domingo, 31 de diciembre de 2023

Y un río de Nocheviejas [CDXL]

Ariadna Voulgaris

 

 

Nochevieja en París, 1923

 

 

 

         En rigor, el título de esta notita, para conectar con la semana pasada, debería ser “Y 441 Nochebuenas”, pero con la imagen del río es más poético.

         Quizá algunos se acuerden de mí, aunque la última vez que me leyeron fue en noviembre del año pasado. Entonces les dije que aquel artículo llegaba un año tarde, y ahora está pasando algo parecido, aunque esta vez no he faltado a ninguna promesa.

         Lo que vengo a decirles hoy es sencillo: así como llevamos ya 800 años exactos celebrando la Navidad con los hermosos nacimientos que construimos casi todos en casa para esperar a Jesús en la noche del 24 de diciembre, también estamos celebrando hoy los 441 años, quizá más bien 440, quizá algunitos menos, de celebrar la víspera de Año Nuevo. Por lo que he leído en estos días, se entiende que nos estamos poniendo parranderos los 31 de diciembre desde el año 1582. Como diría mi santa madre, ¿qué se puso ese año en el maquillaje, pa que nos acordemos de él? Que cambiamos del calendario juliano al calendario gregoriano. El papa Gregorio XIII aprobó la corrección del retraso que había en el calendario, y en aquel octubre el mundo entero, por lo menos el europeo y cristiano, se fue a dormir el jueves 4 y, la mañana siguiente, se despertaron el viernes 15. Pero aquello no fue maquillaje. Todo el mundo terminó adaptándose a esta decisión. Los rusos resistieron hasta llegado el siglo XX, pero de la Revolución para acá, a pesar de que hubiera sido un punto irrenunciable para los santos bolcheviques, no han vuelto a hacer ruido con eso.

         También sucedió, aunque esto fue de más lento “acostumbramiento”, que al final del año la gente comenzó a hacer fiesta al llegar al final de aquel nuevo calendario. Quizá, elucubro yo aquí, ilusamente, fue en ese año o en esa época, que la mayoría comenzó a tener conciencia de la existencia de los calendarios para llevar la cuenta de los días. No me hagan caso.

         Por eso digo —¿me estás escuchando, Alejandra, mi santa?—, que son 800 Nochebuenas y 441 Nocheviejas. Y llego así al bello detalle lingüístico, sin el cual el director de esta publicación, ahora que usa lentes, lo mira a uno por encima de las monturas, como diciendo: “¿Tú me estás hablando en serio, criatura?”. Que la palabra nochevieja, por la cual se ha conocido tradicionalmente a la última del año, es una ingeniosa composición que “imita” la composición nochebuena. El que es viejo en verdad es el año, como en la gaita maracucha, pero metonímicamente se comprende que se llame así a la última noche. Es igual con la Nochebuena, que, en realidad, el que es bueno es Dios, pero metonímicamente...

         Mi amiga Alejandra dice que para ella la Nochevieja es la “octavita” de la Navidad. Es una razón para seguir con la parranda toda una semana. A mí me suena siempre una palabra muy española, o sea, española de España, propia de la forma en que los españoles hablan nuestro idioma. Seguramente se debe a que, en mi infancia, aprendí esa palabra en su casa, donde disfruté un río de Nocheviejas, cuando en la mía no recuerdo que los mayores la usaran. Y en su casa era natural, porque los cuatro abuelos de mi amiga eran españoles de España, y sólo la Navidad celebraban con más alegría que la Nochevieja.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXL / 31 de diciembre del 2023

EDICIÓN DE NOCHEVIEJA

 

 

  

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domingo, 24 de diciembre de 2023

Ochocientas Nochebuenas [CDXXXIX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Misterio, Sagrada Familia... Jesús, María y José, el trío sin el cual
no habría Navidad. Foto del autor

 

 

         Sin pretensiones de pasar a la historia por ello sino para poner en la imaginación de la gente la escena que protagonizaron Jesucristo y sus padres la noche de la primera Navidad, san Francisco de Asís, hace exactamente 800 Nochebuenas, creó y legó al cristianismo una tradición que ha perdurado hasta el día de hoy en el mundo entero. Y armó el pequeño “teatro” en una cueva de Greccio, Italia, con personajes vivos probablemente para que el movimiento y las palabras aumentaran la fe de los que presenciaran aquella mímesis del singular acontecimiento, a la vez místico e histórico.

