lunes, 28 de diciembre de 2015

El primero que cayó por inocente [LXXXVIII]

Edgardo Malaver



         No hay dificultad alguna en comprender que la expresión caíste por inocente que se usa en Venezuela —en otros lugares de América Latina existen otras— y las bromas, ligeras, pesadas o muy pesadas, que la acompañan cada año ya cerca del final de diciembre tienen su raíz más primigenia en la conocida Matanza de los Inocentes ordenada por el rey Herodes el Grande (¿73?-4 antes de Cristo) aproximadamente en el año 6 antes de Cristo, para evitar que el Mesías anunciado por los profetas llegara a la adultez y le arrebatara el poder. Cada 28 de diciembre por la mañana, cuando usted no se ha percatado aún de la fecha, siempre hay alguien que le sirve un café con sal, recibe una llamada en que le informan que han robado en la casa de su madrina, le esconden el zapato derecho de cada par, y cuando ya usted no puede soportar más la contrariedad, le lanzan entre chanzas la verdad de todo: “¡Caíste por inocente!”. Los periódicos acostumbran poner en la primera plana una noticia avasallante y totalmente inesperada desde todo punto de vista; interesado en el suceso inusual, el lector compra el periódico sólo para descubrir en las páginas interiores que era una broma típica del 28 de diciembre. Y él mismo termina diciéndose: “¡Caíste por inocente!”.
         ¿En qué infame momento de la historia dejaron los cristianos de recordar este acontecimiento como una tragedia horrenda, profundamente dolorosa, para comenzar a bromear, a reír e incluso a celebrar por aquellas muertes tan tristes e injustas? ¿Qué produjo esta actitud tan incongruente? ¿Quién fue el primero que “cayó por inocente”?
         Tengo la convicción de que la respuesta está en el Evangelio de san Mateo, que en apenas 12 versículos del segundo capítulo narra la visita de los llamados Reyes Magos al recién nacido Jesucristo. Cuando nació Jesús, cuenta san Mateo, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron por el rey de los judíos que acababa de nacer “porque habían visto su estrella y venían a adorarlo”. Al enterarse, Herodes reunió a todos los sacerdotes para preguntarles dónde debía nacer el Mesías. “En Belén de Judea”, le respondieron, “porque está escrito: ‘Y tú, Belén, no eres la menor entre las ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el pastor de mi pueblo’”. Herodes entonces envió a los magos a Belén, pidiéndoles que le informaran del lugar preciso. Ellos partieron y la estrella que habían visto los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Se llenaron de alegría y, postrándose, le rindieron homenaje. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar con Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
         Ya casi no hay nada más que decir. Los magos obviamente no necesitaban la información que recopiló Herodes. Fueron a Jerusalén porque era la capital del reino y ellos buscaban a un rey, pero la estrella igualmente iba a guiarlos hasta el lugar donde estaba Jesús. Los Reyes Magos le prometieron a Herodes que volverían para indicarle dónde ir a buscar a su víctima, y luego lo evadieron. Él les puso una trampa al darles toda la información que poseía, pero al final fue él quien cayó por inocente.

emalaver@gmail.com



Año III / Nº LXXXVIII / 28 de diciembre del 2015

lunes, 21 de diciembre de 2015

¡Jesús, María y José! [LXXXVII]

Edgardo Malaver



         Son los nombres más famosos y frecuentes de la cristiandad. Y toda su fama se inició con un acto de fe: el de María, que confió en que aquella voz que oyó un día, que le dijo que iba a tener un hijo aun siendo virgen, le daba un mensaje de Dios. Toda la historia de Occidente y de parte de Oriente se pobló a partir de entonces de la historia de estos tres personajes, de sus vidas, de sus palabras y, literalmente, también de sus milagros...
         Parece que no fue Jesucristo el primero que se llamó Jesús: hay quienes arguyen que, por ejemplo, Barrabás se llamaba también así y que esa coincidencia permitió a los sacerdotes judíos confundir al pueblo cuando Pilato preguntó a quién liberar. Del Iesoûs que utilizaron los evangelistas hasta el Jesús de hoy, aunque las alteraciones no luzcan significativas, ha sucedido de todo en todas las áreas; también en las lenguas que han aparecido después de Cristo, pero todo parece haber transcurrido en un decir Jesús. La abundancia de significados, metáforas y resonancias de este nombre cubre de tal modo la vida cotidiana, que en algunos países se recurre a él para desearle salud al que estornuda. Pero si leyéramos a Fray Luis con más entusiasmo, tendríamos más opciones, puesto que, según él, el “Hijo del Hombre” también se llama Pimpollo, Camino, Pastor, Príncipe de Paz, Esposo, Cordero, Amado e incluso, después de todo, Jesús. ¡Por los clavos de Cristo!
         María, su madre, tiene un lugar privilegiado en el cariño de los creyentes, y su nombre, el más invocado por las madres que piden protección espiritual para sus hijos en peligro, tiene tantas variantes, que las letanías son, ni más ni menos, eso: otros nombres de la Virgen, imágenes de lo que representa para los fieles. Las mujeres de la actualidad llamadas Miriam —probablemente la forma más antigua del nombre—, Mariana, Mariela, Marilyn, en el fondo, tienen en común más de lo que creen con la madre de Jesús. Durante un tiempo, antes de la Edad Media, se le consideró demasiado sagrado para bautizar con él a las cristianas; sin embargo, en España, el año pasado, sólo Lucía fue más frecuente en los registros de nacimientos de niñas. ¡Ave María!
         El acto de fe de José, que también oyó una voz que venía del cielo, fue el que dio lugar a la familia que educó a Jesús. Y hoy, Aquiles Nazoa ahora canta cada diciembre: “Pues tiembla la Virgen bella / él se quita en el camino / su paltocito de lino / para ofrecérselo a ella”, y uno se lo imagina siempre en actitud de ángel custodio, de padre cuidadoso, de esposo protector. En Venezuela, la toponimia ha sido generosa con él: San José de Areocuar, Sucre; San José, Caracas; San José de Barlovento y San José de Río Chico, Miranda; San José de Guaribe, Guárico; San José del Sur, Mérida. José es el nombre de varón más común en Venezuela.
         El ‘Salvador’, la ‘Doncella’ y el ‘Humilde’. En dos mil años de historia, estos tres nombres se han combinado entre sí y con casi todos los demás nombres cristianos, judíos y de otras culturas, e incluso han adquirido la facultad de ser femeninos o masculinos, según se requiera. Tenemos Jesús María, Jesús José, María [de] Jesús, María José, José María, José [de] Jesús. Y si usted cree que el cantante mexicano José José ha llegado a un extremo al repetirse el nombre, échele un vistazo a la partida de bautismo de don Andrés Bello, para que descubra su nombre completo: Andrés de Jesús María y José. Todo un acto de fe.


