martes, 31 de diciembre de 2024

Yo no olvido el año viejo [CDXCIII]

Edgardo Malaver Lárez


Fiesta de fin de año en la Plaza Bolívar de Caracas 
en los años 1940. Foto: V. Torrealba




Los últimos días de diciembre, como todos los años, han sido muy musicales. En realidad eso no depende de la música, sino de cuán abierto está uno a percibirlo. Y este año se nota que la música que flota a mi alrededor fluctúa de lo clásico a lo popular con facilidad, casi siempre muy a mi gusto.
La semana pasada hasta me puse a traducir el Adeste fideles, y este lunes 30 de diciembre, las piezas que me han atrapado no necesitan traducción. Voy a dejar que sea su belleza y su dulzura las que se luzcan delante de ustedes:


Traigo un ramillete de un lindo rosal
un año que viene y otro que se va.
Vengo del olivo, voy pal olivar,
un año que viene y otro que se va.
 
Ay, qué grato es pasar diciembre en Margarita
cantándote al oído esta bella canción.
Pasear por La Arestinga, laguna tan bonita,
igual por Las Marites, que es una ensoñación.
 
Faltan cinco pa las doce,
el año va a terminar.
Me voy corriendo a mi casa
a abrazar a mi mamá.
 
Al llegar aquí,
al llegar aquí,
me saco el pañuelo
para dar a todos
feliz Año Nuevo.
 
Se fue el año veinte, que viva el veintiuno,
Se fue al año veinte, que viva el veintiuno,
que viva Cuyagua, que todos son uno.
 
Cinco minutos más
para la cuenta atrás, [...]
Uno, dos, tres y cuatro
y empieza otra vez,
y la quinta es la una
y sexta es la dos
y así, la siete es tres.
 
Año nuevo, vida nueva
más alegres los días serán
año nuevo, vida nueva
con salud y con prosperidad...
Entre pitos y matracas,
entre música y sonrisa,
el reloj ya nos avisa
que ha llegado un año más.
Las mujeres y los hombres
un besito nos daremos
y entre todos cantaremos
llenos de felicidad.
¡Vamos todos a cantar!
 
Cuando sean las dos de la noche
y el año barbudo se vaya,
agarro mi cuatrico y mi ron
y me voy a abrazar a mamá.
Son para gozarlas estas Navidades
porque el año que viene
se acaban los pesares.
 
La Billo’s Caracas pide a Dios del cielo
que todos pasemos feliz Año Nuevo,
y cantemos todos con el corazón,
comiendo hallaquitas y tomando ron.
 
Compae, venga un abrazo
que esta noche el año se termina.
A las doce lo espero en la esquina
para que brindemos, para que brindemos.


Por todo lo bueno y lo bonito que nos pasó en el año 2024, de parte de Ritos de Ilación, les doy a todos un abrazo de Año Nuevo.

emalaver@gmail.com



Año XII / N° CDXCIII / 31 de diciembre del 2024


martes, 24 de diciembre de 2024

Una de traducción... y Navidad [CDXCII]

Edgardo Malaver Lárez



VOCATI PASTORES ADPROPERANT



He oído tanto aguinaldos y villancicos en estos días, algunos de ellos en lenguas extranjeras, que me decido a buscar las letras de algunos que me parecen particularmente hermosos. Como no tengo esperanza de desentrañar pronto, por mucho que la estudie durante esta Navidad, los alegres versos escritos en la lengua de los antiguos incas, me pongo a escudriñar algunos que los niños del coro de la iglesia cantan en latín. El primero, el que más me atrae, el archiconocido Adeste fideles, ha sido traducido por cientos de personas, algunos con suma habilidad para adaptarlos al canto coral (aunque limitando la fidelidad a la métrica), otros con resultados bastante pobres pero relativamente útiles, y luego quedan aquellos que pretendían “solamente dar idea de lo que decía el poema”, pero cuya intuición no acertaba ni en lo más obvio.