         Aquella escena, descrita escuetamente, incluso con divergencia de detalles, por los evangelistas, recibe en la actualidad varios nombres: nacimiento, pesebre, belén, portal, misterio. En cualquier conversación cotidiana sobre la Navidad, estas palabras pueden parecer simples sinónimos, pero cada una de ellas tiene su significado y, además, incluye elementos diferentes.

         Nacimiento, el término más genérico, hace referencia casi en exclusiva a, digamos, pocas horas alrededor del parto de María. En la escena la vemos en actitud de adoración hacia su recién nacido hijo, igual que José. Apenas los acompañan la mula y el buey. Suele estar por encima de ellos el ángel que anuncia la noticia a los pastores y los invita a adorar a Jesús, y los propios pastores que se acercan junto con sus ovejas. A lo sumo, pero no siempre, aparecerán aquí los reyes magos con sus camellos.

         La música popular menciona mil veces a estos personajes que se congregan para doblar las rodillas ante Jesús. Incluso los animales están presentes para simbolizar la sumisión de la naturaleza ante el creador de todo. En Venezuela hemos disfrutado durante muchos años aquel villancico de Iván Pérez Rossi, “Corre, caballito”, cantado por Serenata Guayanesa, que dice:

 

San José y la Virgen, la mula y el buey

fueron los que vieron al Niño nacer.

 

Así de escueto es el nacimiento. Y los animales son infaltables, ausentes como el Niño de todo mal y todo desvío del corazón.

         Y Simón Díaz, en “El becerrito” (mejor conocida como “La vaca Mariposa”), incluso se vale de animales para que protagonicen la historia del nacimiento de Jesús:

 

La vaca Mariposa tuvo un terné,

un becerrito lindo como un bebé [...].

Y los pericos van y el gavilán también,

con frutas criollas hasta el caney.

 

Más adelante dice:

 

La sabana le ofrece reverdecer.

Los arroyitos todos le llevan flores por el amanecer

 

El nacimiento se centra en Jesús, que es adorado por sus propios padres y todas las criaturas que existen.

         Por otro lado, existe el término pesebre, que narra más episodios e incluye, por ende, más elementos. Comienza más o menos en el momento en que el ángel Gabriel anuncia a María que “ha alcanzado gracia ante Dios” y tendrá un hijo que engendrará en ella el Espíritu Santo. Sigue con la visita de María a su prima Isabel, también embarazada, el viaje desde Nazaret a Belén, la búsqueda de alojamiento, el propio nacimiento del Niño, y luego también la llegada de los sabios de Oriente, la huida a Egipto, poco más. El pesebre es, por tanto, más histórico-educativo, más narrativo y más místico que el contemplativo nacimiento. Me gusta pensar que es esta cadena de escenas la que san Francisco presentó ante el pueblo en Greccio.

         La palabra belén, como es sencillo pensar, es una metonimia del lugar donde ocurrieron los hechos. En la retórica clásica sería una sinécdoque. Se nombra el suceso por el nombre del lugar donde sucede. Jesús nació en Belén, entonces, llamemos belén a la escenificación de su nacimiento. Se circunscribe, ergo, a lo que sucedió una vez que la Virgen embarazada y José llegaron a la ciudad natal de él, y ha de extenderse sólo hasta el momento en que la familia sale huyendo hacia Egipto para salvar a Jesús de la sentencia de Herodes.