emalaver@gmail.com



Año III / Nº LXXXVII / 21 de diciembre del 2015

lunes, 14 de diciembre de 2015

El rito milenario [LXXXVI]

Alison Graü A.



         Una de las razones por las que me motivé a escribir un rito es por el significado de esa palabra y lo que denota en el habla.
         La Real Academia Española define la palabra de la siguiente forma:

1. m. Costumbre o ceremonia. 2. m. Conjunto de reglas establecidas para el culto y ceremonias religiosas.

Luego de saber el contenido profundo que guarda, esta ‘palabrita’, por muy simple que parezca, es extremadamente compleja y digna de respeto.
         El rito evoca lo religioso, lo íntimo del ser humano con sus creencias, pero qué más humano que el lenguaje, y qué más ritual que la materialización de la lengua.
         Cada vez que le damos forma al pensamiento, por medio del habla o de la escritura, invocamos los espíritus de la humanidad; resucitamos esos seres milenarios, esas culturas antiguas, esas voces arquetipales; y al final ratificamos nuestra especie como una congregación religiosa que tiene en común la veneración y sumisión a su dios: el lenguaje.
         “Las palabras tienen alma”, dijo no hace muchos años Walt Whitman. Vaya que nuestro poeta, poeta del aire, del agua, del hombre y mujer, del niño y anciano, tenía muy claro el sentido de lo ritual. Las palabras se mueven, respiran, se alimentan y reproducen, pero se diferencian del hombre en que estas primeras prevalecen, son inmortales. Y como sabemos de su inmaterialidad, de su espiritualidad casi tangible, nos hemos convertido en chamanes que evocan almas de antepasados que en sí habitan desde siempre en nuestra voz.


alison_grau@hotmail.com




Año III / Nº LXXXVI / 14 de diciembre del 2015

lunes, 7 de diciembre de 2015

¿Cómo se llaman los números? [LXXXV]



