Como todo lo que se podía decir del mismismo ya se ha dicho, e incluso se ha
dicho más, no tengo la ilusión de aclararle nada a nadie. Además, observo que todo
el que se decide a escribir sobre este fenómeno siente la necesidad, y sucumbe
ante ella, de comenzar o justificándose —disculpándose, en realidad, como quien
no ha tenido otro remedio— por actuar como inquisidor de la lengua o
declarándose aguerridamente mismismista
—porque eso terminan siendo cuando adoptan el mismismo para ridiculizarlo—. No
es lo que pretendo yo, ni una ni otra. Eso parece una pelea, y lo que yo tengo
con la lengua es un romance, no una pelea.
Ya se ha dicho: es un fenómeno —así dice
un científico: un fenómeno, no un vicio, no una desviación, no una falta— en
que se recurre muy frecuentemente al uso de la palabra mismo (y sus variantes de género y número) para referirse a algo
que acaba de ser nombrado (sobre todo sustantivos y adjetivos, parece). Se
dice, por ejemplo, “El gobierno ha cerrado algunas emisoras de radio debido a
que... —y aquí siente que sería pecaminoso y abominable volver a decir emisoras de radio, pero se da cuenta de
que afortunadamente aún tiene tiempo de cambiar a...— las mismas han cometido
numerosos delitos contra la estabilidad de la patria”. ¿Le suena?
Existe —no sabemos por qué, pero no nos
preguntamos, mucho menos investigamos si tendrá sentido—, una especie de
prohibición de utilizar dos veces una misma palabra en un párrafo. Y es mucho
peor —es decir, condenable— si aparece tres, cuatro veces, y digno de castigo
cuando es en la misma oración. No sabemos por qué está como prohibido, por qué
está mal, por qué nos lo reprochan, pero urge evitarlo. Bueno, sí lo sabemos:
la escuela y su empeño en deseducarnos nos repiten desde que aprendemos a
escribir la a que hay que preferir la muerte antes que incurrir en esa
repetición. (Eso hace la escuela, pero lo hace sobre todo el empeño en
deseducarnos, uno lo comprende más tarde.) Ante semejante alternativa, alguna
estrategia hay que procurarse para eludir la horca, ¿no?
El problema, ergo, no es propiamente el
mismismo, que alguna vez debe ser útil para algo. El problema es el deseo
incomprensible de aparentar que hablo bien, bonito, educado, cuando ni yo mismo
logro ver con claridad lo que intento decir. Si en ese intento, no hago más que
ponerme obstáculos a mí mismo, si en lugar de simplificar, produzco oraciones
más complejas, invento atajos y desvíos para llegar a home sin pasar por tercera, lo más probable es que nadie me
entienda, que es la principal razón por la que uno habla. Y eso no es hablar
bien. Además, ese “hablar bien”... ¿qué es? ¿Qué hace falta para hablar bien?
¿Ser Andrés Bello?
En contra de lo que piensa mi hermana
menor, lo que
deseo no es corregir a nadie, lo que deseo no es que la gente hable como yo.
Uno no tiene derecho a desear eso. Que cada quien hable como se lo dicte y se lo permita su personalidad, su
visión del mundo, la cultura en que vive. Diría Joan Manuel Serrat: “que se haga lo que está
mandao y que no mande nadie”. Sería
fantástico.
En realidad no estoy en contra del
mismismo, estoy en contra de la ultracorrección, del parecer lo que no se es,
del deseo de sonar mejor de lo que se suena por dentro, porque nos parece que
está mal sonar como sonamos. Si usted quiere sonar como si hubiera estudiado
mucho, estudie mucho. Cambiar una palabra por otra no le va a funcionar, no va
a sonar bien. Si nos limitamos
a eso, terminaremos diciendo como Mafalda: “¡Sonamos!”.
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Año VI / N° CCXXXVI
/ 27 de noviembre del 2018