         En América, por lo que parece, se difundió la costumbre de instalar belenes en casa o en lugares públicos durante el reinado de Carlos III, que fue rey de España desde 1759 —pero que lo había sido de Nápoles y Sicilia antes, desde 1734— hasta su muerte en 1788.


Nacimiento con toques populares
e infantiles. Foto del autor


         El cuarto término es portal. Según mis observaciones, a no ser por las canciones de Navidad, no se usa en Venezuela (pero uno nunca sabe). ¿Se habrá comenzado a llamar portal a la escena del nacimiento a partir de la simplificación de la escena, es decir, una especie de silueta de una casa bajo cuyo techo aparecían siluetas de las figuras de la Virgen, de José y del pesebre donde dormía Jesús? También es muy simbólico que el Hijo de Dios hubiera nacido en la puerta de la calle de una casa ajena, en la entrada de una ciudad extranjera, en el portón de un establo. Como símbolo, el portal ha cumplido su misión de abrigar la llegada al mundo de un hombre que venía para ser puerta al cielo para los demás hombres.

         La literatura oral ha recogido ese sentido de una hermosa manera en el villancico anónimo “Alegría, alegría”:

 

Alegría, alegría, alegría,

Alegría, alegría y placer,

que esta noche nace el Niño

en el portal de Belén.

 

Oigamos también en este punto el conocido villancico aquel de Raphael: “El tamborilero”:

 

[...] Ha nacido en el portal de Belén

el Niño Dios

 

Yo quisiera poner a tus pies

algún presente que te agrade, Señor.

Mas tú ya sabes que soy pobre también

y no poseo más que un viejo tambor...

ro po pom pom, ro po pom pom...

En tu honor frente al portal tocaré

con mi tambor.

 

La imagen del portal siempre viene acompañada con la alegría y admiración de los más humildes, que caminan para saludar y ofrecer lo mejor que tienen al hijo de María, la virgen.

         Y este personaje, María, y su virginidad nos traen al último término: misterio, precisamente porque es un misterio, es decir, un hecho cuya razón de ser es incognoscible, que, siendo virgen, María sea madre. El misterio se circunscribe a la familia mínima: incluye solamente las figuras de Jesús bebé, a veces sin pesebre siquiera, María madre y José protector. Los protagonistas, los imprescindibles, los que forman la familia que hará de Jesús un hombre de fe en medio de su mundo y de su cultura. (Algunos artistas los han representado en una sola estatuilla, unidos en un abrazo.)

         Estoy segurísimo de que san Francisco no necesitó imágenes ni actores ni teatro para sostener su fe. Las palabras deben haber hecho la mayor parte del trabajo. El pueblo, sin embargo, siempre quiere imágenes, y posee una imaginación tan extensa que, a lo largo de estos ocho siglos, a ambos lados del Atlántico, y también más allá, dejando atrás Shanghái, ha mezclado los elementos del escenario que armó el Pobre de Asís aquella lejana noche del siglo XIII con otros momentos de la historia, ha añadido los que le han proporcionado los miles de contextos de cada lugar, e incluso ha creado nuevos nombres para todo aquel escenario. Sobre todo ha logrado con ello multiplicar su belleza y su rica y enriquecedora simbología.

         Total, que la Navidad también nos trae palabras. E imágenes que nos hablan. Y música que nos arrulla, como a Jesús. Ojalá que hoy nos traiga, además, armonía. Feliz Navidad.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXXXIX / 24 de diciembre del 2023

EDICIÓN DE NOCHEBUENA

 



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lunes, 18 de diciembre de 2023

Los grafitis en la historia [CDXXXVIII]

Luis Roberts

 

 

Albucio edil, digno del cargo, vota por él. Grafiti electoral
en Pompeya. Foto: Antigua Roma al Día

 

 

 

         Hace unos días leí el resultado de un estudio que ha hecho un grupo de reputados “espeleólogos lingüísticos”, sobre cuáles son las palabras más antiguas que pronunció el ser humano, tomando ocho lenguas ya desaparecidas y algunas de hace 15.000 años. Unas son absolutamente lógicas, pero otras son sorprendentes. Mamá, papá, , yo, hombre, fuego, mano, no, eso, más, que, , nosotros, dar, quien, esto, viejo, oír, jalar, negro, ceniza, escupir, corteza, gusano. Pasamos del gruñido a estas palabras, mientras otros congéneres usaban silbidos, humo, etc., como otras especies usan chillidos o movimientos para comunicarse, pues, en definitiva, de eso va el lenguaje: de comunicarse.