Saltando atléticamente por encima de mi amplia ignorancia del latín, después de examinar unas cuantas traducciones de las que juzgo mejor hechas, y apoyándome en el precedente de Luis Cernuda (1902-63) y Ezra Pound (1885-1973), que tradujeron respectivamente a Wordsworth y a Confucio casi en las mismas circunstancias que yo —¡casi!, porque nada como el descaro mío—, intento construir mi propia versión del hermoso canto de Navidad. La composición del Adeste ha sido atribuido al rey Juan IV de Portugal (1604-56) y la melodía al músico inglés John Francis Wade (1711-86). Por los momentos, voy a sumar mi propia traducción, aunque la métrica es irregularísima y la rima aún no encuentra su rumbo. El año próximo, quizá, avance un poco en eso. Aquí lo tienen: el Adeste fideles, con mi deseo de que disfruten la Navidad abrazados con vuestras familias y amigos:


ADESTE FIDELES LÆTI TRIUMPHANTES

Acudan, creyentes, alegres, triunfantes.

VENITE, VENITE IN BETHLEHEM

vengan, vengan a Belén y vean

NATUM VIDETE REGEM ANGELORUM

que ha nacido el rey de los ángeles.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


EN GREGE RELICTO HUMILES AD CUNAS

Dejando el rebaño, a la humilde cuna

VOCATI PASTORES ADPROPERANT

llamados, se acercan pastores;

NOSQUE OVANTI GRADU FESTINEMUS

nosotros también, jubilosos corramos.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


ÆTERNI PARENTIS SPLENDOREM ÆTERNUM

Eterno resplandor del Padre Eterno

VELATUM SUB CARNE VIDEBIMUS

oculto en la carne observamos:

DEUM INFANTEM, PANNIS INVOLUTUM

el infante Dios envuelto en pañales.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


PRO NOBIS EGENUM ET FŒNO CUBANTEM

Por nosotros pobre, sobre heno es arrullado,

PIIS FOVEAMUS AMPLEXIBUS

a él con ternura calurosa cobijémoslo.

SIC NOS AMANTEM QUIS NOS REDAMARET

Al que tanto nos amó, ¿quién no lo amaría?


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


STELLA DUCE MAGI CHRISTUM ADORANTES

Guiados por la estrella, sabios adoran a Cristo,

AURUM THUS ET MYRRHAM DANT MUNERA

y con oro e incienso y con mirra le obsequian.

IESU INFANTI CORDA PRÆBEAMUS

Ofrezcamos al pequeño Jesús nuestros corazones.


¡Feliz Navidad!


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDXCII / 24 de diciembre del 2024

VÍSPERA DE NAVIDAD


lunes, 16 de diciembre de 2024

Síndromes literarios venezolanos (V): Presentación Campos [CDXCI]

Edgardo Malaver

 

 

 

“Y un oscuro soldado republicano [...] le atravesó el pecho
de un lanzazo”, dice Baralt. Muerte de Boves

 

 

         Yo leí Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Úslar Pietri (1906-2001), cuando tenía 13 o 14 años. Y hasta hace un mes, lo que recordaba de ella era el calvicordio que tocaba una niña a quien no le interesaba nada en la vida y la escena final en que Presentación Campos, en su calabozo, se esfuerza por alcanzar la ventana altísima para ver, por fin alguna vez, a Simón Bolívar, que la algarabía del exterior indica que hace su entrada triunfal en el pueblo donde él, Presentación, ha sido capturado.

         Cuando, creyéndome discípulo de Freud, me propuse hablar de este personaje como la representación más literaria del admirador venezolano fascinado con la vida, obra y legado de Bolívar, que es como mi imaginación lo había conservado, Ariadna Voulgaris en algún momento me dijo: “Profe, usted como que no leyó la misma novela que yo”. Y tuve que comenzar a leer la novela otra vez. Después de unas 30 páginas tuve claro que Ariadna tenía razón, pero también descubrí que aún así podíamos ponerle su nombre a un síndrome literario venezolano.

         Si Presentación Campos es el “arquetipo” de algo en Venezuela, lo es del tipo corriente, tosco, sin ninguna preparación, egoísta, enormemente arrogante, con escasa sensibilidad, sin conocimiento de nada que no sea el pequeño mundo en el que ha nacido y crecido, donde vive y trabaja, donde va a pasar el resto de su vida y en el que un día, por mero azar, le ha sido dado un mísero gramo de poder. Ese día se desencadena en semejante sujeto una trasformación que lo lleva a convertirse en un déspota que no tiene compasión con nadie; todo gira alrededor de su poder, de incrementarlo y de hacer que los demás lo adulen y dependan de él, que no tomen ni una sola decisión sin que él lo sepa y lo apruebe. Se vuelve irreconocible para todos los que lo conocieron antes. El que antes ha sido su amigo, si no se le somete, es humillado y anulado por él; el que ha sido su pariente, puede obtener beneficios al principio, pero apenas comente un “error”, es eliminado; el que ha pertenecido al mismo grupo que él (en el trabajo, por ejemplo) se convierte en su esclavo, en su estropajo, incluso en su enemigo, es decir, debe ser destruido.