         Ya es archiconocido el hechizo de los números. No es poca cosa poder formar una ilimitada cantidad de ellos con tan sólo diez dedos, o mejor dicho, símbolos (es que en la antigüedad comenzaron a contar con los dedos, de allí el sistema decimal), y en ello se parecen al alfabeto, pues con pocas letras formamos un sinfín de palabras.
         En un rito anterior el profesor Malaver me hacía recordar la existencia de números redondos, geométrico epíteto que le concede la lengua a un conjunto de números que son siempre elegantes, envidiables. Considero admirable ese prodigioso empeño del lenguaje de adjetivarlo todo, y, en el caso de los números naturales (1, 2, 3, 4...), ya tenemos una muestra atractiva, interesante.
         La redondez de los números es solo una parte del polimorfismo que los nombres recibidos le otorgan: aquel que resulta de multiplicar dos números iguales se llama «cuadrado» (4, 9, 100); la multiplicación de dos consecutivos (6 y 7, digamos) nos dan un número «oblongo» (42); a un número como el que renovará el calendario dentro de cinco años, el 2020, lo llamamos «ondulado» (análogo a las palabras baba, pepe, papa, yoyo); y a ese número que leemos de igual forma partiendo de derecha o de izquierda, como el 252, le decimos «palindrómico».
         Algunos grupos de números tienen —o les hemos reconocido— afinidad con otros, y a esos también los bautizamos. Al grupo de los que comparten que solo los divide el uno y ellos mismos les decimos «primos» (2, 11, 31); números como 6 o 28, la suma de cuyos divisores resulta igual a sí mismo (28 = 1 + 2 + 4+ 7 +14) son del grupo que ha merecido el título de «perfectos»; existe igualmente el grupo de parejas de números «amigos», en el cual uno es perfecto para el otro y viceversa.
         Gracias a los más diversos apelativos los números adquieren incluso temperamento. Llamamos «curioso» a todo número cuadrado que deja asomar al final su número base (62 = 36 o 52 = 25); un número «ambicioso» es el que obtiene uno perfecto al sumar sus divisores; y el que llamamos «intocable» no representa la suma de los divisores de ningún otro número.
         Puesto que usted, curioso lector, así como de las letras es amigo de los números, le invito a indagar por qué existe también aquel número llamado «abundante», «deficiente», «compuesto», «sociable», «apocalíptico», «malvado», «feliz», «infeliz», «hambriento», «afortunado», «narcisista», «odioso», «poderoso» o número «raro»; no olvidando que, por ejemplo, en el lenguaje matemático, 6 siempre será 6, pero en español (al menos) le diremos seis, compuesto, par, oblongo, natural, entero, real o perfecto.
         Aprovecho estas líneas para especular en cuanto a que las palabras y los números no caben de contentos en su propio imperio, en su propio infinito; pero, en esplendor, ese imperio e infinitud, en las palabras, parecen mucho más intocables, acaso por su carácter evolutivo, por su aspecto conmovedor, su encanto, fascinación, y definitivamente por tener protagonismo en cada alias puesto a los números. Si con ellos sustituyo dos términos en una máxima de Borges —sí, cual variables en una ecuación—, me apropio de ella y concluyo este rito: “El número vive en el tiempo, en la sucesión, y la mágica palabra en la actualidad, en la eternidad del instante”[1].

gavidesjimenez@gmail.com




Año III / Nº LXXXV / 7 de diciembre del 2015





[1] El texto original contiene, en vez de número, “hombre”, y en vez de la mágica palabra, “el mágico animal”. Jorge Luis Borges, en “El Sur”, Ficciones (1944).

lunes, 30 de noviembre de 2015

Son tiempos de cambios [LXXXIV]

Sara Cecilia Pacheco



         No, estimado lector. No es un error mío. Desgraciadamente al parecer en Venezuela no son tiempos de cambio sino de cambios. La escasez ya tan arraigada y acentuada nos ha hecho recurrir al trueque. Usamos, y me incluyo, las redes sociales para anunciar u ofertar. Llevo pocos meses en esto, pero recuerdo que una de mis primeras publicaciones en el grupo de trueques de Facebook no fue bien entendida. Yo tenía pañales talla M que mi bebé había dejado y buscaba pañales XG y escribí: “Cambio pañales talla M por talla XG”. A lo que varios respondieron que tenían pañales talla M. Tuve que aclarar qué tenía y qué necesitaba. De todos modos no tuve éxito. Las tallas más grandes son las más escasas. Pero desde ese momento estoy pensando por qué se habrían confundido. Para mí está clarísimo que si digo que cambio algo es porque lo tengo. El diccionario de la Real Academia da esa como tercera acepción de cambio.

3. tr. Dar o tomar algo por otra cosa que se considera del mismo o análogo valor. Cambiar pesos por euros.

         Parece evidente que en la frase cambio A por B, A es lo que tengo y B es lo que necesito, pero a la mayoría de los hablantes no les queda del todo claro. Aquí tengo un ejemplo del mes de julio:


         Y este otro del mes de octubre:


         Como verán, tener una foto tampoco ayuda. No entiendo qué nos lleva a pensar que A y B son intercambiables. Según la web Definición.de, el verbo cambiar se usa como sinónimo de reemplazar, permutar y sustituir. En el caso de reemplazar, queda claro que el primer el elemento, es decir, A, es el que tenemos y el que irá en su lugar es B. Por ejemplo: Debo reemplazar estos diputados por unos nuevos.  Y así me quedo hoy sin saber por qué la gente se confunde tanto con el verbo cambiar en su acepción más parecida al trueque. Y pronto sabré si Venezuela vive solo tiempos de cambios o también tiempos de cambio.

sarace.pacheco@gmail.com




Año III / Nº LXXXIV / 30 de noviembre del 2015

lunes, 23 de noviembre de 2015

Adivina, adivinador [LXXXIII]