         Mucho más tarde apareció la escritura. Primero en piedra y en tablas en las que los romanos escribían con el punzón, el stilus, al que siempre nos referimos en estilística. Más tarde el junco nos traería el papiro, que llenó con cientos de miles de ejemplares sobre filosofía, historia, poesía, teatro la mayor biblioteca conocida, la de Alejandría, quemada en parte accidentalmente y luego rematada exprofeso por los cristianos. Algunos filósofos griegos se oponían rotundamente a la enseñanza de la filosofía a través de la escritura, pues, según ellos, sólo la oratoria tenía la belleza suficiente para poder transmitir el pensamiento filosófico. Unos visionarios.

         Pero me quiero referir a lo que, desde Roma al menos, usaban para expresarse, para comunicarse, los que no podían tener acceso a los papiros, ni a las lápidas ni columnas de bronces, como los emperadores, senadores y ricos en general. Me refiero a los esclavos y a sus grafitis: “firma, texto o composición pictórica realizados generalmente sin autorización en lugares públicos, sobre una pared u otra superficie resistente”, según la definición de la RAE.

         El emperador Augusto, en un acto de total egocentrismo hizo erigir a la entrada de su tumba dos gigantescas columnas de bronce con el título de RES GESTAE (“Lo que hice”, en español), en el que se narraban todas sus batallas, construcciones, leyes, etc. Siglos después fueron fundidas, aunque su texto, copiado infinidad de veces, fue vuelto a poner en dos columnas parecidas por Mussolini, tan egocéntrico como Augusto, al que se quería parecer, pero en payaso y hoy todavía se pueden ver en el Foro de Augusto.

         Lápidas parecidas, pero más modestas, tuvieron otros emperadores, pero también esclavos y libertos de categoría superior, pues también entre los esclavos había categorías, como la dedicada a Titus Elius Primitivus, archimagiros, del Emperador, chef en griego, pues en latín no existía la palabra, de chef de cuisine, o jefe de los cocus, de los cocineros.

         Algunos emperadores, como Geta, asesinado por su hermano Caracalla, vio su lápida con su nombre borrado con maza y cincel, costumbre romana que luego practicarían los cristianos cuando se apoderaron de Roma, donde destruyeron templos y amputaron narices, brazos y cabeza de las maravillosas estatuas de las diosas y dioses, como relata la historiadora Catherine Nixey en su magnífico libro La edad de la penumbra.

         Volviendo a los grafitis, estos no nos dan cuenta de la política imperial, pero sí de la vida de los ciudadanos de a pie y de las legiones de esclavos que formaban el servicio de la infinidad de palatium, de los “palacios” de los emperadores, que empezaron por apoderarse de toda la colina Palatina, de ahí el nombre, y que nos muestran la cotidianidad de los ciudadanos y esclavos romanos. En el área de servicio del Palatino aún se conserva el yeso con más de 350 inscripciones o grafitis; la más famosa es de finales del siglo II e.c., y se trata de la primera representación conocida de la crucifixión: un dibujo con “chiste” dedicado por sus compañeros a un esclavo cristiano de nombre Alexamenos, con la inscripción en un griego tosco “Venera a tu dios” y en la que se ve a un crucificado con cabeza de asno, pues así calificaban y representaban los no cristianos a Jesús de Nazaret, “cabeza de asno”, sobre todo por confundir el relato con el dato, pues el relato de la crucifixión de los cristianos no coincidían con el dato de las crucifixiones romanas. Este grafiti y su explicación aparecen en el libro Emperador de Roma, de la historiadora inglesa Mary Beard.