         En Las lanzas coloradas, Presentación Campos es un esclavo mulato que ha sido nombrado capataz de la hacienda El Altar y esto se le sube tanto a la cabeza que llega a sentirse superior a sus hermanos esclavos. Los trata peor que el amo y los menosprecia. El narrador, en las primeras páginas, comenta que al pasar por la casa de los amos, el personaje siente “como una fascinación” por la gente que en ella vivía. Su mente desea ser uno de ellos, el más importante de ellos.

         Más adelante dice:

 

Don Fernando, que era pusilánime, perezoso e irresoluto, y doña Inés, que vivía como en otro mundo. Los amos. (Él era Presentación Campos, y donde estaba no podía mandar nadie más). Don Fernando y doña Inés podían ser los dueños de la hacienda, pero quien mandaba era él. No sabía obedecer. Tenía carne de amo.

 

         Cuando comienza la Guerra de Independencia, y sobre todo cuando José Tomás Boves inicia su torbellino destructivo contra todo y contra todos, Presentación se une a la guerra, destroza la hacienda y dirige toda su lucha a convertirse en amo para saborear de la miel del poder absoluto. Aquella guerra, sin embargo, lo destruyó casi todo en Venezuela, y ciertamente destruyó también a Presentación Campos.

         De modo que observe usted bien, si tiene un amigo, un vecino, un pariente que da estas señales, puede ser que padezca el literario y venezolano síndrome de Presentación Campos. Y si es usted mismo quien lo tiene, acuérdese de cómo termina Presentación: solo, herido, derrotado, preso, sin fuerzas siquiera para elevarse a la altura necesaria y ver de lejos al verdadero héroe de su propia historia.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCI / 16 de diciembre del 2024

 

lunes, 9 de diciembre de 2024

Síndromes literarios venezolanos (IV): Juan Peña [CDXC]

Ariadna Voulgaris y Edgardo Malaver

 

 

Pedro Emilio Coll en 1898, año
en que publicó “El diente roto”

 

 

 

         Nunca un diente roto le ha traído tanta notoriedad al individuo que se lo examina con la punta de la lengua. Nunca nadie había llegado tan lejos con tan poco esfuerzo. Pedro Emilio Coll (1872-1947) publicó en 1898, en El Cojo Ilustrado, un cuento titulado “El diente roto”, que por sí solo bastó para quedar impreso en la memoria cultural venezolana.

         El cuento trata de un niño, Juan Peña, que inicialmente es muy rebelde pero que, un día, en una pelea callejera con otro niño, resulta con un diente roto, y a partir de entonces se convierte en un niño tranquilo que parece reflexionar todo el tiempo. En realidad lo que le pasa es que se escudriña el diente roto con la lengua, pero de esto nadie se percata. Preocupada, la madre de Juan llama al médico, que le diagnostica lo que llama “el mal de pensar”, una enfermedad muy extendida que solo ataca a los genios, dice, a los grandes filósofos, a la gente inmensamente inteligente. A partir de entonces, todos tienen a Juan como una persona admirable y, al llegar a la adultez, es elegido, sin que él participe conscientemente en ello, como ministro, magistrado, congresista e incluso presidente de la República. Todo sin haber producido nunca ni un solo pensamiento valioso, sólo acariciándose el diente roto con la lengua.

         El ensayista Domingo Miliani escribió un libro sobre Venezuela que tituló El mal de pensar, precisamente pensando en esta metáfora finisecular de Coll. La metáfora es bastante clara: en Venezuela no resulta difícil ascender social y políticamente. Apenas hace falta aparentar que uno está pensando mucho, dar la impresión de que a uno le preocupan los problemas colectivos, las desgracias del pueblo, la evolución de la historia del país. Entre menos pensamiento tenga un personaje público, sobre todo si desea llegar a un cargo importante, entre más escaso y liviano sea el contenido de esos pensamientos, más pronto llegará.

         No será Venezuela la única nación que sufre de este mal, pero tampoco es difícil constatar, con un rápido repaso de la historia, cuán numerosos han sido los dirigentes que calzan tan bien con la descripción de Juan Peña que más asemejan estatuas del personaje ficticio.

