos plagios resultan ser, muchas de las veces, casos en los que faltó pericia o atención para citar una perla, o incluir un par de comillas o cursivas que habrían bastado para evitarse malos ratos, y mala fama... Y que lo digan Javier Vidal... o Ricardo Azolar (Los platos del diablo, 1985).


azurybrian@gmail.com



Año III / Nº LXXIV / 21 de septiembre del 2015

lunes, 14 de septiembre de 2015

¿Ah?, ¿apóstrofo? [LXXIII]

Edgardo Malaver


         Ciertamente, tal como ha estado usted pensando desde la semana pasada, ese signo que usa de vez en cuando para señalar que está omitiendo algún sonido en una palabra se llama apóstrofo, no apóstrofe. En mi caso, lo conocí cuando comencé a estudiar inglés. Luis Manuel Rojas y yo, un día a mitad de primer año de bachillerato, le preguntamos al profesor cómo se llamaba esa “comita” que él ponía en el don’t, en el wasn’t y en el won’t, y él, con toda la apariencia de saber lo que decía, nos respondió: “Apóstrofe”. Por aparentar, aplausos; por lo otro...
         El problema es casi nulo —para los tiquismiquis serios de la lengua, que, a pesar de las apariencias, no abundan—, porque a nadie se le ocurre pensar, si le dictan: “Doble ve, o, ene, apóstrofe, te”, que tiene que citar a Homero, a Dante o a Bello en medio de una negación del auxiliar de futuro. El contexto y el sentido común, sin que uno se esfuerce, conducen rápidamente a la solución. El verdadero problema son los tiquismiquis superficiales, los que creen que el conocimiento de la lengua sólo es útil para restregarles a los demás en la cara la ignorancia de la que ellos mismos padecen. Por eso son... tiquismiquis.
         Intentando infiltrarme en el primer grupo, llevo unos 20 años deteniéndome fielmente en cada apóstrofo que me tropiezo en español y hoy siento que ya puede ser el momento propio para expresar la conclusión que más me seduce desde hace miles de días: que el apóstrofo no hace ninguna falta en español. ¿Para qué hace falta escribir pesca’o, si escribiendo pescao está perfectamente dicho lo que se desea decir? ¿Está mejor escrito Mira, m’hijo que Mira, mijo? Si es cierto que se desea indicar dónde falta un sonido, ¿por qué nadie escribe fó’foro, e’cepción, contr’ataque? En la oralidad, decimos todo el tiempo frases como Vamos a venos mañana pa contanos to los chismes y luego en la escritura algunos intentan “adecentarlas” con apóstrofos. ¿De veras necesitamos indicar en la escritura dónde estamos omitiendo sonidos?
         Por otro lado, en multitud de casos, la simple sustitución de un fragmento de palabra por el apóstrofo no es suficiente para representar por escrito lo que se desea transcribir. Por ejemplo, el infinitivo  corre’ no dice que lo que se desea decir. La aplicación de las sencillas reglas de acentuación, por lo menos en estos casos, sería lo ideal para transcribir, por ejemplo, Ayer salí temprano a corré por la playa.
         No voy a revisar aquí lo que dicen las reglas sobre el uso del apóstrofo porque casi no dicen nada, ni lo que dicen los sabios (los respetables y los impresentables), las discusiones sin destino en que se embullen, porque la señal más clara de que el apóstrofo no hace falta en español (en el formal, como mínimo) es la existencia de nuestras contracciones: al y del. En inglés y en francés, que son las lenguas extranjeras de las que puedo hablar con propiedad, las contracciones se hacen con apóstrofo, sí. En español se hacen sin él y la cosa ha funcionado de lo lindo desde que el mundo es mundo. Todos decimos, por ejemplo, “La muchacha del mercado” y si lo escribimos, lo escribimos sin apóstrofo, y todo el mundo está de acuerdo en no reaccionar en contra. Usamos la construcción al fin y al cabo, y así la escribimos y todos la reconocemos como lo más apropiado. Es, simplemente, la forma de construir contracciones en español. Pero luego aparecen otros casos, en los que uno siente que necesita crear una “contracción”. ¿Por qué utilizar el mecanismo de otras lenguas, si la española tiene el suyo, que es tan sencillo y eficiente? Una idea como “Voy para el Zulia” puede escribirse (no porque lo diga yo, sino porque se puede): “Voy pa el Zulia”, pero también puede escribirse: “Voy pal Zulia”. En ninguno de los dos casos hace falta el apóstrofo, como haría en francés o en inglés.
         Habrá —ojalá— quienes digan que el apóstrofo sí hace falta para mostrar nuestro esfuerzo por ser exhaustivos en la escritura. Loable objetivo, pero entonces me pregunto por qué tanta gente le da tan poca importancia a la necesidad de señalar el inicio de las preguntas, el final de las oraciones, la sílaba acentuada, las mayúsculas, las incisas, las sangrías, las abreviaturas, etc., etc., etc.