         Los grafitis que van apareciendo año tras año en las excavaciones de Pompeya, de la que aún se ha recuperado una mínima parte, nos dan una imagen vívida de lo que era la gran ciudad de recreo millonario de los romanos. Grafitis en los prostíbulos: “Aquí tiró Flavio Cayo con una prostituta siria hermosísima”; “Aquí se hace el mejor amor griego de la ciudad”, etc. Aunque tal vez el más gracioso, que también reproduce Mary Beard, sea el que reza: “Apollinaris medicus Titi imperatoris hic cacavit bene”. Es decir: “Apollinaris médico (esclavo por supuesto), del emperador Tito, hizo aquí una buena cagada”.

Quiero terminar con los grafitis expresivos y divertidos, alejándome de Roma y yendo a Caracas, donde en el muro de una casa de cierto lujo en San Marino a una cuadra de Mata de Coco, durante años (lástima que perdí la foto y no sé si sigue ahí o tras muchos años lo borraron) había un grafiti muy propio de esta época que decía: “Las hallacas de mi madre son una mierda, mi padre es un jalabolas”.

 

luisrobert@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXXXVIII / 18 de diciembre del 2023

 

lunes, 11 de diciembre de 2023

Tener sexo todos los días [CDXXXVII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

San Miguel Arcángel, en México. Foto: AARP

 

 

 

         Pongo a mis alumnos de segundo año a leer un cuento erótico de Lidia Rebrij, “El arcángel de espada flameante y cabellos tan largos” (1983); luego de la lectura les pido que escriban sobre él. Y cuando me toca leer los comentarios, encuentro el de una estudiante que, resumiendo el relato para analizarlo, pone que los protagonistas, los amantes, “...hasta con la menstruación tenían sexo...”. Entonces me detengo, y me pregunto: ¿por qué me molesta, por qué me ha molestado siempre esta expresión? ¿Qué puede significar tener sexo? ¿Es tener sexo lo que sucede cuando hombre y mujer, para decirlo con un circunloquio, se unen carnalmente? ¡Ah...! ¡Es un circunloquio! Una perífrasis, un rodeo lingüístico, un eufemismo.

         Sigo escarbando en la expresión y preguntándome por qué no representa en mi mente lo que se supone que significa. ¿Qué pasa con esta perífrasis verbal —¡uf, qué bueno tener un nombre que ponerle!—, que parece esconderme esa unidad indivisible que, según Saussure, existe entre el significado y el significante? Y creo que doy con la respuesta: que pretende nombrar algo que nos cuesta llamar por su nombre, al menos en público o en contextos formales (como un ejercicio de redacción en la universidad); pero no es sólo eso: el dardo de la palabra no llega al blanco preciso. En realidad, intentando eliminar la mención frontal de un asunto delicado, nos inclinamos por una fórmula que, en rigor, da otro resultado, o sea, dice otra cosa.

         Llegado a este punto, comienzo a escribirle a la estudiante: “Todos tenemos sexo todo el tiempo, ¿por qué estos personajes no? Es decir, el sexo es algo con lo que nacemos y no podemos librarnos de él. Uno nace hombre (con el sexo masculino) y sigue siéndolo hasta que se muere, todos los días. Y pasa con las mujeres y el sexo femenino también, por supuesto”. Ahora estoy pensando que hay quienes se lo cambian, pero, incluso con el otro, tienen sexo todos los días.

         Después de leer unos párrafos más, como el erotismo del texto de Rebrij es incesante y el análisis no puede eludirlo, la estudiante vuelve a usar la dichosa perífrasis, pero recurre de vez en cuando a otras fórmulas: hacer el amor, encuentros íntimos, tener relaciones sexu... ¡Tener relaciones sexuales! ¡Eso es! Tener sexo me hace ruido porque en rigor no es eso lo que se hacen, ni los personajes del cuento ni, en la realidad, cualesquiera dos personas que se involucran íntimamente. Lo que se hace es tener relaciones sexuales. Y estas, por lo que entiendo, no son sanas si se practican todos los días. (En la naturaleza, quizá con la única excepción de los bonobos, no hay ser que tenga necesidad de esta actividad con semejante frecuencia. Y excluyo al hombre por la “deformación” que le imprime la civilización que él mismo ha creado.)