         Y pensándolo bien, también en otros niveles de la vida se presenta el fenómeno de que es precisamente el líder de un grupo cualquiera el que está menos preparado para ello. No tiene que ser un alcalde, un gobernador, un diputado, un director de hospital o de escuela, un comisario de policía. Puede ser simplemente el capataz de unos trabajadores, el padre de una familia, el guía de unos exploradores o unos turistas, el entrenador de unos deportistas, el jefe de una cocina, el que tiene menos ideas y las menos brillantes. Y estos personajes, naturalmente, o no se enteran nunca de que alguien más ha propuesto algo muy sabio que resolvería varios problemas de una vez o no soportan que lo haya hecho (por lo cual termina anulándolo con tal de seguir “en el poder”). Todas estas hipotéticas personas (aunque todos conocemos a las que viven en la realidad tangible) padecen “el mal de pensar” identificado por Coll en 1898, es decir, tienen el síndrome de Juan Peña. Y ojalá hubiera sido un signo o un síntoma definitorio del siglo XIX. Más bien parecía estar describiendo al siglo XX y al XXI.

         Hablando del cuento de Coll, Miliani reflexiona sobre este “síndrome” y concluye que en Venezuela, en vista de la escasez intelectual de los dirigentes, “la mueca es el mensaje”. O sea, estimados nuestros, no esperen mensaje, contenido, materia de fondo, pensamiento. Confórmense con el movimiento de manos, con el mohín de la cara, como la de quien se hurga un diente roto con la lengua.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXC / 9 de diciembre del 2024

 

lunes, 2 de diciembre de 2024

Síndromes literarios venezolanos (III): Luz Caraballo [CDLXXXIX]

Edgardo Malaver

 

 

 

Doris Wells representa a Luz Caraballo en 1975

 

 

         Y esta semana me tocó a mí la loca Luz Caraballo. Y a mí también, a menudo, me dan ganas de abrazar a esta mujer que lo perdió todo, que incluso se perdió a sí misma. En su extravío, se parece a todos nosotros, su caminar es el nuestro y la Venezuela que la agrede persigue es la misma... todavía.

         El tercer síndrome literario venezolano que hemos identificado está basado, como ya adivinaron, en el poema “Palabreo de la loca Luz Caraballo” (1936), de Andrés Eloy Blanco (1896-1955). El conocidísimo poema, entre descripciones del solitario ambiente andino, de la pobreza y del hambre, nos insinúa detalles de la historia de una mujer que lo ha perdido todo. La soledad y privación de la protagonista son producto de la pérdida y el dolor, del abandono de su marido y de la muerte de sus hijos. Luz Caraballo camina por las montañas buscándolos, confundiéndolos con sus ovejos, contando los luceros como si fueran niños.

         Muchos nos aprendimos este poema en la infancia por diferentes razones. Las mías, que ya he explicado en otros artículos, pueden resumirse diciendo que de pequeño me memorizaba los poemas para recitárselos a mi madre y que ella me abrazara.) De todas maneras, el ritmo regularísimo del texto, su rima más bien bailarina, el muy habilidoso desglosamiento del intertexto expreso al principio del texto —y no iba a hacerlo ahora, pero hay que mencionar, también, el contrapunto matemático que surca todo el poema entre el cinco y el diez, entre las manos y los pies, entre la memoria y la locura, entre las estrellas y las montañas—, todos estos elementos de fondo y de forma son inmensamente atractivos para mí. Y la historia del doloroso amor de Luz Caraballo. Me intrigaba, sin tener conciencia de ello, esa hermandad entre una historia tan triste y unas palabras tan melodiosas.

         Y ahora, después de tanto tiempo, germina en mi mente la idea de que Luz Caraballo y su soledad pueden representar a todos esos sujetos que han sufrido las pérdidas más ensordecedoras y crueles de la vida, una tras otra, sin piedad alguna de la vida ni las circunstancias, y, “sin calor de nadie y sin consuelo”, como diría Miguel Hernández, gente que se hallan acorralados en un mundo demasiado extenso, hostil a más no poder, despiadado y sin posibilidad de una remota vuelta atrás. Estas personas, cuyas mentes se dan por vencidas ante la masa incalculable del dolor, cuyas conciencias terminan explotando de tanta avalancha que los entierra en el fondo, cuyos corazones sucumben al abismo de tanto veneno que les inyecta la fatalidad... esas personas sufren lo que podríamos llamar el síndrome de Luz Caraballo.

