Edgardo Malaver Lárez
Siempre se tropieza uno con la
misma disyuntiva en la noche de san Silvestre, la misma dubitación, la misma ambigüedad:
¿estar contento porque se aproxima un tiempo nuevo o entristecerse porque está a
punto de acabar una época que, a fin de cuentas, no nos ha tratado tan mal? Maracaibo
15 lo pone en términos diáfanos, al cantarle al viejo año lo que todos podríamos
decirnos a nosotros mismos:
Las cosas viejas como tú las botan
y más si saben que otro llegará,
pero no llores, échate un trago,
que yo te recordaré
por los ratos que de felicidad
en tus días yo pasé”.
La noche del 31 de diciembre se
encuentra, como bien dijo Rubén Darío, “a la orilla del abismo misterioso de lo
eterno”. Nos levanta, como a Jorge Luis Borges, “la sospecha general y borrosa del
enigma del tiempo”. Es un instante infinitamente efímero en que estamos en el borde
entre lo enteramente conocido y lo totalmente por conocer. Es el “mezzo del camin”
de Dante revivido cada año, en un solo minuto.
El eslabón entre una cosa y la
otra, entre los significativos “ratos que de felicidad en sus días hemos vivido”
y los enigmáticos y borrosos siglos que nos ofrece ahora el abismo de lo eterno,
entre el más acá y el más allá de esa orilla, entre la certeza de lo vivido y el
vacío de lo aún por vivir, tiene que ser la memoria, que reconoce lo primero y no
se halla a gusto, aún, en medio de lo último. La memoria, que a nada se aferra como
a lo vivido, bello o macabro, nos lleva a sentir aprehensión respecto de lo que
ha de venir después de las “doce irreparables campanadas”.
Andrés Eloy Blanco, solo en Madrid
a medianoche del 31 de diciembre de 1923, recuerda a su madre y no puede disfrutar
la fiesta que lo circunda. Como el gaitero, observa que el mundo está contento en
un momento en que él está triste. El año termina y el poeta mira hacia atrás, que
es como mirar hacia sí mismo, hacia su interior. Se da cuenta de que “por aquella
balumba en que da gritos la ciudad histérica”, su soledad y el recuerdo “marchan
como dos penas”. Y esta soledad es más solitaria por la presencia de la memoria,
la que no se acostumbra con docilidad a lo nuevo, por más alegría que nos prometa:
Yo estoy tan solo, madre,
¡tan solo!, pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo y el recuerdo es un año
pasado que se queda”.
emalaver@gmail.com
Año II / Nº XXXVII / 29 de diciembre del 2014