Edgardo Malaver Lárez
Marisela, obra de Douglas Castillo, mira el cielo en Apure, Venezuela |
San
Felipe Neri (1515-95), según cierta tradición oral, una vez escuchó la confesión
de una mujer que se arrepentía de haber calumniado a una vecina. El santo vio
en ella la pena del remordimiento y le explicó que, excepcionalmente, le iba a
poner la penitencia antes de darle la absolución. Le pidió que fuera a su casa
y eligiera la gallina más gorda que tuviera. Luego, la penitente tenía que buscar
el centro justo de la Plaza de San Pedro y desplumar ahí la gallina. Sólo
después podía volver al confesionario para recibir el perdón.
La
mujer fue a su casa y escogió la gallina, la llevó a la plaza y la desplumó y
volvió al templo para contárselo al confesor. “Padre, deme la absolución porque
he cumplido la penitencia”, debe haberle dicho, contenta de que hubiera sido
tan sencillo. Pero el sacerdote, según la tradición, le contestó: “No, antes
tienes que regresar a la plaza y recoger todas las plumas que le arrancaste a
la gallina”.
La
lengua, como concluye Quevedo en uno de los tantos cuentos que se le atribuyen,
es lo mejor que tiene el hombre, pero es también lo peor. Con la lengua
hablamos de amor, con la lengua enseñamos cosas buenas a nuestros hijos, con la
lengua bendecimos a Dios; pero también con la lengua nos insultamos unos a otros,
con la lengua sembramos intriga entre los hermanos, con la lengua causamos
dolor y vergüenza.
Con
una sola palabra puede uno salvar a una persona de la desesperanza y la soledad,
pero también con una sola palabra puede hundirla y destruirla. Con una palabra
cambió Santos Luzardo la visión que tenía Marisela de sí misma, que le permitió
abandonar el estado de salvajismo en que la habían dejado sus padres para
convertirse en una mujer bella y responsable de su propia vida. También con una
sola palabra aquella ave infernal aplastó en el suelo, para siempre, al ya
desconsolado protagonista del poema más célebre de Edgar Allan Poe.
“Por
toda palabra ociosa será juzgado el hombre”, les dijo Jesús a los fariseos. Y
agregó que será por el uso de la palabra que se le perdonará o se le condenará.
Años más tarde, un amigo suyo, Santiago, escribiría: “El que puede dominar su lengua
será capaz de dominar todo su cuerpo”.
Hablar,
entonces, no es sencillo, no es cosa de juego. Hablar, en todos los contextos,
es más bien arriesgado. No sabemos nunca qué camino van a tomar nuestras
palabras ni qué semilla van a sembrar en los corazones donde caigan. No es sensato
pensar que las palabras son apenas eso, palabras. No hay palabra que sea solamente
una palabra. Las palabras pueden ser piedras que hacen heridas, murallas que no
se pueden saltar, océanos que se pueden cruzar.
Además,
las palabras se las lleva el viento, como se llevó las plumas de la gallina de aquella
calumniadora. Recurrimos a esta expresión para implicar que lo que se dice
carece de firmeza y significado, pero resulta que ahí está justamente el peligro,
porque el viento se devuelve, siempre se devuelve. Y la suave brisa que soplaba
cuando dijimos una "simple" palabra puede regresar convertida en huracán. Y no se
puede hacer nada para detener un huracán.
En
suma, hablamos más de lo que es sabio hablar, hablamos demasiado sin pesar las
palabras que decimos, y lo menos que hay que hacer en la vida es usar la
palabra con descuido. Decir es adquirir un compromiso, sea para bien o para
mal. Decir nos ata a lo que hemos dicho, sea que hablemos para acariciar o para
golpear. Por algo en algunos países les dicen a los arrestados, como en las
películas: “Tiene derecho a permanecer callado. Todo lo que diga puede ser y
será utilizado en su contra”. El silencio, por ende, también tiene su valor, y
no se lo lleva el viento.
emalaver@gmail.com
Año X / N° CCCLXXX / 28 de febrero del 2022
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