Edgardo Malaver


         Quien ha leído Zárate (1882), la novela de Eduardo Blanco (1838-1912), sabe que poseer el supuesto don de la adivinación no lo salva a uno de nada. En el capítulo “Sibila y madre”, tercero de la segunda parte, el enigmático Oliveros, mediante un astuto ardid a la vez despiadado y teatral que despliega en medio del monte, acorrala a Tanacia, la adivina que lo ha acompañado en toda su carrera de fechorías, y la obliga a revelar que Cascabel, su hijo y uno de los espalderos de Oliveros, es un traidor y que debe pagar por ese crimen. Por más que intenta evitarlo, la bruja no tiene más escapatoria que “adivinar” lo que su amo ya sabe y todos sus conjuros terminan cayendo sobre Cascabel. O sea, no se cree Oliveros que Tanacia sea realmente adivina, sólo la utiliza: para mantener su autoridad sobre los demás delincuentes, recurre a los sortilegios de la madre para señalar al traidor, que no termina con vida la escena.
         En el Antiguo Testamento, los adivinos debían ser “muertos a pedradas” (Levítico 20, 2), pues violentaban la confianza total y desprendida que el pueblo judío debía sentir por Dios. El cristianismo heredó esta actitud y desde los tiempos de san Pablo se ha defendido de la práctica de la adivinación. Los griegos, al contrario, y luego los romanos, favorecían muchísimo la búsqueda de advertencias sobre lo que traería el futuro y de pistas sobre lo que habría que hacer para evitar... lo inevitable. Quien ha leído Edipo Rey, la tragedia de Sófocles (496-406 antes de Cristo), sabe lo que pasa cuando se obedece al pie de la letra el oráculo.
         Qué curioso, ¿no?, que el verbo que utilizamos para indicar, como diría el diccionario, que alguien es capaz de conocer lo que está aún por suceder, lo oculto, lo ignorado; acertar en la respuesta a lo desconocido por medio de conjeturas o por azar; e incluso vislumbrar lo que ha de venir o suceder, comparta raíz con otra palabra que se refiere a Dios, el omnisciente, el único que “sabe la hora” del fin de todo (Mateo 24, 36). ¿O quizá no es tan curioso?
         En español, adivino está compuesto por el prefijo a-, que sugiere aproximación, tendencia hacia algo; la raíz divin-, proveniente de divinus (adjetivo), que, en latín, equivalía a ‘todo lo relacionado con un dios’, y, naturalmente, la terminación de género y número. En Roma, la adivinación era una gracia que concedía alguno de los miles de dioses en que creían los romanos, por lo que quien la recibía era llamado también divinus (sustantivo), hombre que tenía algo de divino, adivino. Adivinar, entonces, es aproximarse a lo divino, tender a tener la condición de dios, por el mismo mecanismo morfológico por el que un ahijado de alguien se acerca a ser su hijo; atesorar es aproximase a tener un tesoro; afearse es ir volviéndose feo.
         Adivino que no muchos lectores encuentran muy aleccionadoras estas afirmaciones, pero me contento con aminorar con ellas mi propia sed de ideas. El conocimiento comienza siempre con una pregunta, una conjetura, una búsqueda, y ser capaz de llegar a la verdad exige un esfuerzo que nos adivina, que nos avecina con Dios... o con los dioses, si no cree usted en ellos. Adivinar, en el sentido moderno, no es tampoco tan pecaminoso. Quien ha leído La vuelta al mundo en ochenta días (1873), de Julio Verne (1828-1905), ya sabe que no se puede adivinar todo lo que uno desea, pero también que los cálculos más rigurosos pueden estar equivocados y, aun así, dar en el blanco, todo está en hacerlos pasar por la experiencia.


emalaver@gmail.com




Año III / Nº LXXXIII / 23 de noviembre del 2015

lunes, 16 de noviembre de 2015

Las imágenes del habla [LXXXII]

Efraín Gavides Jiménez



         Nuestro escritor Jesús Enrique Barrios nos ha ilustrado con un maravilloso prodigio: “El poeta oyó el canto del pájaro y lloró. Música y lágrima cayeron al río. Entonces la poesía se hizo sal de salvación humana y bendición del mar para que la gente se dedicara a cantar”.
         En el habla cotidiana, si bien muchas veces aquel canto carece de musicalidad, sin dudas está presente, muy particularmente, el indefectible recurso retórico del que la poesía no puede prescindir, la imagen poética.
         Es menos fácil aclarar lo que son y cómo se construyen las imágenes poéticas que apropiarse de ellas, como tan bien lo demuestra el venezolano. ¿En cuántas ocasiones Pedro no ha enterado a su compadre de que su mujer le es infiel? Pero muy lejos de que esta frase sea un arcaísmo, preferirá informarle que «le pone los cachos», que «alguien le está soplando el bistec» o que «ella se le montó por la acera». Sí, somos artífices (cuando no autores la mayoría de los casos) de esa suerte de imprecisiones lingüísticas, aunque tan figurativas como triviales y por ende predilectas frente a términos formales, raros e incómodos (o ignorados por el lexicón) como adulterio.
         No escapa de la elocuencia la llamada jerga hamponil caraqueña, la cual se complace en el empleo de imágenes. Un ejemplo: al sentimiento de hermandad, de profunda amistad, se suele honrar con un «el mío» o «mi causa», y con el entrañable «mi color».
         Además, es ya legendario el genio imaginativo del venezolano al asignarle un apodo a su compatriota para celebrar sus caracteres. Así, al gordito se le llama «arepa con todo», al negrito le decimos «forro de urna» o «noche sin luna», y al contrario de éste, «pan de leche».
         Si hay algo innegablemente poético, fraternal, sublime, es el vínculo filial, la figura progenitora, cosa que desde luego también suscita imágenes, porque numerosas veces nos ha embromado en la autopista o en el supermercado «la mamá de las colas», y en cualquier octubre hemos sido empapados por «el papá de los palos de agua».
         Y es que hasta a nuestra gama de refranes populares como agua caliente, raspa marrano[1], o como cucaracha en baile de gallinas[2] o morrocoy no sube palo ni cachicamo se afeita[3] —extraordinarias imágenes poéticas—, se suman esos peculiares símiles que nos permiten explicar nuestro nivel de valentía: «no me intimidas ni prendido en candela», exponer nuestros reproches: «eres más agarrado que tuerca de submarino», o describir nuestra fatiga: «esto está más largo que desfile de culebras».
         Al parecer, todos somos poetas o estamos —¿por qué no aceptarlo?— bendecidos por ese mar de criollísimas imágenes poéticas.

