Edgardo Malaver Lárez
Amelia
Bloomer posa en 1853 con su revolucionaria vestimenta, sin saber el éxito que tendría en el futuro |
Existe en
español una palabra cotidianísima que mucha gente trata de evitar en la lengua
hablada. Le tienen grima, sienten como que se les ensucian las manos al
pronunciarla, que con ella se acercan a decir una obscenidad. Habrá también
quienes la odien porque para ellos representa misterios humanos a veces molestos,
otras dolorosos... o vergonzosos.
La palabra pantaleta,
por ejemplo, es tan incómoda para tantos hablantes en algunos ámbitos del
español hablado en Venezuela que muchos prefieren contrabandear alguna otra palabra
de otra lengua para no temblar de pudor al decirla. En Margarita, por ejemplo, muchas
personas, al menos en situaciones formales, evitan llamar pantaleta a la
prenda íntima femenina. Hace muchos años me puse a preguntarle a algunas
personas qué sensación les daba esta palabra y algunas respondieron haber
tenido siempre la de desagrado ante un objeto sucio o contaminado. Otras
personas sentían que, en lugar de mencionar el objeto, la prenda, al decir pantaleta,
estaban mencionando el órgano que oculta, que es en realidad lo íntimo, lo que
ha estado siempre cubierto de misterio y, además, es pecaminoso, irrespetuoso,
indecoroso mirar, tocar e involucrar en ciertos actos. En consecuencia, es más
bien indecente (o hasta hace poco lo era en todas partes) dejar ver las pantaletas,
no digo puestas en el lugar del cuerpo que les corresponde, sino tan sólo
colgadas al sol o guardadas en su gaveta.
¿Qué han
hecho los margariteños para solucionar tamaña dificultad? Contrabandear una
palabra “más decente” de otras costas. No es en realidad que hayamos
contrabandeado la palabra, sino que ella vino empaquetada en los cargamentos de
ropa y otros artículos que en el pasado los margariteños importaban ilegalmente
desde la isla de Trinidad. Eran en muchísimos casos los pescadores, que
conocían también las aguas trinitarias, los que traían en sus embarcaciones el
contrabando. Pronto comenzaron los margariteños a llamar a la controvertida
prenda por el nombre que probablemente venía en el paquete, o simplemente como
recordaban que la llamaban en Trinidad: bluma.
Y esta
palabra, que en Margarita muchos usan como eufemismo, tiene un origen digno de
conocer, aunque no haya nacido en Trinidad. En los años 1850, la activista de
los derechos de la mujer Amelia Jenks, nacida en Nueva York en 1818 y casada en
1840 con Dexter Bloomer, comenzó a vestir faldas que eran más cortas de lo
regular, pero llevando siempre debajo de ella unos “pantalloons”, “pantalones
turcos”, como parte de su campaña social para reformar las condiciones de vida y
derechos de las mujeres, que incluía cambios en la vestimenta. Amelia Bloomer,
que además era editora de un periódico de mujeres, aparecía en público, daba
discursos y participaba en conferencias vestida de este modo, y sus seguidores
y oponentes comenzaron a llamar bloomers la nueva prenda, que pronto
comenzó a utilizar la mayoría de las mujeres, no solamente de Nueva York sino
de otras ciudades de Estados Unidos.
La prenda y
la palabra se difundieron por todo el mundo. La primera ha evolucionado a su
mínima expresión, pero la palabra parece seguir incólume. Los hablantes del
inglés en Trinidad, país al que en la época de Bloomer aún le quedaban más de
100 de dependencia de Inglaterra, pronunciaban —y pronuncian— la palabra a la británica:
/ˈbluːmə/, que
los hablantes del español decimos y escribimos: bluma. No hace falta
contar más.
Llegados a la
actualidad, después de tanto desprecio hacia pantaleta, es bluma la
que a muchos nos suena más bien vulgar y falta de educación. He leído
recientemente que en otros países no usan ni una ni otra, y en Cuba, quizá por
la influencia de Estados Unidos, dicen más bien blúmer. Hay bombacha
en Argentina, Paraguay y Uruguay; calzón en México, Colombia, Chile y Bolivia;
panty en Perú y Panamá; braga en España, etc. ¿Por qué los
venezolanos utilizan lo que parece un atrayente diminutivo de pantalón?
Yo sé que no hay porqué.
Así como
cada ser humano es el fruto de un azar milagroso que se repite, duplicado, en
cada generación, una fundición de células que pueden venir en vuelo directo desde
el otro lado del mundo, las palabras también llegan a nosotros por rutas tan caprichosas
como las marítimas, comerciales e incluso ilegales. No se detienen en su búsqueda
de caminos para alcanzarnos, para hacerse nuestras, para darnos luz.
emalaver@gmail.com
Año
XI / N° CDXXXIV / 2 de octubre del 2023