miércoles, 23 de abril de 2025

Jorge y san Jorge [DX]

Edgardo Malaver


San Jorge y el dragón (1605), de Rubens




Ya tenemos 30 años celebrando formalmente la fiesta del Día del Libro y del Idioma, por lo menos en el mundo de habla española. En Barcelona, aunque la tradición tiene muchos más años, en este momento hay una fiesta inmensa que parte y desemboca en el libro, en la escritura, en la lengua. Y en Bogotá, en Santiago, en Guadalajara y en esta mesa en estoy sentado yo, miles y miles de personas estamos emocionados porque el mundo entero tiene puestos ojos jubilosos en un objeto antiguo que nos ilusiona tener entre manos y que ha vertido, desde que existe, horas y horas de placer, belleza y conocimiento en nuestro espíritu, es decir, y es lo más importante, nos ha hecho más humanos.
También hay en este momento, sin embargo, en el mundo cristiano —y un poco más allá—, un velatorio. Ha muerto hace dos días el papa Francisco, venido de ese mundo de habla española donde hoy estamos de fiesta. Oímos las noticias de las lecturas públicas de Don Quijote —en Inglaterra leerán Romeo y Julieta, imagino—, pero al mismo tiempo oímos las noticias de los peregrinos que en este instante, en Roma, están saludando con tristeza y por última vez a un hombre que hace doce años salió de su casa en Buenos Aires para asistir a una reunión de trabajo porque acababa de renunciar su jefe, y no volvió nunca más, porque lo eligieron a él como sucesor. Lo pusieron de repente al frente de la organización transnacional más grande y más antigua del mundo.
Y este hombre se llamaba Jorge.
También se llamaba Jorge el santo por el que, al menos en España, arman tanto alboroto todos los años en esta fecha. Este otro Jorge era un soldado romano nacido, como Jesucristo, en Palestina en el año 275, aproximadamente, que encarna, según la literatura hagiográfica, las virtudes que sostienen al cristiano “en su lucha cotidiana contra el maligno”. La tradición enseña que Jorge, convertido ya a la fe cristiana y dueño ya de una buena reputación en el ejército del Imperio Romano, llegó un día a una pequeña ciudad donde los habitantes vivían atemorizados por “un gigantesco lagarto” (¿un cocodrilo particularmente grande, quizá?) que había devorado a varias personas. Jorge decidió enfrentarlo y, siguiendo el ejemplo de Jesús, inició su cacería del animal arrodillándose para orar. El enfrentamiento dio la victoria al soldado, con lo cual atrajo a muchos habitantes del lugar a la conversión, y esta, la persecución hacia sí.
Otras versiones más entretenidas de la leyenda cuentan que fue por el amor de “una hermosa doncella” que Jorge se enfrentó a “un dragón” (¿un cocodrilo más grande?, ¿más de uno?). En el sitio en que cayó la sangre del dragón nació un rosal, detalle que dio lugar a que este símbolo acompañe las celebraciones en Cataluña y a que el santo-guerrero sea bien visto por los enamorados catalanes.
No puedo ser yo el primero que repara en que las semejanzas que pueden descubrirse entre estos dos Jorges no se limitan al nombre que los dos llevan. San Jorge, que es el que pertenece a la esfera del mito, es el que puede tomarse de modelo. En primer lugar, el santo se hizo célebre en tierras lejanas a la suya, tal como ha sucedido con el papa. Además, como defensor de la fe, Francisco comparte con Jorge la lucha contra las fuerzas que, en el siglo IV y en el XXI, niegan a los creyentes el derecho de escoger en quién poner su confianza. En tercer lugar, los dos parecen confiar en la oración como arma, incluso más poderosa que la espada, para los combates de la vida. El sacerdote no llevaba armadura como llevaba el soldado, pero igualmente está claro que los dos soportaban los golpes como los héroes. San Jorge fue conminado a violar la ley de Dios al final de su vida —fue ejecutado por no acceder a hacerlo—, mientras que Bergoglio estuvo contra la pared en ese sentido durante la dictadora argentina en su juventud.
En suma, ni siquiera ahora es el recién fallecido pontífice extraño al ánimo que mueve hoy a tanta gente que ama los libros y la lectura. Siguiendo sin proponérselo el ejemplo de Juan Pablo, que fue actor y dramaturgo en sus años mozos, y de Benedicto, que siempre fue filósofo, Francisco tenía conducta de poeta y, de hecho, siempre estaba citando poetas y narradores, y no solamente a san Agustín y san Ignacio de Loyola, que sería natural en un sacerdote, sino también a Borges, a García Lorca, a Dostoievski, a Dante, a Virgilio. Acabo de enterarme de que en los años 60 el padre Bergoglio fue profesor de literatura, e incluso llegó a invitar y recibir en su salón de clases al autor de Ficciones. El año pasado, el Instituto Cervantes anunció desde la oficina vaticana de Francisco que en el 2025 publicaría el intercambio epistolar entre los dos célebres argentinos.
Luctuoso y alegre a la vez, este vigésimo quinto Día del Libro y del Idioma del siglo XXI, como si hubiera sido coreografiado por una mente creadora superior, ha quedado marcado por la memoria clásica y mitológica y por el legado espiritual y humanista de un Jorge santo y un papa Jorge.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DX / 23 de abril del 2025
EDICIÓN DEL DÍA DEL LIBRO Y DEL IDIOMA

domingo, 20 de abril de 2025

Noli me tangere [DIX]