gavidesjimenez@gmail.com




[1] Lo duro escuece, duele. Lo ingrato desagrada.
[2] Peligro, temor, susto. Persona fuera de medio. Situación inapropiada o inconveniente.
[3] Reflexión sobre la imposibilidad.




Año III / Nº LXXXII / 16 de noviembre del 2015

lunes, 9 de noviembre de 2015

El genio de la lengua [LXXXI]

Azury Mendoza


         La risa casi sardónica de Shazzan, personaje de la serie animada homónima, resuena claramente en mi cabeza cada vez que me topo con ese concepto con el que se describe el talante particular de cada convención de lenguaje.
         Quizá la carcajada mordaz del genio animado no sea gratuita del todo, puesto que de acuerdo a los entendidos en la mitología semítica, los djinn /dʒɪn/ son portadores de un potente poder creador relacionado con el fuego y el humo, y también con la oscuridad, lo demoníaco.
         El genio de nuestro español venezolano no se parece al personaje de argollas en las puntiagudas orejas, corte krishna y barba a lo Nottingham, cadenas de oro, chalequillo sin botones, pantalones bombachos y zapatos puntiagudos: se viste a la última moda, tiene un talento especial para detectar chinazos[1] y armar chalequeos[2] perpetuos, no ‘pela’ una parrillita con cerveza (aunque no le hace remilgos al whisky, para revolverle el hielo con el índice), hace amigos con facilidad y abraza a todo el mundo.
         Tampoco ha podido resistirse a la tendencia perniciosa e innecesaria de amplificar conceptos, de confundir sexo con género y en un ánimo general de ‘congraciamiento’ con las minorías excluidas, complica todavía más los de por sí complicados textos científicos, legales u oficiales. Igualmente, se ‘empata’ en la onda de separar artículos de sus preposiciones naturales, bautiza hijos con nombres tipo Frankenstein, acorta palabras y se apropia de neologismos con un desparpajo que haría convulsionar a nuestro filólogo de cabecera, don Andrés Bello. Aquí algunas muestras:

  • “El decano de Medicina de la UCV le responde al minpopo de Educación”. Truncatura que resuelve muy bien el derrame de adjetivos y preposiciones del cargo que, de paso, se llevaría dos de las tres líneas del titular. Ah, sí, también recoge sin querer queriendo la verdadera naturaleza de muchos de nuestros MinPoP[ó]s.
  • “No es un pordiosero. Es un hombre en situación de calle”. Florida frase que fracasa en su propósito de embellecer la realidad de quien la padece.
  • “¡Yo soy el voceador oficial de esta parada!”. Creativa justificación para cobrar al chofer los gritos que anuncian la ruta de la camioneta a los pasajeros potenciales.
  • “Tengo un postgrado en Psicología Forense: hablo con los muertos”. Ingeniosa forma de decir que es espiritista.
  • “Efrofriendlyns Jhesvergreen Mc’Namara Guevara Marcano”. No es un trabalenguas, sino el nombre completo de una chica venezolana cuyo documento de identidad circula por la web.


         Ante tanta chispa creativa, un amigo oriundo de Trinidad y Tobago me preguntó en su muy candoroso y académico español: “¿Qué es de pinga?”. La respuesta que le di debió haberle sonado como un balido de Kaboobie[3] mientras, disimulada en las matas, podía verse la sombra de nuestro Shazzan venezolano, estremeciéndose calladita con su ¡jo, jo, jo, JO...!

azurybrian@gmail.com




Año III / Nº LXXXI / 9 de noviembre del 2015




[1] Chinazo. Voz venezolana usada cuando una persona dice algún comentario que lo expone a un doble sentido, por lo general, de contenido sexual.
[2] Chalequeo. Burla, chanza entre amigos.
[3] Kaboobie. Camello de Chuck y Nancy, personajes todos de la serie animada Shazzan.

lunes, 2 de noviembre de 2015

El árabe dentro del español [LXXX]