         En los tiempos de la juventud de Andrés Eloy Blanco debe haber perdido el juicio muchísima gente que se veía encerrada en un país que sólo daba oportunidad a aquellos que bajaban la cabeza ante el gobierno autoritario de Juan Vicente Gómez. Miles de madres como Luz perdieron a sus hijos a manos de los torturadores de Gómez, miles vieron a sus maridos deteriorarse paulatinamente y morir por causa de los trabajos forzados, miles los despidieron en un puerto para no verlos nunca más. Muchísimas de ellas no volvieron a recibir ni una sola carta, como Luz Caraballo.

         El propio escritor y su familia, apenas comenzó el siglo XX, habían sido “encerrados” en la isla de Margarita por la oposición que el padre le hacía a la dictadura. Y de adulto, le tocó a él escribir cartas a su novia desde La Rotunda. Y más tarde, desde la Seguridad Nacional, a su esposa. Y más tarde, irse de Venezuela para no volver nunca más con vida.

         Usted que está leyendo esta historia, ¿recuerda algún lugar donde pueda haber aparecido alguna situación similar más recientemente? Hambre, represión, desamparo, indefensión, persecución, cárcel, exilio, ausencia, muerte. Qué difícil debe ser no volverse loco. Qué difícil debe ser no adquirir el síndrome de Luz Caraballo.

         En su severa soledad, a Luz Caraballo la hemos perdido como una llama que se apaga. En la bruma que ha invadido su mente, Luz Caraballo ya ni siquiera llora, apenas si recuerda... y cuenta, pero cuenta, de cinco en cinco, astros del cielo.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXXXIX / 2 de diciembre del 2024

 

lunes, 25 de noviembre de 2024

Síndromes literarios venezolanos (II): Panchito Mandefuá [CDLXXXVIII]

Ariadna Voulgaris

 

 

 

Panchito Mandefuá y los que tienen su síndrome
están en toda Venezuela (Foto: BBC)



 

         Me toca Panchito Mandefuá. Qué alegría, y al mismo tiempo, qué ganas de abrazar a ese niño que nunca tuvo el cariño de sus padres, que eran “cualquiera con cualquiera”, como dice el autor. De todo lo que escribió José Rafael Pocaterra (1889-1955), tan sustancioso, el cuento protagonizado por este personaje, “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús”, de 1922, acaso sea el más conocido, acaso el más duro, pero quizá también el más conmovedor.

         En una hipotética psicología venezolana, es decir, una ciencia de la mente que se dedicara en exclusiva a estudiar la psique y la conducta de los venezolanos (estudiada al estilo de Ritos de Ilación), este personaje literario podría dar nombre a un síndrome que, aunque muy frecuente en Venezuela, no falta en países vecinos y de ultramar. Sería, primero, el síndrome que afecta a los miles de niños que viven en la calle, cuyos padres han muerto o los han abandonado y nadie se ha ocupado de ellos, que han huido de sus hogares o que han logrado escapar de redes de explotación infantil; muchos de ellos, si no perecen en el intento, parecen desarrollar un sentido de la supervivencia que viene con una buena dosis de sentido del humor, alegría, solidaridad, unos ojos despiertos y una impresionante capacidad aritmética nacida al mismo tiempo de la nada y de la necesidad. Humor, alegría, solidaridad y aritmética para la supervivencia.

         No hablo de los que sucumben a los vicios, que en la época de Panchito no debía haber muchos. Panchito mismo, a pesar de su escasa edad, era ya fumador, pero tanto como —no más que— cualquier hombre adulto. Hablo de los que terminan creciendo para enderezar el camino o van aprendiendo a enderezarlo en lugar de torcerlo más que el árbol del refrán. Son como aquel Lázaro que nació en el río Tormes, hijo de padres tan desafortunados como él, que llevó más palos que una gata ladrona y que, a pesar de esto, terminó siendo un hombre de bien. A los Lazarillos del siglo XX Pocaterra los llamó Panchito Mandefuá. Sin embargo, a Panchito nadie lo engaña, nadie lo utiliza, a nadie le debe un centavo, nadie puede llamarse su amo. Su picardía es suficiente para mitigar su orfandad y su dolor.