         Además de esto, me doy cuenta de que tener sexo, e incluso tener relaciones sexuales, son también eufemismos medio científicos, medio técnicos, medio “políticamente correctos”, y se les nota que lo son en el hecho de que hay que expresarlos con más de una palabra, que no es lo regular en la lengua cotidiana. En el habla cotidiana, desinhibida, natural de los hablantes regulares, serían verbos individuales, no perífrasis; pero estos verbos revelarían con claridad que existe algún detalle delicado, vergonzoso, escabroso en el acto al que se refieren. Llevan a cuestas una historia de vulgaridad tan larga que con razón se nos dificulta exhibirlas en la formalidad. Tirar, coger (que últimamente anda por ahí con unas ínfulas intransitivas incomprensibles para su edad), follar, joder, singar suenan mal, ¿verdad? Lo que nos suena mal es la vulgaridad que, siempre a la primera en la lengua cotidiana, se asocia al acto sexual.

         También hay, sin embargo, verbos individuales que de igual manera dicen lo que deseamos y no nos avergüenza en el discurso formal: copular, aparearse (tan animalesco, ¿verdad?), yacer, amancebarse, fornicar, pero... ¡los utilizamos tan poco! (¿Ustedes no sienten un remoto olor a Roma?)

         ¿Y entonces? ¿A qué se debe que se utilice tanto tener sexo, que tan lejanamente expresa lo que pretende expresar? “Tener sexo es un anglicismo”, sigo escribiendo en el examen. “En inglés tiene sentido y significa lo que quieren los hablantes del inglés que signifique”. En español, quizá ya no para la mayoría, pero es forzado atribuirle ese significado. Otra evidencia es que decirlo así, con el verbo tener, indica que no es una construcción muy antigua.

         Otro detalle es que to have sex también parece un eufemismo en inglés, y, si nos pusiéramos tiquismiquis, podríamos traducirlo incluso como “comer sexo”. (Imagínese usted esa dieta todos los días.)

         En definitiva, en español, siendo rigurosos, tener sexo no es lo mismo que tener relaciones sexuales. Lo uno es un rasgo intrínseco a cada quien pero públicamente visible, lo otro es un acto privado y, aun antes que privado, íntimo.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXXXVII / 11 de diciembre del 2023

 



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lunes, 4 de diciembre de 2023

Tres diminutivos más bien singulares [CDXXXVI]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Los Jardines Colgantes de Babilonia son la única maravilla del mundo
antiguo de sobre la cual no queda evidencia tangible. Ilust.: O. Mann



 

 

         En español hay más diminutivos que palabras. Hay tantos que en unos países se usan unos que a veces en otros países no se conocen. Pienso ahora mismo en el diminutivo borrico de los españoles, que para nosotros en Venezuela, por más que le pongamos cabeza, está lejos de sugerir su significado de ‘burro pequeño’. Pondré un solo ejemplo, porque hay más en el número II de Ritos, de marzo del 2013, en el que José Antonio Millán nos hablaba de lo que llamó diminutivos ocultos, es decir, términos que, en apariencia, o por reputación, son palabras primitivas, pero que por morfología son diminutivos: ardilla, abanico, cangrejo.

         En Perú los diminutivos son caracteres tan dominantes que, a menudo, incluso las apócopes los tienen: acortan, por ejemplo, señora y dicen seño, pero luego, influidos por el poder seductor del diminutivo, a las mujeres que han llegado a la madurez las llaman señito. El diminutivo incluso ha penetrado el territorio de los habitualmente imperturbables adverbios: aquicito, tardecito, casito. Aunque algunos de ellos viven también en otros países, aquí se sienten más en casa.