Edgardo Malaver


Noli me tangere (1442), de Fra Angelico



Si nos tomáramos los Evangelios como textos meramente literarios, que también lo son, bien podríamos interpretar las escenas de la última semana de la vida terrenal de Jesús como metáfora de los vaivenes que sufrimos todos los seres humanos a lo largo de la existencia. Esa semana comienza con la entrada triunfal del protagonista en la capital de su reino natal, la ciudad santa de su cultura. Lo reciben con tanta alegría que todos cortan palmas para saludarlo como sus antepasados saludaban a un legendario rey del que, según el narrador de la historia, desciende este nuevo líder. La alegría de verlo al fin, los rumores fabulosos que desde hace meses llegan a la ciudad y las expectativas de que este hombre se convierta en un libertador que traiga la paz y el bienestar al pueblo no le permite a la multitud percibir que viene montado en lomo de asno, no trae ni una sortija en los dedos, su traje es el mismo que el de ellos y en su séquito no hay soldados y nobles, sino parias y excluidos que ha ido reuniendo por el camino. Salta de boca en boca el deseo de coronarlo para que de una vez expulse al ejército enemigo, pero él ni por asomo tiene esas ínfulas.
Una semana más tarde, ese mismo pueblo y sus autoridades, las locales y las invasoras, le han tendido emboscadas, le han puesto precio a su cabeza, sus amigos lo han abandonado, uno de ellos lo ha vendido, lo han atrapado como a un ladrón, le han hecho un juicio sumario y amañado, lo han condenado a muerte, le han hecho cargar una cruz hasta el sitio donde lo colgarían en ella y le han hecho derramar sangre hasta que muere, desnudo y a la vista de todos. Lo entierran, ponen guardias en su tumba y desatan una persecución contra los pocos seguidores que le quedan.
En otras palabras, todos hemos tenido nuestros domingos de ramos y, tiempo después, nuestros viernes santos. Muchos que nos ponían en un pedestal han pedido después que nos crucifiquen. Todos hemos sido un falso mesías para alguien, a tal punto que sólo nuestra madre y dos o tres amigos más se atreven a visitar nuestra tumba.
La esperanza —y la meta— sería llegar también a vivir nuestro propio domingo de resurrección, ese momento en que la suma y resta de pecados y virtudes, de debilidades y hazañas nos deje en el lado luminoso de la vida, renacer después de tanta tormenta hecho ahora de una naturaleza que no sea de este mundo, superar en la tierra la naturaleza humana para ascender a un estado superior.
“Noli me tangere”, le dice Jesús a María Magdalena, acaso su discípula más fiel, que al verlo resucitado corre, llena de alegría humana, a abrazarlo. “No me toques”, que ya no soy lo que crees ver en mí. El cincel del dolor, la cruz de la soledad, el silencio oscuro de la muerte me han esculpido de nuevo. Como no soy únicamente carne y huesos, nervios y humores, ahora soy un mejor yo.
Pocas páginas más adelante, esta historia nos aclara que, misteriosamente, de nuevo se puede tocar al protagonista, que incluso invita a uno de sus amigos a meter el dedo en sus heridas, que aún están abiertas en su cuerpo. Es indudable que en estas escenas posteriores a la resurrección hay más y más significados que podríamos desentrañar literariamente; sin embargo, me temo que haría falta una lupa mucho más clara que la mía, porque el personaje del que hablamos es un verdadero misterio. Y quizá sea más misterio que personaje.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DIX / 20 de abril del 2025
EDICIÓN DE PASCUA DE RESURRECCIÓN


lunes, 14 de abril de 2025

Un soponcio de Semana Santa [DVIII]

Ariadna Voulgaris



Un actor personifica al padre José Cortés de Madariaga
en Caracas, en el 2012



Casi me dio un patatús cuando lo supe. Casi me desmayo, por poco no sufro un vahído. Un síncope, pues.
Es que acabo de enterarme de que la palabra soponcio pertenece a ese gordo saco de palabras que nos han ido cayéndonos encima desde que existe la Semana Santa, es decir, la Semana Mayor, que en la antigüedad más antigua se llamaba también Gran Semana.
El soponcio más propio de la Semana Santa que yo conozco es el que tiene que haberle dado a Vicente Emparan el 19 de abril de 1810, que era Jueves Santo, día de la Última Cena. El señor Emparan, pobre, iba apuradito para la Catedral de Caracas, cuidadoso de no llegar tarde a la misa, cuando se le atraviesa el guapo de Francisco Salias, hermano de otro Vicente, el músico, y lo ataja a cuatro pasos de entrar en el templo. Quién sabe si al dar el español un paso dentro de la iglesia hubiera podido Salias formar el zaperoco que formó.
Bueno, en honor a la purísima verdad, a Emparan no debe haberle dado un soponcio por eso. Lo que sí debe haberle dado es por lo menos un sudor frío en la espalda al ver que el jefe de la guardia que lo custodiaba les ordenaba a los soldados que bajaran las armas que, lógica y militarmente, apuntaron sobre Salias y sus mantuanos compañeros. En ese momento sí debe haber sentido, como Jesucristo si no hubiera sabido de antemano lo que iba a pasar, que, enviado al despacho del procurador romano, perdía toda esperanza de salir airoso de aquel trance, que era más bien un aprieto, una dificultad, un brete.
Pues fíjense ustedes, aquella escena evangélica es el antepasado más remoto de la palabra soponcio. Siglos después, cuando comenzaron a proliferar las desviaciones de la fe y la Iglesia se reunió en Nicea para poner en papel el resumen más claro posible de los elementos que diferenciaba la verdadera fe cristiana de aquellas otras, erradas, los encargados del resumen, es decir, los autores del Credo, dividieron el texto en tres partes, como Dios manda: los rasgos del Padre, los del Hijo y los del Espíritu Santo. Y al describir al Hijo, dijeron que se trataba de aquel que había padecido sub Pontio Pilato, que ya saben ustedes que se pronunciaba como se pronuncia ahora en español. De modo que en la época en que no se rezaba sino en latín, cada vez que alguien cambiaba de una mala situación a una peor —como cuando un juez envía a un reo a otro juez que es capaz de considerarlo inocente y aun así azotarlo y, lavándose las manos, entregarlo a otros jueces que esperan la mínima oportunidad para crucificarlo—, la gente cogió la maña de repetir aquel verso de la oración que dice sub Pontio, “su Poncio”, “so Poncio”, soponcio. Es que en Semana Santa, con la calor que hace, a cualquiera le da un síncope. Un telele, un jamacuco. Un desmayo, pues.
El segundo soponcio de Vicente Emparan —¿qué duda puede caber?— tiene que habérselo causado descubrir, después de preguntarle al pueblo de Caracas si querían que él siguiera siendo representante del rey, que detrás de él había estado todo el tiempo el padre Madariaga. Un puede conjeturar que, intentando zafarse de los niños ricos que lo habían acorralado en el Cabildo, pensó en aquel plebiscito instantáneo y, molesto con la gente que no lo apoyaba, habrá pensado que, informando a España, lo repondrían en el cargo. Pero al tropezarse, no con cualquier curita, ¡con José Cortés de Madariaga!, lo habrá adivinado todo: “La cosa está clara”, se habrá dicho, “este le hizo la seña negativa a la gente”. Y del soponcio, salió de la escena y nunca más volvió a aparecer en ningún otro episodio de la historia de Venezuela.