Ariadna Voulgaris



         De las aproximadamente 1.200 palabras árabes que forman parte del patrimonio lingüístico español, unas 650 comienzan con a, que son las más abundantes, y dentro de este grupo, las que comienzan con al- llegan a sobrepasar las 300. De esa lista, que me tropiezo estudiando para mis clases de español, he reconocido 71: Alá, alacena, alacrán, alambique, alarido, alazán, albacea, albahaca, albañal, albarán, albarda, albaricoque, alberca, albóndiga, albornoz, albricias, albufera, albur, alcabala, alcahuete, alcaide, alcalde, alcancía, alcanfor, alcántara, alcaparra, alcaraván, alcarchofa, alcatraz, alcázar, alcoba, alcohol, Alcorán, aldaba, aldea, alfaguara, alfalfa, alféizar, alfeñique, alférez, alfil, alfombra, alforja, algarabía, algarroba, algazara, álgebra, algodón, algoritmo, alguacil, alhaja, alharaca, alhelí, alicante, alicate, aljibe, aljofaina, almacén, almanaque, almea, almíbar, almiral, almizque, almofariz, almogávar, almohada, almojarife, alquiler, alquimia, alquitrán y alubia.
         Y todos estos sonidos a la vez conocidos e importados, reunidos así con sus parientes más cercanamente consanguíneos, me disparan una enredadera de meditaciones estrafalarias y caprichosas, como la lengua. Unas cuantas de esas palabras me traen otras imágenes:

  • alacrán, que la siento tan venezolana, pero es una palabra tan desértica... y venenosa, como almizque (o más bien almizcle), sustancia poderosa;
  • alambique, que es una palabra como ebria, tan llena de alcohol, por dentro y por fuera;
  • alazán, que tiene que ser árabe porque árabes son todos los caballos del mundo, ¿no?;
  • albóndiga, que es tan carnívora, tan redonda, tan comelona;
  • albornoz, que siento como muy de monje capuchino, lo cual no es muy árabe, pero, al final, la vestimenta de los monjes se parece a la de los apóstoles, que eran primos de los árabes;
  • alcancía, porque ¿qué es más ahorrativo que un árabe?; ¿y alquiler?, ¿y albarán?, ¿no son también formas de juntar monedas?
  • algazara, que suena tan a tertulia española, pero ¿qué es más español que lo árabe?; quizá sólo los alaridos, la algarabía, la alharaca; 

         Hay otra dulce palabra árabe que nos confunde a todos por su orientación sex... perdón, por su género gramatical. Otro día, cuando recupere alguno de mis discos de Celia Cruz, escribiré sobre ella.


ariadnavoulgaris@gmail.com



Año III / Nº LXXX / 2 de noviembre del 2015

lunes, 26 de octubre de 2015

Números impresionantes (II) [LXXIX]

Edgardo Malaver


            Por alta que sea la cifra, los llamados números redondos (que no deja de ser también una imagen poética) no tienen mucha sonoridad. Se expresan casi siempre con una sola palabra, y muchas veces monosílaba. Noventa, novecientos, nueve mil son expresiones más bien sencillas; diez, cien, mil pueden ser cifras muy significativas, pero son palabras monosílabas que casi no “impresionan” a nadie.
            ¿O quizá deberíamos decir que si la lengua les ha adjudicado signos tan simples ha de ser porque en la mente de los hablantes esas cantidades no son difíciles de abarcar? El nombre ciempiés, por ejemplo, no indica que este animal tenga cien patas, ni mil... ¡mucho menos diez mil!, como indican sus nombres científicos. Implica que es mucho más sencillo decir (o recordar o imaginar o, incluso, concebir) mil cosas que contarlas. Seguramente contar las patas del ciempiés nos daría un número más atractivo, más sonoro, más impresionante.
            Hay, sin embargo, otras formas de numerar que pueden impresionarnos más que las cifras con que trabajan los matemáticos. Los hablantes siempre se las arreglan para crear metáforas y juegos que expresan cifras enormes de cosas: un montón de árboles, un chorro de problemas, un camión de sonrisas. En la película El pez que fuma, la Garza, la dueña del burdel, dice que ella no ha tenido hombres, sino autopistas de hombres. Otros, con un poco más de crudeza, dirán que han encontrado un vergajazo de gente en un lugar, que botaron un mierdero de muebles viejos, que se han bebido un coñazo de cervezas. Y los hay más elegantes que dirán: una retahíla de frases hechas, una sarta de mentiras, una ristra de groserías. Para la matemática no existen estos “números”; la gramática los llama sustantivos colectivos; pero en la mente de los hablantes son equivalentes a cantidades que en ocasiones pueden ser más precisas que el número pi.
            Los números no son impresionantes, entonces, únicamente por su sonoridad. También pueden serlo por el tamaño, la fuerza o la longitud o el número de partes de la cosa con la que se relaciona. Con este mecanismo, es difícil poner freno a la creación lingüística. Habría que poner freno a la imaginación. Y la imaginación, como los números, es infinita, pero cabe toda en la ciencia de los números, como cabe en la ciencia de las palabras. Tal como un número puede ser múltiplo de otro, que es múltiplo de otro y de otro, una palabra puede ser hiperónimo de otra, que puede serlo de otra y de otra. Lo impresionante, al final, es que haya tanta semejanza, tanta equivalencia... tanta simetría.

emalaver@gmail.com




Año III / Nº LXXIX / 26 de octubre del 2015

lunes, 19 de octubre de 2015

Números impresionantes (I) [LXXVIII]