emalaver@gmail.com



Año III / Nº LXXIII / 14 de septiembre del 2015

lunes, 7 de septiembre de 2015

¡Oh, apóstrofe! [LXXII]

Edgardo Malaver



         Homero, en el siglo VIII antes de Cristo, comienza la Odisea exclamando: “Canta, ¡oh, musa!, la historia de aquel hombre que por mil senderos anduvo errante mucho después de vencer en la sagrada Troya”. Dante, comenzando el siglo XIV, termina su Divina comedia cantándole a María: “Oh, Virgen madre, hija de tu hijo, / la más humilde y alta criatura, / del santo plan de Dios término fijo, / tú ennobleciste la humana natura / hasta tal grado, que su autor / no desdeñó el hacerse de esa hechura”. Bello, en el siglo XIX, canta también en su Alocución: “Divina poesía, / tú, de la soledad habitadora, / a consultar tus cantos enseñada, [...] tiempo es que dejes ya la culta Europa”.
         Esta forma de comunicarse, de decir, de conmover, ha sido útil durante casi tres mil años, y no sólo a los poetas: todos los hablantes de todas las lenguas hacemos uso constante del apóstrofe, siempre con el mismo fin, el mismo que ya antes de Cristo le daban los griegos. El apóstrofe, aunque muchos crean otra cosa, es un recurso estilístico —o figura retórica— que consiste en dirigirse, en medio de un discurso y con expresiones por lo general vehementes y enfáticas, a algún ente humano o espiritual, concreto o imaginario, que puede estar presente o ausente en el auditorio. Va, pues, expresado en segunda persona, aunque se refiera, como puede suceder, al propio emisor del discurso.
         En una clasificación sencilla (si tal cosa es posible en retórica), los recursos estilísticos pueden dividirse según su intención: los que apelan al logos, es decir, a la razón del hombre, que están ligados al tema y contenido del discurso; los que recurren al ethos, a la moral, y atañen al emisor, y los que explotan el pathos, las emociones, y se relacionan con el receptor. El apóstrofe pertenece a este último grupo y, como puede deducirse, intenta “persuadir” (mover, excitar, llamar) apuntando a las pasiones del que escucha (o el que lee), siempre con palabras.
         No es extraño, considerando el origen de la retórica. Aunque suele hablarse también de figuras literarias, la retórica tuvo su origen en la actividad política, en la necesidad de convencer a los opositores en la naciente democracia ateniense en el siglo V antes de Cristo. En principio, una causa noble: intentar ganar batallas verbales en lugar de lanzar cuchilladas a los enemigos y recibirlas de ellos. Sin embargo, el uso del apóstrofe y, en general, del pathos, no sólo en el siglo V antes de Cristo sino incluso hoy, nos ha llevado en muchas ocasiones, y por el camino corto, a la guerra.
         Demóstenes se metió en buen número de líos por causa de sus apóstrofes en contra del rey Filipo, padre de Alejandro Magno. Los revolucionarios franceses, aun predicando la fraternidad, cantaba desde 1792 un apóstrofe que luego se convirtió en su himno nacional (y que no puedo citar si no es en francés): “Allons, enfants de la Patrie, / le jour de gloire est arrivé!”, estimulándose para “inundar los surcos” con la “sangre impura” de sus enemigos. El recuerdo más claro que tenemos de la Batalla de Las Queseras del Medio es el apóstrofe del general Páez: “¡Vuelvan caras, carajo!”.
         Los apóstrofes suelen hacer alusión a situaciones dolorosas o patéticas (de pathos).  Salomón apostrofa a Yavé diciéndole: “Desde los abismos invoco tu nombre, ¡oh, Dios! ¡Señor, escucha mi voz!”. En el Evangelio de san Mateo, Jesús se lamenta: “¡Ah, Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te envío! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina que bajo sus alas reúne a sus polluelos, y tú te resistes!”. Cervantes (o Ricardo, el protagonista de El amante liberal) se queja así de su fortuna: “¡Oh, lamentables ruinas de la desdichada Nicosia [...]! Si como carecéis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos, pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias”.
         Otros traen un poco de esperanza a quien escucha, como el de Gardel en su tango más afamado: “Mi Buenos Aires querido, / cuando yo te vuelva a ver, / no habrá más pena ni olvido”. No lo olvide: un apóstrofe no es lo mismo que un apóstrofo (sí, señor, con o), y para conocer esa diferencia, ¡oh, desocupado lector!, tendrá usted que guardarnos fidelidad, por lo menos, hasta  la semana que viene.


emalaver@gmail.com



Año III / Nº LXXII / 7 de septiembre del 2015