ariadnavoulgaris@gmail.com




Año XIII / N° DVIII / 14 de abril del 2025
EDICIÓN DE DOMINGO DE RAMOS


martes, 25 de febrero de 2025

Tengo una muñeca vestida de azul [DI]

Edgardo Malaver



Una clase con niños de otra lengua puede ser
un laboratorio para una nueva lengua


Me tropiezo y me pongo a leer un artículo sobre las dificultades de aplicar las teorías de la educación de Jean Piaget a los niños andinos y amazónicos y que viven en sus comunidades originarias y, por tanto, son hablantes nativos del aimara, del quechua y lenguas del Amazonas (y, ergo, partícipes de las culturas que rodean a esas lenguas). “¿De cuál niño se trata?”, se pregunta el autor del artículo, Walter Quispe Santos. “Los niños de la Suiza francesa a los que investigó Piaget” no son los mismos “que observan los psicólogos y educadores en una realidad histórica y ecosociocultural variada como la nuestra [...]. Entonces, ¿a quién enseñamos?”.
Quispe Santos cita a continuación un poema de Efraín Miranda en el que una niña indígena siente que en la escuela ponen a una niña blanca delante de ella, una niña que el maestro ha creado para educarla; pero esa niña blanca existe también dentro de la niña india, porque ahí la ha puesto el maestro, y es a ella a quien se dirige cuando le habla a ella; sólo cuando el maestro no le habla a ella, la otra niña desaparece. “El maestro se olvida de mí y de todos los alumnos”, dice, porque “para los indios no se ha inventado nada”. Sin embargo, la niña indígena resiste: “está dentro de mí, pero no me puede”, y “al concluir mis estudios, se extinguirá”.
Y luego el autor reflexiona sobre el punto que me convence de seguir leyendo el artículo: la narración de un “experimento” ideado y aplicado por el profesor Luis Enrique López durante una investigación académica (“Tengo una muñeca vestida de azul: ¿kuns uka siñurita parlpachaxa?”):


La profesora pidió a sus alumnos que prestaran atención a lo que ella escribía en la pizarra. “Tengo una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos y velo de tul”. Puntero en mano, la profesora hizo que los alumnos repitieran, por lo menos unas cinco veces, cada uno de los versos de la pizarra, sin percatarse siquiera de si sus discípulos entendían o no lo que decían. Nunca se dio explicación alguna sobre el contenido de los versos (…) Sin embargo, nadie parecía aburrirse y el “loreo” continuaba, con los alumnos que creían que imitaban a su profesora a perfección y con ella sin darse cuenta de los obvios problemas que tenían sus alumnos para emitir sonidos castellanos. A la voz de vestido, los niños decían wistiru; de muñeca, moñica; y de tul, yol. (...) Darío, imitando a su maestra, puntero en mano y presto a demostrar lo que sabía, leyó de corrido los versos de la pizarra: “Tinku u-na moñica wistiro de a-sol saptitus lancus y wilu de tol” (...).

 

¿Qué interpreto yo? Los niños, sin saber lo que hacía, terminaron escogiendo lo mejor de los dos mundos: la musicalidad y la rima de los versos, desconocidos hasta ahora que les hacen repetirlos, y la sonoridad y la pronunciación que para ellos era propia, la que conocen de casa, de la comunidad, de su vivencia cotidiana. Casi se puede decir que han creado una lengua nueva a partir de los sentidos de la lengua recién llegada a ellos y los sonidos que han heredado de sus antepasados. Una vez en sus labios estos versos, no sabría yo decir cuál de las lenguas se adaptó a la otra, cuál de las dos se sometió a la otra, es decir, o hubo una penetración mutua, en la que una lengua entra hasta donde puede en territorio extraño, o hubo una invitación mutua, en la que cada una de ellas se sintió en casa en los nuevos espacios. Muñeca, moñika; zapatitos blancos, saptitus lankus. ¿No es, poco más o poco menos, lo mismo que, hace tanto tiempo y guardando las proporciones, debe haber sucedido entre mater y madre, sukkar y azúcar?, aide-de-camp y edecán?
¿Qué me pregunto? Las lenguas que llegan a un lugar nuevo, ¿a quién pertenecen? Pertenecen a quienes las han traído hasta que los que estaban ya ahí comienzan a adoptarla y, sin querer siquiera, pero con pleno derecho, por causa del frote y del saboreo, de la resistencia y del amor nuevo que comienzan a sentir, a modificarla para que ella hable con propiedad del nuevo contexto y respire holgadamente la nueva atmósfera. Amor y resistencia, atracción y distancia, permanencia y peregrinación se convierten así en fuerzas que tallan las lenguas a medida que pasan los siglos. Y como brotando de los labios de los niños, florecen de las mismas semillas pero con nuevos colores.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DI / 25 de febrero del 2025
EDICIÓN DEL DUODÉCIMO ANIVERSARIO


martes, 31 de diciembre de 2024

Yo no olvido el año viejo [CDXCIII]

Edgardo Malaver Lárez


Fiesta de fin de año en la Plaza Bolívar de Caracas 
en los años 1940. Foto: V. Torrealba




Los últimos días de diciembre, como todos los años, han sido muy musicales. En realidad eso no depende de la música, sino de cuán abierto está uno a percibirlo. Y este año se nota que la música que flota a mi alrededor fluctúa de lo clásico a lo popular con facilidad, casi siempre muy a mi gusto.
La semana pasada hasta me puse a traducir el Adeste fideles, y este lunes 30 de diciembre, las piezas que me han atrapado no necesitan traducción. Voy a dejar que sea su belleza y su dulzura las que se luzcan delante de ustedes:


Traigo un ramillete de un lindo rosal
un año que viene y otro que se va.
Vengo del olivo, voy pal olivar,
un año que viene y otro que se va.
 
Ay, qué grato es pasar diciembre en Margarita
cantándote al oído esta bella canción.
Pasear por La Arestinga, laguna tan bonita,
igual por Las Marites, que es una ensoñación.
 