         ¡Pero...! Lo que más me asombra y me vuelve a asombrar, por más que lo oiga cada día con más frecuencia, es el diminutivo de algunos nombres propios que hasta parecieran haber sido diseñados intencionalmente para no admitir diminutivo. Y hay tres nombres particulares, masculinos los tres, de esos impermeables que, en Perú, han tenido que bajar la cabeza ante las fuerzas hipocorísticas del habla: Edgar, César y Héctor. Los tres son nombres cuyo rasgo común más destacado es el de llevar el acento en la penúltima sílaba; además de eso, es interesante que terminan con un sonido consonántico que no les da, en realidad, señales masculinas ni femenina. ¿Y cómo se construye en Perú el diminutivo de estos bienaventurados nombres? Edguítar, Cesítar y Hectítor. Seguramente hay otros, pero para ser rigurosamente honesto, no han llegado aún a mis oídos.

         Entonces, dejándome llevar por las insinuaciones el método científico, intenté hacer un corpus de estos nombres para ver qué me descubría. Quizá por mi impericia como filólogo, sólo encontré Amílcar. A pesar de que cumple con la descripción del “corpus”, apenas puedo hacerme hipótesis porque nunca he oído que a nadie lo llamen Amilquítar.

         Ampliando un poco el criterio de selección, se me aparecen estos: Apolinar, Baltazar, Omar y Oscar. La diferencia con los anteriores es que son todos palabras agudas, pero lo importante es que nadie va a dudar de construir sus diminutivos con el sufijo -cito. Es decir, habrá que ponerlos en otra gaveta.

         Una curiosidad que tiene el “corpus” inicial es Héctor, que termina con -or y no con -ar, y su “descendiente”, Hectítor. Por esa razón, decidí ampliarlo y entonces entraron nombres como Agenor, Amador, Igor, Nabor, Nicanor y Salvador. Sin embargo, ninguno de estos parece susceptible de aceptar el peculiar infijo de diminutivo que los convertiría en Agenítor, Amadítor, Iguítor, Nabítor, Nicanítor y Salvadítor. A no ser, limitadamente, remotamente, por el primer caso, no suenan plausibles. A este grupo pertenecerían —¿como excepción fonética, quizá, por ser grave entre los agudos?—, Néstor y Nestítor, pero todos conocemos a algún Néstor al que llaman Nestico.

         Hasta donde he llegado en esta brevísima investigación, todo indica que es un diminutivo peruano. Apenas tenga más noticias al respecto, me apresuraré a comentárselo a ustedes aquí mismo. Si de veras lo es, quizá se explique por la influencia que han tenido las lenguas indígenas sobre los hablantes del español en Perú. Y si ocurre en otros países, bien podría ser una “reacción” del propio español a nombres que, en el fondo y en su origen, son extranjeros: inglés el primero, latino el segundo y griego el tercero. Sin embargo, muchos de los otros que hemos considerado y que adoptan diminutivos de manera muy propiamente española también lo son. Toca seguir investigándolos.

         Cuando yo era pequeño, al lado de mi casa vivía una familia cuyo hijo más joven se llamaba Esteban, y todos lo llamábamos Estebita. A la primera, cualquier podría haber pensado que estábamos menoscabando la masculinidad de aquel niño, pero lo cierto es que a nadie llamaba esto la atención porque es una de las formas regulares en que se comporta el diminutivo en español. Pasa lo mismo, al menos en Venezuela, con el sustantivo mano: su diminutivo más común es manito, aunque sea, y siga siendo, femenino.

         Qué lástima que antes de Cristo no existiera la lengua española. Habría sido un gusto saber con qué diminutivo llamaba su madre a aquel rey de Babilonia que ahora recordamos por la construcción de míticos jardines colgantes y la destrucción del templo de Jerusalén.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXXXVI / 4 de diciembre del 2023