         En otros lados, se llamaría Kimball O’Hara, el de Rudyard Kipling, que desde antes de encontrarse con el monje, su maestro espiritual, ya era libre en el mundo material. Ya era un hombre sin haber terminado la niñez. Lo único que tenía de su madre era la memoria de los golpes y de su padre, una carta y una foto, nada más. Lo que valía oro en él era su corazón... como el de Panchito.

         Y me viene a la mente que estos niños que más parecen semillas del cielo caídas en el huerto oscuro de un labrador maligno, que en Pocaterra pueden responder con bondad a la tragedia de sus congéneres, podrían ser, y de hecho son, metáforas de gente adulta que, aun llevando una vida tan dura como la de Panchito, son capaces de reponerse —o van aprendiendo en el camino—, y compartir las mínimas monedas que su buen trabajo les cuesta ganar, dejarse conquistar por la sensibilidad y la belleza, levantar sus fuerzas para defender la justicia, ennoblecer su espíritu con el arte y la amistad, convencerse de la dignidad del trabajo, sacrificar algo de su bienestar por los demás, brindarse al bien que pueden sembrar en el mundo. Y serían estos los “pacientes” del venezolano síndrome de Panchito Mandefuá.

         Son, como dije al principio, miles y más de miles. Son tan sutiles en su vida que terminan siendo descartados por sus propios atropelladores, testigos y autoridades apenas dejan de existir, pero, sin que nadie se percate, habiendo dejado huellas.

         Diría Machado:

 

Son buenas gentes que viven,

laboran, pasan y sueñan

y en un día como tantos,

descansan bajo la tierra.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXXXVIII / 25 de noviembre del 2024

 

lunes, 18 de noviembre de 2024

Síndromes literarios venezolanos (I): Doña Bárbara [CDLXXXVII]

Edgardo Malaver


Marina Baura y Rafael Briceño personificaron
a doña Bárbara y a Lorenzo Barquero en 1974





Emocionados por haber completado los cuatro artículos anteriores, Ariadna Voulgaris y yo comenzamos a jugar a repetir la experiencia, pero buscando “síndromes literarios” en la literatura venezolana. No nos propusimos encontrar “síndromes” que afecten particularmente a los venezolanos, sino “añadir” a los existentes los que quizá pudiéramos deducir a partir de algunos textos conocidos de la literatura venezolana.
Animados, entonces, por esta lúdica osadía nos pusimos a echar un vistazo a un pequeño grupo de obras y autores muy destacados en busca de “síntomas” de trastornos que típicamente (o mayormente) afecten a los venezolanos o que nuestros autores pudieran haber identificado en los seres humanos en general. No hace falta decir que hicimos esta “tarea” casi sin ningún rigor pero sí dejándonos dirigir, de principio a fin, por el amor y admiración a nuestras obras más excepcionales.
El primero que se nos aclaró fue el síndrome de doña Bárbara, que definimos reflexionando un poco sobre la que tiene la reputación de ser la “novela nacional”. En Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos (1884-1969), la protagonista sufre en su primera juventud una agresión sexual que crea en ella un resentimiento incurable en contra de los varones y la lleva, más tarde, a vengarse de ellos de todas las maneras posibles. Comienza casándose con el hacendado Lorenzo Barquero, a quien destruye anímica y económicamente para quedarse con su hacienda. La Doña, con el tiempo, se reviste de un aura de mujer indestructible, poseedora de poderes sobrenaturales, señora de todo y de todos; sus sirvientes le temen porque se sabe que tiene a los espíritus de su lado y le obedecen; las autoridades, representadas por Ño Pernalete, el jefe civil, se pliegan a sus deseos y le consienten impunemente cualquier fechoría en contra de sus vecinos. Todo el llano tiene que llegar a pertenecerle, todas las voluntades tienen que sometérsele, todo lo que existe en el llano tiene que conducir a satisfacer su enfermiza sed de posesión.
Los sentimientos de doña Bárbara han sido anulados por ella misma para lograr sus objetivos. La evidencia más clara de este hecho es el abandono en que crece su única hija, Marisela, que vive en el monte, casi como un animal salvaje. Sin embargo, con la llegada de Santos Luzardo, a la vez protagonista y antagonista de la novela, que viene a imponer el derecho en el llano, comienza a tambalear la dureza emocional de la “Cacica”. Doña Bárbara es apodada “la devoradora de hombres”, pero no a causa de un insaciable apetito sexual, como podría pensarse en primer momento, sino porque era capaz de seducir a cualquier hombre, manipularlo a placer, inducirlo a servirle, incluso a delinquir por ella, y luego humillarlo, postrarlo a sus pies, destruirlo y desecharlo sin remordimiento alguno.
No es difícil observar la manifestación del síndrome de doña Bárbara en algunas personas. No parece ser exclusivo de mujeres ni de hombres, pero carecemos de datos estadísticos. Todo individuo que se crea altamente eficiente, productivo, organizado, infalible para identificar oportunidades de negocios o de beneficio personal, capaz de alcanzar lo que se propone a toda costa, enemigo que perder el tiempo en nimiedades, libre de sentimentalismos, más inclinado a sacrificar el amor por la familia que las metas corporativas, orgulloso de no tomar vacaciones durante años y años, pero que al mismo tiempo muestran sus más elevadas cualidades humanas tratando a sus empleados a gritos, humillando a sus familiares y amigos que le presentan obstáculos emocionales para su carrera, que crea con fe ciega en el poder del dinero, de las influencias y los manejos oscuros, todo aquel que da por sentada la obligación que tienen los representantes de la ley de acomodarse a sus necesidades y caprichos, sufre del síndrome de doña Bárbara. Es obvio que no tiene la libertad de vivir la vida sanamente y, a fin de cuentas, no posee nada.
Puede entenderse en los últimos capítulos de la obra que sólo el amor tiene la fortaleza suficiente para vencer este mal, sólo el amor tiene los anticuerpos necesarios para combatir el miedo, que es lo que al fin y al cabo siente Barbarita, miedo al dolor, miedo a la soledad, miedo a no ser nada, a ser menos que nada. Y por eso se convierte en doña Bárbara, y por eso llama a su hacienda El Miedo y con ese miedo atropella y domina a los demás, se lo contagia y se lo alimenta, y por ese miedo finalmente se deja tragar por el llano, derrotada por el amor.