Faltan cinco pa las doce,
el año va a terminar.
Me voy corriendo a mi casa
a abrazar a mi mamá.
 
Al llegar aquí,
al llegar aquí,
me saco el pañuelo
para dar a todos
feliz Año Nuevo.
 
Se fue el año veinte, que viva el veintiuno,
Se fue al año veinte, que viva el veintiuno,
que viva Cuyagua, que todos son uno.
 
Cinco minutos más
para la cuenta atrás, [...]
Uno, dos, tres y cuatro
y empieza otra vez,
y la quinta es la una
y sexta es la dos
y así, la siete es tres.
 
Año nuevo, vida nueva
más alegres los días serán
año nuevo, vida nueva
con salud y con prosperidad...
Entre pitos y matracas,
entre música y sonrisa,
el reloj ya nos avisa
que ha llegado un año más.
Las mujeres y los hombres
un besito nos daremos
y entre todos cantaremos
llenos de felicidad.
¡Vamos todos a cantar!
 
Cuando sean las dos de la noche
y el año barbudo se vaya,
agarro mi cuatrico y mi ron
y me voy a abrazar a mamá.
Son para gozarlas estas Navidades
porque el año que viene
se acaban los pesares.
 
La Billo’s Caracas pide a Dios del cielo
que todos pasemos feliz Año Nuevo,
y cantemos todos con el corazón,
comiendo hallaquitas y tomando ron.
 
Compae, venga un abrazo
que esta noche el año se termina.
A las doce lo espero en la esquina
para que brindemos, para que brindemos.


Por todo lo bueno y lo bonito que nos pasó en el año 2024, de parte de Ritos de Ilación, les doy a todos un abrazo de Año Nuevo.

emalaver@gmail.com



Año XII / N° CDXCIII / 31 de diciembre del 2024


martes, 24 de diciembre de 2024

Una de traducción... y Navidad [CDXCII]

Edgardo Malaver Lárez



VOCATI PASTORES ADPROPERANT



He oído tanto aguinaldos y villancicos en estos días, algunos de ellos en lenguas extranjeras, que me decido a buscar las letras de algunos que me parecen particularmente hermosos. Como no tengo esperanza de desentrañar pronto, por mucho que la estudie durante esta Navidad, los alegres versos escritos en la lengua de los antiguos incas, me pongo a escudriñar algunos que los niños del coro de la iglesia cantan en latín. El primero, el que más me atrae, el archiconocido Adeste fideles, ha sido traducido por cientos de personas, algunos con suma habilidad para adaptarlos al canto coral (aunque limitando la fidelidad a la métrica), otros con resultados bastante pobres pero relativamente útiles, y luego quedan aquellos que pretendían “solamente dar idea de lo que decía el poema”, pero cuya intuición no acertaba ni en lo más obvio.

Saltando atléticamente por encima de mi amplia ignorancia del latín, después de examinar unas cuantas traducciones de las que juzgo mejor hechas, y apoyándome en el precedente de Luis Cernuda (1902-63) y Ezra Pound (1885-1973), que tradujeron respectivamente a Wordsworth y a Confucio casi en las mismas circunstancias que yo —¡casi!, porque nada como el descaro mío—, intento construir mi propia versión del hermoso canto de Navidad. La composición del Adeste ha sido atribuido al rey Juan IV de Portugal (1604-56) y la melodía al músico inglés John Francis Wade (1711-86). Por los momentos, voy a sumar mi propia traducción, aunque la métrica es irregularísima y la rima aún no encuentra su rumbo. El año próximo, quizá, avance un poco en eso. Aquí lo tienen: el Adeste fideles, con mi deseo de que disfruten la Navidad abrazados con vuestras familias y amigos:


ADESTE FIDELES LÆTI TRIUMPHANTES

Acudan, creyentes, alegres, triunfantes.

VENITE, VENITE IN BETHLEHEM

vengan, vengan a Belén y vean

NATUM VIDETE REGEM ANGELORUM

que ha nacido el rey de los ángeles.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


EN GREGE RELICTO HUMILES AD CUNAS

Dejando el rebaño, a la humilde cuna

VOCATI PASTORES ADPROPERANT

llamados, se acercan pastores;

NOSQUE OVANTI GRADU FESTINEMUS

nosotros también, jubilosos corramos.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


ÆTERNI PARENTIS SPLENDOREM ÆTERNUM

Eterno resplandor del Padre Eterno

VELATUM SUB CARNE VIDEBIMUS

oculto en la carne observamos:

DEUM INFANTEM, PANNIS INVOLUTUM

el infante Dios envuelto en pañales.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


PRO NOBIS EGENUM ET FŒNO CUBANTEM

Por nosotros pobre, sobre heno es arrullado,

PIIS FOVEAMUS AMPLEXIBUS

a él con ternura calurosa cobijémoslo.

SIC NOS AMANTEM QUIS NOS REDAMARET

Al que tanto nos amó, ¿quién no lo amaría?


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


STELLA DUCE MAGI CHRISTUM ADORANTES

Guiados por la estrella, sabios adoran a Cristo,

AURUM THUS ET MYRRHAM DANT MUNERA

y con oro e incienso y con mirra le obsequian.

IESU INFANTI CORDA PRÆBEAMUS

Ofrezcamos al pequeño Jesús nuestros corazones.


¡Feliz Navidad!