Edgardo Malaver



         Ángel Félix Gómez contó una vez en una conferencia sobre la historia de Margarita que durante la Guerra de Independencia algún general mandó a un soldado (un hombre sencillo del pueblo sumado al ejército para combatir por la causa) a vigilar sobre un cerro y avisarle si veía venir alguna tropa enemiga. El soldado volvió después de unas horas, sudado, sin aliento, con el rostro lleno de temor y cuando pudo hablar le dijo a su superior:
         —General, viene un ejército grandísimo por allá.
         —¿Cuántos hombres son? —preguntó el general.
         —Son muchos, mi general, muchísimos.
         —Pero ¿cuántos, hombre? ¿Serán como mil?
         —No, señor, ya le digo que son muchísimos, son como... ¡setenta y siete!
         Si se lo juzga únicamente por su longitud, setenta y siete suena mucho más numeroso que mil. Por su número de sílabas, gana seis a uno. Por la contundencia de sus consonantes, la aliteración que forman las tes lo hace más fuerte, más impetuoso, más aguerrido. La palabra mil, tan breve, es a la vez nasal y líquida —dirían los fonetistas—, casi inofensiva; a lo sumo, la i, su única vocal, pronunciada como muy aguda, quizá pueda herir el oído y llamar un poco la atención. Setenta y siete, por otro lado, con tanta sonoridad y fuerza, con tantas sílabas tan bélicas, parece inconmensurable. En la historia del soldado patriota, la tropa que se acercaba era inmensa, impresionante, eran muchísimos soldados, ¿cómo iban a ser apenas mil?
         Estas consideraciones no parecen ajenas a la ciencia de los números. En matemática, como todos sabemos, existen números que son primos, números que habitan la imaginación, números con mucha entereza, números que gozan (o no) de raciocinio, números llenos de energía positiva (o de pesimismo), números que se quiebran, números nacidos en Roma y en Arabia, números que aman la naturaleza y, al final, todos los números son baquianos de la realidad (¿o de la realeza?). Si hasta existen las matemáticas discretas, las matemáticas puras y las matemáticas de los juegos, no es raro que todo en ellas suene tan metafórico. Y es más o menos natural que sea así, porque en el origen de la matemática los matemáticos, antes que matemáticos, eran poetas.
         Existen también los números impresionantes. Son números que tienen una sonoridad tal que inyectan en los oídos del que oye un vigor y una imagen tan poderosa que la objetividad matemática sería débil y nebulosa. Impresionante es el número ciento quinientos, que todos los niños utilizamos tanto antes de ir a la escuela por primera vez. Impresionante es el número sopotocientos, que parece un número verdadero, pero es mayor que el infinito. Impresionante es un número que tenga muchos sietes y muchos setentas y muchos setecientos.
         Son sin duda, como todos, números imaginarios, pero no ya los que los matemáticos llaman así sino los que se albergan en la imaginación lingüística del hablante que no sabe con qué número expresar una cantidad tan grande de cosas como la que ve en su mente. Simón Bolívar no hubiera podido ganar la Guerra de Independencia calculando las fuerzas del enemigo con números como estos, pero la lengua sí gana cada vez que la intuición matemática del pueblo recurre a la imagen poética para crear números que exceden la posibilidad de contar.


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Año III / Nº LXXVIII / 19 de octubre del 2015

lunes, 12 de octubre de 2015

Pekín y Bombay [LXXVII]

Edgardo Malaver


         En mayo de este año tenía ganas de escribir sobre el nombre de Venezuela, su sufijo dizque peyorativo, la hipótesis sobre su origen indígena, su explotado género femenino, etc.; pero, al descubrir que el maestro Ángel Rosenblat ya había dicho todo lo que yo planeaba decir y otras mil cosas y —sobra decirlo, pero lo digo— de una manera insuperablemente sabia, desistí. Algunos temas tienen eso: hay que ser un Rosenblat para decir algo nuevo alguna vez.
         No puedo, sin embargo, adoptar la práctica de escribir sin investigar al menos un poco. La semana pasada me puse, entonces, a investigar un poco sobre dos ciudades cuyos nombres en algún momento han cambiado: Pekín y Bombay; desde hace mucho tiempo me repican esos dos nombres en la memoria porque la última vez que cambiaron, las autoridades de China y de la India, respectivamente, nos pidieron al mundo entero que dejáramos de llamarlas como las hemos llamado desde que existen y las llamemos como ellos, ahora, de repente, nos indican: Beijing y Mumbay. Nunca ha dejado de molestarme esta, cuando menos, arrogante aspiración, pero he descubierto en estos días que el cambio tiene cierto sentido. En ambos casos —y en otros, como el de Leningrado, Zaire y Cuzco—, la decisión se ha tomado para rescatar el nombre original, el de los antepasados, el que, al menos idealmente, contiene más y mayores rasgos de la identidad del pueblo. Contra eso, ni una palabra.
         Mi oposición, sin embargo, nace de lo que podría llamarse un derecho de nombrar que tienen los hablantes de toda lengua, vinculado de manera natural —o equivalente— a lo que Ferdinand de Saussure llamó la arbitrariedad del signo: esto, aquí, se llama como lo decidamos nosotros (o como lo hayan llamado nuestros antepasados). Cómo lo llaman en su lugar de origen los hablantes de la lengua de ese lugar, aunque bueno de saber, no forzosamente tiene que ser tomado en cuenta. En español, esas ciudades se llaman Pekín y Bombay y a los hablantes del español no nos hace falta conocer los idiomas de esos lugares para utilizar esos nombres en la vida cotidiana.
         Después de leer un rato en Internet, me percato, como en mayo, de que al decir más que esto no haría otra cosa que redundar. Por esa razón hoy pretendía limitarme (sin éxito, como se ve) a reseñar tres artículos sobre el asunto, los que he encontrado más serios y serenos. El primero se titula “¿Beijing o Pekín? ¿Bombay o Mumbai? Un dilema para la ONU”, escrito por la argentina Carolina Brunstein y aparecido en el diario Clarín de Buenos Aires el 1° de septiembre del 2004. El segundo, “¿Pekín o Beijing?”, del mexicano José G. Moreno de Alba, apareció el 20 de septiembre del 2007 en el suplemento cultural de El País de Madrid. El tercero, titulado también “¿Pekín o Beijing?”, se publicó en el Listín Diario de Santo Domingo, el 14 de agosto del 2008, firmado por el dominicano Fabio J. Guzmán Ariza.
         Ellos, a lo Rosenblat, han dicho, ni más ni menos, lo que yo quería decir.