emalaver@gmail.com


Año XII / N° CDLXXXVII / 18 de noviembre del 2024
 

lunes, 11 de noviembre de 2024

Cada quien con su síndrome (IV) [CDLXXXVI]

Ariadna Voulgaris



Mia Wasikowska fue la Alicia
de Tim Burton del 2009


[Ahora continuamos la lectura de la semana pasada 
con el síndrome de Alicia en el país de las maravillas. Adelante.]

Alicia
A pesar de que el propio Lewis Carroll (1832-98), de vez en cuando, parece que tenía su propio trastorno (¿estaba enamorado de una niña pequeña, la Alicia real?), su personaje ficticio bien podría interpretarse como una niña normal que se imagina (o que se aburre, se duerme y sueña) cosas sencillamente fantásticas, como hacemos todos los niños. Aun así, su libro Alicia en el país de las maravillas (1865) le da nombre a un síndrome que afecta a personas que constantemente perciben alteraciones en la forma, tamaño y ubicación espacial de los objetos y de sí mismos.
La alteración, que en ocasiones tiene componentes psicodélicos, fue descubierta por Caro W. Lippman en 1952, al estudiar la migraña. Entre 1955 y el 2015, se registraron apenas 169 casos, la mayoría pacientes de menos de 18 años.
Lewis posiblemente sufría en carne propia muchas de las alteraciones de percepción que aparecen en la novela y que en el siglo XIX (y más tarde) parecían simple y pura fantasía para entretener a los niños. ¡Con razón en las ilustraciones de las primeras ediciones Alicia nunca sonreía!


Pollyanna
El nombre de este síndrome proviene de una novela de 1913, escrita y protagonizada por mujeres: Eleanor H. Porter (1868-1920) y Pollyanna. En Pollyanna, una joven mantiene una constante y excesiva amabilidad hacia los demás, jugando siempre a ver solamente el “lado positivo” de las personas, situaciones y experiencias e ignorando las negativas.
El optimismo exagerado de estos pacientes no guarda relación alguna con los hechos de la realidad tangible, que indican lo contrario. Al igual que Pollyanna, idealizan los recuerdos placenteros y anulan los desagradables.
En la novela y en la vida real, estas personas creen ciegamente que a pesar de las dificultades la alegría y el buen humor, la cordialidad y las palabras suaves pueden transformar las cosas y a las personas para bien.
Dios bendiga a Pollyanna, pero también hace falta un poco de sabiduría para reconocer lo que puede cambiarse de lo que no. ¿O no?