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDXCII / 24 de diciembre del 2024

VÍSPERA DE NAVIDAD


lunes, 18 de noviembre de 2024

Síndromes literarios venezolanos (I) [CDLXXXVII]

Edgardo Malaver


Marina Baura y Rafael Briceño personificaron
a doña Bárbara y a Lorenzo Barquero en 1974





Emocionados por haber completado los cuatro artículos anteriores, Ariadna Voulgaris y yo comenzamos a jugar a repetir la experiencia, pero buscando “síndromes literarios” en la literatura venezolana. No nos propusimos encontrar “síndromes” que afecten particularmente a los venezolanos, sino “añadir” a los existentes los que quizá pudiéramos deducir a partir de algunos textos conocidos de la literatura venezolana.
Animados, entonces, por esta lúdica osadía nos pusimos a echar un vistazo a un pequeño grupo de obras y autores muy destacados en busca de “síntomas” de trastornos que típicamente (o mayormente) afecten a los venezolanos o que nuestros autores pudieran haber identificado en los seres humanos en general. No hace falta decir que hicimos esta “tarea” casi sin ningún rigor pero sí dejándonos dirigir, de principio a fin, por el amor y admiración a nuestras obras más excepcionales.
El primero que se nos aclaró fue el síndrome de doña Bárbara, que definimos reflexionando un poco sobre la que tiene la reputación de ser la “novela nacional”. En Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, la protagonista sufre en su primera juventud una agresión sexual que crea en ella un resentimiento incurable en contra de los varones y la lleva, más tarde, a vengarse de ellos de todas las maneras posibles. Comienza casándose con el hacendado Lorenzo Barquero, a quien destruye anímica y económicamente para quedarse con su hacienda. La Doña, con el tiempo, se reviste de un aura de mujer indestructible, poseedora de poderes sobrenaturales, señora de todo y de todos; sus sirvientes le temen porque se sabe que ella tiene a los espíritus de su lado y le obedecen; las autoridades, representadas por Ño Pernalete, el jefe civil, se pliegan a sus deseos y le consienten impunemente cualquier fechoría en contra de sus vecinos. Todo el llano tiene que llegar a pertenecerle, todas las voluntades tienen que sometérsele, todo lo que existe en el llano tiene que conducir a satisfacer su enfermiza sed de posesión.
Los sentimientos de doña Bárbara han sido anulados por ella misma para lograr sus objetivos. La evidencia más clara de este hecho es el abandono en que crece su única hija, Marisela, que vive en el monte, casi como un animal salvaje. Sin embargo, con la llegada de Santos Luzardo, a la vez protagonista y antagonista de la novela, que viene a imponer el derecho en el llano, comienza a tambalear la dureza emocional de la “Cacica”. Doña Bárbara es apodada “la devoradora de hombres”, pero no a causa de un insaciable apetito sexual, como podría pensarse en primer momento, sino porque era capaz de seducir a cualquier hombre, manipularlo a placer, inducirlo a servirle, incluso a delinquir por ella, y luego humillarlo, postrarlo a sus pies, destruirlo y desecharlo sin remordimiento alguno.
No es difícil observar la manifestación del síndrome de doña Bárbara en algunas personas. No parece ser exclusivo de mujeres ni de hombres, pero carecemos de datos estadísticos. Todo individuo que se crea altamente eficiente, productivo, organizado, infalible para identificar oportunidades de negocios o de beneficio personal, capaz de alcanzar lo que se propone a toda costa, enemigo que perder el tiempo en nimiedades, libre de sentimentalismos, más inclinado a sacrificar el amor por la familia que las metas corporativas, orgulloso de no tomar vacaciones durante años y años, pero que al mismo tiempo muestran sus más elevadas cualidades humanas tratando a sus empleados a gritos, humillando a sus familiares y amigos que le presentan obstáculos emocionales para su carrera, que crea con fe ciega en el poder del dinero, de las influencias y los manejos oscuros, todo aquel que da por sentada la obligación que tienen los representantes de la ley de acomodarse a sus necesidades y caprichos, sufre del síndrome de doña Bárbara. Es obvio que no tiene la libertad de vivir la vida sanamente y, a fin de cuentas, no posee nada.
Puede entenderse en los últimos capítulos de la obra que sólo el amor tiene la fortaleza suficiente para vencer este mal, sólo el amor tiene los anticuerpos necesarios para combatir el miedo, que es lo que al fin y al cabo siente Barbarita, miedo al dolor, miedo a la soledad, miedo a no ser nada, a ser menos que nada. Y por eso se convierte en doña Bárbara, y por eso llama a su hacienda El Miedo y con ese miedo atropella y domina a los demás, se lo contagia y se lo alimenta, y por ese miedo finalmente se deja tragar por el llano, derrotada por el amor.

emalaver@gmail.com


Año XII / N° CDLXXXVII / 18 de noviembre del 2024
 

lunes, 11 de noviembre de 2024

Cada quien con su síndrome (IV) [CDLXXXVI]

Ariadna Voulgaris



Mia Wasikowska fue la Alicia
de Tim Burton del 2009


[Ahora continuamos la lectura de la semana pasada 
con el síndrome de Alicia en el país de las maravillas. Adelante.]

Alicia
A pesar de que el propio Lewis Carroll (1832-98), de vez en cuando, parece que tenía su propio trastorno (¿estaba enamorado de una niña pequeña, la Alicia real?), su personaje ficticio bien podría interpretarse como una niña normal que se imagina (o que se aburre, se duerme y sueña) cosas sencillamente fantásticas, como hacemos todos los niños. Aun así, su libro Alicia en el país de las maravillas (1865) le da nombre a un síndrome que afecta a personas que constantemente perciben alteraciones en la forma, tamaño y ubicación espacial de los objetos y de sí mismos.
La alteración, que en ocasiones tiene componentes psicodélicos, fue descubierta por Caro W. Lippman en 1952, al estudiar la migraña. Entre 1955 y el 2015, se registraron apenas 169 casos, la mayoría pacientes de menos de 18 años.
Lewis posiblemente sufría en carne propia muchas de las alteraciones de percepción que aparecen en la novela y que en el siglo XIX (y más tarde) parecían simple y pura fantasía para entretener a los niños. ¡Con razón en las ilustraciones de las primeras ediciones Alicia nunca sonreía!


Pollyanna
El nombre de este síndrome proviene de una novela de 1913, escrita y protagonizada por mujeres: Eleanor H. Porter (1868-1920) y Pollyanna. En Pollyanna, una joven mantiene una constante y excesiva amabilidad hacia los demás, jugando siempre a ver solamente el “lado positivo” de las personas, situaciones y experiencias e ignorando las negativas.
El optimismo exagerado de estos pacientes no guarda relación alguna con los hechos de la realidad tangible, que indican lo contrario. Al igual que Pollyanna, idealizan los recuerdos placenteros y anulan los desagradables.
En la novela y en la vida real, estas personas creen ciegamente que a pesar de las dificultades la alegría y el buen humor, la cordialidad y las palabras suaves pueden transformar las cosas y a las personas para bien.
Dios bendiga a Pollyanna, pero también hace falta un poco de sabiduría para reconocer lo que puede cambiarse de lo que no. ¿O no?


