Edgardo Malaver
Richard Nixon en 1974, asumiendo las consecuencias de su tramposería. Foto: O.F. Atkins |
Cuando
uno ha jugado metras en la infancia, sabe con certeza que hacer un mínimo
truco, cualquier insignificante abuso que nadie percibe al principio del juego,
traerá el amargo resultado de perder buena parte de las metras que haya logrado
a lo largo de él. Por más que a uno le vaya bien, por más que el azar compita
de su lado y le llene la bolsa, llegará un momento en que un pequeñísimo error
desencadene la avalancha y ya no habrá nada de nada que pueda hacerse para
detener la ruina. Y entonces latirá en la mente del tramposo el momento fatal
en que cometió el primer error, el error de engañar a sus competidores.
Éstos,
por su lado, cuando llegan a sentir que hubo algo fuera de regla, murmuran para
sus adentros: “Tramposería sale”. ¿Tramposería? La expresión tramposería sale, cuyo enrevesamiento
morfológico delata una dulce resonancia infantil, es quizá el último recurso al
que se aferra aquel al que le queda latente una tenue sospecha, o incluso quien
tiene la certeza pero no tiene pruebas, de que le han hecho trampa, que lo han
estafado, que le han jugado sucio, y no puede hacer nada al respecto, al menos
en el momento.
Es
tan sabia la expresión, como suele
suceder en el habla popular, que no hay por qué circunscribirla a los juegos
infantiles. Uno puede recurrir a ella, por ejemplo, ante una decisión judicial
injusta, que no le favorece, pero ante la cual no tiene recursos con que
actuar.
El
enrevesamiento morfológico de tramposería
consiste, como es evidente, en que se forma sobre el adjetivo tramposo y no sobre el sustantivo trampa, que por sí solo sería apropiado
para indicar lo que se desea. El diccionario de la Academia, sin embargo, nos
dirige a trampería, y dice que es
frecuente en Ecuador, Perú y Puerto Rico. De todos modos, la definición que da
es la que conocemos en Venezuela: “Acción propia del tramposo”. Cualquiera que
oye decir tramposería se imagina a un
niño (o a un extranjero que comienza a aprender español) que no encuentra cómo llamar
la tienda donde se venden sillas y dice sillería,
o el lugar donde se fabrican botellas y dice botellería.
Tiene
mucho sentido que la palabra se forme a partir de tramposo y no de trampa,
puesto que se concentra en el cuestionamiento en contra del que urde el engaño
o protagoniza su ejecución. La lengua —o más bien el hablante— logra este fino
señalamiento gracias al sufijo -ería,
que tiene cuatro funciones posibles en su tarea de construir nuevos
sustantivos: destacar la pluralidad (de balcón
proviene balconería), resaltar la condición
moral (de bravucón nace bravuconería), indicar el oficio o lugar
(de albañil surge albañilería) y señalar la acción o
expresión (de coqueto obtenemos coquetería). Observemos que entre las
cuatro posibilidades, la única que, al menos mayormente, trasforma adjetivos en
sustantivos es la segunda. Y es también la única que involucra tintes peyorativos
en la torcida “condición moral” de la que habla. Una tramposería es, ya sabemos,
un acto reprochable.
También
nos interesa aquí la cuarta función, que implica, aunque no para cuestionarlos,
el acto o dicho del sujeto. Una acción o expresión de alguien bien puede ser
tramposa, es decir, puede ser una tramposería... y en la sabiduría popular, importa
también que, sea cual sea, el fraude, al final, se va a descubrir.
En la
infancia, tratándose de metras, nada hay más doloroso que perderlas, y mucho
más si es uno mismo el culpable. En las relaciones amorosas, los problemas que
sobrevienen por causa del engaño son incalculables, algunas veces se sufren de
por vida, otras hasta se pierde la propia vida. En la política, como la verdad
siempre sale a flote, los tramposos sólo se ganan la mala voluntad de la gente.
Puede ser que al principio no se percaten muchos votantes, pero siempre,
siempre, tramposería sale.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CLXIII
/ 31 de julio del 2017