Anna Karenina
La protagonista de la novela Anna Karenina (1877), de León Tolstói (1828-1910), que es una mujer casada, se enamora de otro hombre con una intensidad tal que para ella no existe nadie más que él, ni siquiera se acuerda de sí misma ni de su mundo.
El término síndrome de Anna Karenina fue acuñado por el psicoanalista Stephen Mitchell en los años 1980. Mitchell identificó entre sus características la idealización del amor y del ser amado, la dependencia emocional respecto al objeto del amor y el sacrificio personal; es decir, el sentimiento amoroso y sus expectativas sobre él se distorsionan totalmente, ignoran los defectos de la persona deseada, pierden toda autonomía en busca de atención y validación y se creen capaces de los mayores sacrificios y la negación de sí, a riesgo de la propia salud y la vida.
Es una descripción tan fiel de Anna que más suena a una hipotética consigna que se hubiera impuesto Tolstói para escribir su obra.
Va a sonar muy mal, pero estos personajes son todos unos loquitos. Bien dijo Malaver la semana pasada que haríamos bien en armarnos de alguna forma para defendernos de toda la locura que nos vamos a encontrar al salir a la calle, y ya que es tan hermosa y fiel la fabulosa “herramienta” de la literatura, sería sabio dejarnos invadir de ella, ponernos sus ojos, escuchar las insinuaciones que por nuestro bien nos hace.


ariadnavoulgaris@gmail.com



Año XII / N° CDLXXXVI / 11 de noviembre del 2024


lunes, 4 de noviembre de 2024

Cada quien con su síndrome (III) [CDLXXXV]

Ariadna Voulgaris



La actriz alemana Luisa Wietzorek
en su papel de Rapunzel en el 2009




El artículo de hoy, más que una respuesta a los de Edgardo Malaver de las dos semanas anteriores, es un añadido. Me gustó tanto el primero que me puse a investigar. Al hallar que eran tantos y tan interesantes, y enterarme de que él pensaba describir aquí solamente cinco, vi mi oportunidad para montarme en la carreta de los síndromes literarios (no para lucirme —que también—, sino para compartir con ustedes este recién descubierto rostro de la lectura). Así que, aunque con menos poesía, aquí están los míos:

Peter Pan
Es el archiconocido niño que se rehúsa a crecer. Peter Pan (1911), aunque pueda parecer una historia de Disney tomada de los cuentistas clásicos, ¡es una obra de teatro! ¡Y del siglo XX!
Recordarán que el inquieto personaje de James Matthew Barrie (1860-1937) proviene del País del Nunca Jamás, metáfora de evasión que refuerza la actitud de este personaje tan peculiar. Peter Pan se resiste a la madurez, la responsabilidad y el cuidado que debemos a otros.
Según el psicólogo Dan Kiley, el primero que, en 1983, describió el complejo, afecta principalmente a varones que, con la excusa de “vivir a plenitud cada día”, evaden el compromiso, las decisiones serias, la planificación de sus actividades y el trabajo fructífero. Normalmente huyen, fantasean y mienten.
Creo que no se podía haber encontrado un modelo mejor que el risueño Peter Pan, que solo desea vivir y jugar.

Rapunzel
Ya saben, es un personaje de Jacob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859), y el síndrome es tan raro ¡que se conocen menos de 30 casos en el mundo!
Al igual que nuestra rubia heroína, las chicas que padecen este trastorno no la tienen fácil para controlar su cabellera, aunque no sean demasiado largas, y terminan comiéndoselo. Eso ya se conocía como tricofagia, pero en estas pacientes tal conducta puede generar otro trastorno, esta vez intestinal, que genera una nueva y larga cola de caballo dentro del abdomen.
Fue descrito por primera vez por el doctor Edwin D. Vaughan en 1968 al estudiar casos de adelgazamiento repentino, acelerado y excesivo en adolescentes. La obstrucción en el estómago causa vómitos y dolores intestinales fuertes. El tratamiento inmediato es exclusivamente quirúrgico, pero la prevención tiene que ser psicológica.
Es fácil imaginarse que, encerrada larguísimas horas y días en aquella siniestra torre y teniendo que verlo crecer y crecer, la pobre Rapunzel tenía que hacer algo con tanto cabello.

[La semana próxima seguimos la lectura con el síndrome 
de Alicia en país de las maravillas. Hasta entonces.]

ariadnavoulgaris@gmail.com



Año XII / N° CDLXXXV / 4 de noviembre del 2024