Anna Karenina
La protagonista de la novela Anna Karenina (1877), de León Tolstói (1828-1910), que es una mujer casada, se enamora de otro hombre con una intensidad tal que para ella no existe nadie más que él, ni siquiera se acuerda de sí misma ni de su mundo.
El término síndrome de Anna Karenina fue acuñado por el psicoanalista Stephen Mitchell en los años 1980. Mitchell identificó entre sus características la idealización del amor y del ser amado, la dependencia emocional respecto al objeto del amor y el sacrificio personal; es decir, el sentimiento amoroso y sus expectativas sobre él se distorsionan totalmente, ignoran los defectos de la persona deseada, pierden toda autonomía en busca de atención y validación y se creen capaces de los mayores sacrificios y la negación de sí, a riesgo de la propia salud y la vida.
Es una descripción tan fiel de Anna que más suena a una hipotética consigna que se hubiera impuesto Tolstói para escribir su obra.
Va a sonar muy mal, pero estos personajes son todos unos loquitos. Bien dijo Malaver la semana pasada que haríamos bien en armarnos de alguna forma para defendernos de toda la locura que nos vamos a encontrar al salir a la calle, y ya que es tan hermosa y fiel la fabulosa “herramienta” de la literatura, sería sabio dejarnos invadir de ella, ponernos sus ojos, escuchar las insinuaciones que por nuestro bien nos hace.


emalaver@gmail.com



Año XII / N° CDLXXXVI / 11 de noviembre del 2024


lunes, 4 de noviembre de 2024

Cada quien con su síndrome (III) [CDLXXXV]

Ariadna Voulgaris



La actriz alemana Luisa Wietzorek
en su papel de Rapunzel en el 2009




El artículo de hoy, más que una respuesta a los de Edgardo Malaver de las dos semanas anteriores, es un añadido. Me gustó tanto el primero que me puse a investigar. Al hallar que eran tantos y tan interesantes, y enterarme de que él pensaba describir aquí solamente cinco, vi mi oportunidad para montarme la carreta de los síndromes literarios (no para lucirme —que también—, sino para compartir con ustedes este recién descubierto rostro de la lectura). Así que, aunque con menos poesía, aquí están los míos:

Peter Pan
Es el archiconocido niño que se rehúsa a crecer. Peter Pan (1911), aunque pueda parecer una historia de Disney tomada de los cuentistas clásicos, ¡es una obra de teatro! ¡Y del siglo XX!
Recordarán que el inquieto personaje de James Matthew Barrie (1860-1937) proviene del País del Nunca Jamás, metáfora de evasión que refuerza la actitud de este personaje tan peculiar. Peter Pan se resiste a la madurez, la responsabilidad y el cuidado que debemos a otros.
Según el psicólogo Dan Kiley, el primero que, en 1983, describió el complejo, afecta principalmente a varones que, con la excusa de “vivir a plenitud cada día”, evaden el compromiso, las decisiones serias, la planificación de sus actividades y el trabajo fructífero. Normalmente huyen, fantasean y mienten.
Creo que no se podía haber encontrado un modelo mejor que el risueño Peter Pan, que solo desea jugar y reír.

Rapunzel
Ya saben, es un personaje de Jacob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859), y el síndrome es tan raro ¡que se conocen menos de 30 casos en el mundo!
Al igual que nuestra rubia heroína, las chicas que padecen este trastorno no la tienen fácil para controlar su cabellera, aunque no sean demasiado largas, y terminan comiéndoselo. Eso ya se conocía como tricofagia, pero en estas pacientes tal conducta puede generar otro trastorno, esta vez intestinal, que genera una nueva y larga cola de caballo dentro del abdomen.
Fue descrito por primera vez por el doctor Edwin D. Vaughan en 1968 al estudiar casos de adelgazamiento repentino, acelerado y excesivo en adolescentes. La obstrucción en el estómago causa vómitos y dolores intestinales fuertes. El tratamiento inmediato es exclusivamente quirúrgico, pero la prevención tiene que ser psicológica.
Es fácil imaginarse que, encerrada larguísimas horas y días en aquella siniestra torre y teniendo que verlo crecer y crecer, la pobre Rapunzel tenía que hacer algo con tanto cabello.

[La semana próxima seguimos la lectura con el síndrome 
de Alicia en país de las maravillas. Hasta entonces.]

ariadnavoulgaris@gmail.com



Año XII / N° CDLXXXV / 4 de noviembre del 2024


lunes, 28 de octubre de 2024

Cada quien con su síndrome (II) [CDLXXXIV]

Edgardo Malaver



Otelo y Desdémona, demasiado tarde ya
para descubrir la verdad




[Sigamos la lectura de la semana pasada con el síndrome
de Otelo. Les hago silencio.]