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Año III / Nº LXXVII / 12 de octubre del 2015

lunes, 5 de octubre de 2015

Somos venezolanos, ¿y qué? [LXXVI]

Laura Jaramillo


Parafraseando a “El Mono” Sánchez
Humorista colombiano

         Nuestro modo de hablar, además de nuestras actitudes, costumbres y pensamientos, es la característica más resaltante para hacernos diferenciar de otros latinoamericanos. Los venezolanos, solo para hacernos entender, tenemos una peculiar capacidad para inventar expresiones (y para mantener las de vieja data), a través de figuras como la comparación y la metáfora, no faltaba más.
         Bueno, veamos algunas de esas expresiones tan nuestras:


    • Los amigos son compinches o panas; y la amistad verdadera es una panadería.
    • Cuando nos sentimos mal, nos da un beriberi o un patatús.
    • Las peleas son atajaperros, berenjenales o zaperocos.
    • Cuando no nos importa nada, somos viva la pepa o antiparabólicos.
    • El borracho está zarataco.
    • No somos despistados, somos despalomaos.
    • Si tenemos cosas pendientes por hacer, estamos hasta los tequeteques.
    • Al consentido o más querido de la casa, le decimos toñeco.
    • Nosotros no nos morimos, nos petateamos o colgamos los guantes/guayos.
    • Algo no se rompió, se esguañingó.
    • No tomamos cervezas, tomamos birras o nos echamos unos palitos.
    • Si vamos al cine, no vamos en grupo, vamos en cambote o en patota.
    • Nuestras arepas son pelúas o catiras.
    • No bailamos, pulimos hebilla.
    • El doble seis es una cochina.
    • La droga se convierte, no sé cómo, en perico; y el drogadicto está periquiao.
    • No nos comemos un perro caliente, sino un asquerosito o bala fría.
    • El despecho es un guayabo.
    • La resaca es un ratón, a veces un canguro.
    • No es frío, es Pacheco.
    • Cuando se nos olvida el nombre de alguna cosa, entre varias opciones, lo podemos resolver con el bicho ese que se bichea (sigue así, Rayuela).
    • No nos ponemos bravos, nos convertimos en anacondas o macaureles (¿verdad, Yelitza?).
    • El raspao de la olla es el cucayo (Blanca, ¡qué falta hace mamá!).
    • No tenemos sueño, sino un sueñero (ay, Genaibis, qué sabroso cuando llega el sábado).
    • No se habla mucho, se habla hasta por los codos.
    • Cuando se llega a los 60 años, no somos de la tercera edad, sino que mascamos el agua.
    • No decimos muchos, sino sopotocientos.
    • Algo no es chévere, es mollejúo.
    • Los celulares no son androides o de última generación, sino que cantan el himno nacional y hasta te peinan.
    • No tenemos información importante, tenemos una cabilla.
    • Nosotros no caminamos, pateamos la calle.
    • Las mentiras son muelas.
    • La garganta es el gañote; y si gritamos, nos esgañotamos.
    • Si nos equivocamos, pelamos gajo o meamos fuera del perolito.
    • No es hola, es épale, qué hubo, qué más.
    • Nacimos en el año de la pera o en los tiempos de María Castaña.
    • No somos inteligentes, sabemos más que pescao frito.
    • La sandalias son chancletas o babuchas.
    • No estamos en peligro, estamos en pico e zamuro.
    • Y pa más ñapa, ahora no vamos al supermercado, vamos a bachaquear.

            Por eso, somos venezolanos, ¿y qué?


    laurajaramilloreal@yahoo.com




    Año III / Nº LXXVI / 5 de octubre del 2015