Por otro lado, gracias a William Shakespeare (1564-1616), es fácil comprender la naturaleza de un síndrome que lleva el nombre de uno de sus personajes más destacados: Otelo, que presta oídos a las perversas palabras de su envidioso consejero, Yago, quien constantemente le siembra sospechas sobre la infidelidad de Desdémona, mujer de Otelo. Estas personas normalmente atormentan a sus parejas imponiéndoles límites para impedir el contacto con personas del otro sexo y exigiéndoles conductas “honradas” que mantengan en reposo sus celos, reproches injustificados y sed de venganza. El síndrome de Otelo casi siempre conduce a la violencia y, en ocasiones, también, como en la tragedia de Shakespeare, al homicidio.
En el mundo del arte, igualmente existe un síndrome muy peculiar cuyo nombre no proviene de una obra ni de un personaje sino del nombre de un autor: el síndrome de Stendhal (1783-1842), que es un trastorno psicosomático que se manifiesta en aumento del ritmo cardíaco, temblores, mareos, confusión mental e incluso desmayos en presencia de ambientes, obras de arte y objetos extremadamente bellos o estéticamente dignos de admiración. El escritor francés experimentó estas sensaciones en un viaje a Florencia y fue quizá el primero que las describió en sus obras. El síndrome se presenta normalmente en artistas y personas muy sensibles. Es presumible que existiera antes de Stendhal, pero fue él quien puso de moda al menos el término en el siglo XIX.
Y, francesa también, como Stendhal, es Madame Bovary, personaje de la novela homónima de Gustave Flaubert (1821-80). En este caso, la protagonista vive crónicamente insatisfecha por causa del aburrimiento que le causa su vida matrimonial en un ambiente rural. Las personas (no exclusivamente mujeres) que padecen este estado se crean expectativas románticas y, en general, emocionales desproporcionadas con respecto a su realidad social, económica y psicológica. Semejante actitud les acarrea enormes problemas que no dejan escapar a la familia y a los amigos. Tales fantasías y deseos, tales sueños de sentirse libres de ataduras, les producen una constante insatisfacción que puede ser insoportable y conducir, muchas veces, a la decepción y la depresión.
Estos y muchos otros “síndromes” —que no me he ocupado aquí de usar el término en su estricto sentido científico— pueden observarse, deducirse, estudiarse a partir de las montañas de los libros que leemos. El ser humano que se toma a pecho su humanidad desea sacudirse esa perversa idea de que es aburrido, de que es complicado, de que es pretencioso andar por con un libro entre manos, y sale a la calle llevando ya en la mente alguna idea de los rostros de la locura que va a encontrar aun en su propia calle; y también regresa a casa dispuesto a clasificar las imágenes humanas que ha recolectado
En suma, uno anda por ahí sin saber los complejos que tiene. Pero la literatura es tan buena y está inmiscuida de tal manera en nuestra vida que no hace más que lanzarnos esas insinuaciones, esas advertencias, esos avisos de amor que, de escucharlos, nos ahorrarían bastantes tropiezos. Y aquí sé que suena a que lo que leemos nos puede llegar a “proteger” de gente “peligrosa”. Sí, así es, también, pero esto va mucho más allá —o más acá, según se vea.
He dicho antes que todo libro es un espejo. Y dije antes aquí que lo que me impresiona más profundamente es que siempre es posible encontrar todos esos personajes, todos esos rasgos humanos, incluso todas esas condiciones psicológicas en lo que leemos en los libros, pero en realidad lo más impresionante, lo más aterrador es que al encontrarlos a ellos nos estamos encontrando a nosotros mismos.

emalaver@gmail.com



Año XII / N° CDLXXXIV / 28 de octubre del 2024


lunes, 21 de octubre de 2024

Cada quien con su síndrome (I) [CDLXXXIII]

Edgardo Malaver



Sherezade, la narradora, con el sultán



Todos miramos el mundo y sus cosas, o más precisamente el mundo y sus gentes, con los ojos que nos moldea el oficio al que nos dedicamos. Antes de llegar a la adultez uno se da cuenta de que, entre más estudian, los abogados ven más el mundo a través del cristal de la ley, los científicos ven en el mundo las fuerzas con que la naturaleza sostiene la vida, los fotógrafos no ven el mundo sino imágenes encuadrables. A todos nos pasa, y así, cada quien termina diciendo que los números están en todo, que las palabras son las que construyen la realidad, todo es termodinámica. O que la vida entera es un milagro. O un sueño. O un síndrome.
Es tan cierto que cada uno de nosotros encuentra en su exterior lo que lleva por dentro que hasta existen síndromes que llevan nombres de personajes literarios u obras artísticas. No es nuevo: ya Sigmund Freud describió hace mucho tiempo un inmenso conjunto de “complejos” psicológicos basándose en conductas características de personajes de la antigua mitología griega, pero a mí no deja de asombrarme que este “sistema” sea tan coherente que por instantes me convenzo de que todo aquel mar de obras literarias, de personajes tan claramente dibujados, tan complejos y deliciosos, tan sobrenaturales y humanos a la vez, fueron concebidos desde el principio para calzar sin obstáculo, siglos y más siglos después, en la ciencia de Freud. Pasa también con la Biblia, con Las mil y una noches y con otros libros antiguos, pero Freud estaba enamorado con los griegos, es todo.
Existe, digo, gran cantidad de síndromes que se han definido en los términos de conocidísimos personajes literarios. Nada más nuestras madres comienzan a leernos cuentos antes de dormir, nuestra infancia comienza a penetrar en las complejidades de personajes que después, cuando uno sale a la calle, va y los observa hablar con fantasmas, salir de un baile con una sola zapatilla, hacerse pintar un cuadro que envejezca por ellos. Son cualquier niña que vende fósforos en la puerta de un teatro, cualquier rey que sospecha de la infidelidad de su reina, cualquier muñeco mentiroso al que le crece la nariz, pero lo que me impresiona más profundamente es que siempre es posible encontrarlos en un libro.
Uno de los primeros que se mezclan con nuestras horas de sueño en la infancia es el de aquella muchacha cuyo padre muere y la deja al cuidado de una madrastra malvada que la esclaviza y, después de mucho sufrir, es “rescatada” y desposada por un “príncipe azul”. El síndrome de Cenicienta, como se titula el cuento de Charles Perrault (1628-1703), afecta mayormente a mujeres que sienten una enorme necesidad de ser cuidadas, que conservan una imagen tan idealizada del padre que sólo puede llenar un hombre “perfecto” que viene a “salvarla” de un destino inferior a sus expectativas o a las de su entorno familiar o social. Este rasgo da como consecuencia, también, la recurrente evaluación de los méritos intelectuales, morales, estéticos de sus enamorados. Estas mujeres, de cierta forma, temen a la independencia, por lo que se involucran en relaciones que no siempre las satisfacen pero las “protegen”.
También existe el síndrome de Dorian Gray, que afecta a sujetos masculinos que, al igual que el personaje de Oscar Wilde (1854-1900), dan una inmensa importancia a la juventud como única fuente de satisfacción anímica y psicológica. La apariencia física es igualmente un fin en sí misma, y para mantenerla es lícito y preciso recurrir a las prácticas más inverosímiles (que recuerda el retrato que se hace pintar Gray en la novela para que envejezca mientras él permanece joven y atractivo). Lógicamente, los afectados por este síndrome sufren excesivamente el paulatino avance de la edad y la llegada de la vejez y pocas veces logran adaptarse a este proceso y disfrutar de sus bondades.


[Aquí sigue el síndrome de Otelo, pero lo leeremos el lunes que viene. Hasta entonces.]


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDLXXXIII / 21 de octubre del 2024


lunes, 14 de octubre de 2024

¡Vade retro! [CDLXXXII]

Edgardo Malaver



Quo Vadis? (1913), de Enrico Guazzoni




Es muy posible que haya oído la expresión vade retro, y varias veces, antes de aquel domingo en que escuché por primera vez el episodio del Evangelio en que Jesús le espeta a Pedro: “Aléjate de mí, Satanás”. Sin embargo, en mi mente infantil, inocente aún de la omnipresente herencia del latín, había entendido que la frase era va de retro. La imaginé así también entonces. Y cada vez que la oía, me preguntaba qué tendrían que ver en tales contextos los carros que rodaban hacia atrás.

El sacerdote debe haber explicado en la homilía que, dada la importancia de la escena, aquella frase había sido conservada por la historia con el significado de “no importa cuán importante seas para mí, vete bien lejos porque entorpeces mi avance, me alejas de mi objetivo”, que era lo que, sin proponérselo, estaba haciendo Pedro cuando Jesús reveló que se acerca el momento en que va a terminar siendo ejecutado y él, Pedro, le aseguraba que jamás lo permitiría. No entendía aún —pero ya estaba mucho más cerca— por qué la frase estaba en latín, si el Evangelio fue escrito en griego. Lo entendí cuando la universidad me introdujo a san Jerónimo en esta historia, con su traducción de la Biblia y el hecho de que esta traducción fue la única que todo Occidente citó durante los siguientes mil años e incluso subsistió hasta el siglo XX —fue renovada apenas en el pontificado de Juan Pablo II.

Es curioso que haya cierta discrepancia entre la expresión que usa Jerónimo para traducir a los evangelistas Mateo y Marcos en sus casi idénticos textos. Al primero lo traduce como “Vade post me, Satana!” (¡Pasa detrás de mí, Satanás!). O sea, delante de mí eres un obstáculo. En el segundo caso pone “Vade retro me, Satana” (Aléjate de mí, Satanás). Retrocede, apártate de mí. En ambos casos es notoria la exigencia de un movimiento hacia atrás: hacia atrás de ti o hacia atrás de mí. Es decir, la discrepancia en realidad es mínima, digamos que sinonímica. Confiando en san Jerónimo traductor, habría que pensar que en el griego original sucede lo mismo... o algo similar.

La palabra retro, que en latín es un adverbio, ha dado lugar, en español y otras lenguas, a sustantivos y adjetivos que revelan fácilmente su significado: retroceso, retrovisor, retrospección, retroalimentación, retroactivo, retrospectivo, retrógrado, alguno de los cuales producen también verbos. También sucede que, como prefijo, puede significar ‘situado atrás’, no ya ‘que se mueve hacia atrás’, como en el adjetivo retroperitoneal.

Uno siempre se imagina que la frase ¡Vade retro, Satanás! era de las primeras que se le gritaba al demonio en los exorcismos. Pongo la oración en pretérito, no porque crea que ya no se practica este rito, sino más bien porque el ‘manual del exorcismo’ para “sacerdotes autorizados” publicado por la Asociación Internacional de Exorcismo en 1999 pone otra: “Recede ergo, Satan, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti” (Ahora vete, Satanás, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo). No que se aparte, que retroceda, que se ponga a un lado o detrás de quien lo increpa, sino que abandone a aquel a quien atormenta.

El pobre san Pedro, joven aún y ciego aún a los fines que perseguía su maestro, pretende alejarlo de la persecución, el dolor y la muerte que Jesús anuncia que le esperan al llegar a Jerusalén. No imaginaba, él que tan oscilante fue al principio, que ya viejo, con otras palabras, salidas ahora de sus propios labios, habría de devolverse, caminar hacia atrás, para compartir con su maestro la dolorosa forma de morir que una vez había querido evitarle.


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Año XII / N° CDLXXXII / 14 de octubre del 2024


lunes, 7 de octubre de 2024

¡Vuela, pajarito grande! [CDLXXXI]

Ariadna Voulgaris



La frase por la cual Ryoichi Sasakawa
se ganó el respeto de Costa Rica




Ahora resulta que no, que en contra de la evidencia lingüística frontal que muestra la palabra, un avión no es un ave grande. ¿Habrase visto?, como dice la Sole.

Hace unos días me llegó al correo una especie de infografía —¿de dónde sacan tantas horas de ocio?— en que se pretende demostrar que la palabra avión, en español proviene del francés y no del latín. Es decir, dizque no proviene del sustantivo avis que hemos conocido desde siempre, y que usamos cuando queremos decir que algo o alguien es como peculiar: “Costa Rica es una rara avis en América Latina”.

El autor de la susodicha, que no declara el origen de su información, dice que avión es en realidad un acrónimo (¿no serán más bien siglas?) de appareil volant imitant l’oiseau naturel, que traduce como “aparato volador que imita al ave natural”.

¿El “ave natural”? Entonces, ¿el fulano “aparato volador” es un “ave artificial”? Claro que lo es. Y bien grande. Pues, mira, ya está dicho todo: es un avión, un ‘pájaro grande’, ¡y más grande que un pterodáctilo! Y el dibujo que ponen se parece más a un pajarraco de aquellos que a un avión.

Es lo que nuestra recordada señorita Jimena llamaba un aumentativo. Existiendo ese camino tan corto para llegar a la metáfora, al significado, al significante y a la imagen en la mente de todos los hablantes, ¿por qué íbamos los hablantes del español a irnos por aquella ruta tan larga que se supone que tomaron los franceses para llamar aquel nuevo vehículo? Que en francés el animal al que se parece el dichoso vehículo se llame oiseau podría ser evidencia de que el camino por el que los hablantes del francés llegaron a su avion fue más largo... Pero no... ¡Ellos también tenían el latín a mano!

O sea, no es razonable pensar que nuestro avión provenga del francés.

Ah, otra cosa (ojalá que el director no me censure porque digo esto sin investigar lo suficiente): me pregunto (no es que niegue, ¡me pregunto!) cómo es que un francés se puso a crear esta palabra unos seis años antes de que los hermanos Wright crearan por fin un artefacto que verdaderamente pudo volar llevando a una persona adentro. No me hace clic.


ariadnavoulgaris@gmail.com






Año XI / N° CDLXXXI / 7 de octubre del 2024