Edgardo
Malaver
Niños abandonados y palabras mal escritas guardan sus semejanzas |
Como si yo supiera algo de este asunto,
nuestra compañera Isabel Matos me pregunta por qué en español no se acentúan
todas las palabras... o ninguna, para que sea más uniforme, más sencillo
aprender las normas de acentuación. Me lo preguntó en realidad hace unas cuatro
semanas, y he pasado todo ese tiempo pensando. Qué intriga. Cada vez que veo en
la calle una tilde extraviada en una sílaba inocente, me acuerdo de la
pregunta, que, por cierto, es tan sencilla, que no comprendo por qué yo mismo
no me la había hecho. Ahora estoy pensando en eso todo el tiempo.
Las palabras que uno ve por ahí
acentuadas pero que según las reglas no llevan tilde se me parecen a esos niños
(más frecuentemente niñas) cuyas fértiles madres ponen a cuidar todo el tiempo
a sus hermanos menores. Es decir, como si fueran ellas las responsables de tal
proliferación de descendencia, sin haberlo comido ni bebido, tienen que
cargar con una responsabilidad para la que no están preparadas y que les perjudica
asumir a tan temprana edad. Eso les pasa a esas palabras y esas sílabas: se les
ve como una niña disfrazada de mujer que ya ha vivido mucho y, antes que el
significado que tienen que expresar, lo hacen a uno pensar en una injusticia. Y
pasa también que las que no la llevan cuando les toca andan por ahí como
huérfanas, desorientadas, con la confusión pintada en el rostro y diciendo las
más de las veces lo que no quieren decir, avergonzadas por causa de la
imprudencia o la falta de observación (o de observancia) de sus autores.
¿Por qué no habremos aplicado,
entonces, esa solución, a mi juicio poco salomónica, de no acentuar ninguna o acentuarlas todas? Reflexionando el otro día sobre el asunto, llegué a la
conclusión de que cualquiera de las dos opciones serían semejante la actitud de
esos profesores que no conocen, por ejemplo, el uso del punto y coma y les dicen
a los estudiantes: “Mejor no lo usen”. Los hay incluso que lo prohíben y hay
quienes atribuyen tal prohibición a la Academia. Eso no les enseña nada.
Estoy escribiendo esto porque creo
haber llegado a una primera idea seria al respecto, sin consultar aún a nadie. Bien
puede ser por economía (y por política), como otras mil cosas en la lengua y en
la escritura. Fijémonos, por ejemplo, en la acentuación de los monosílabos. No
se acentúan porque, en última instancia, no lo necesitamos para saber cuál es
la sílaba donde el hablante pone el acento de la palabra. Al haber una sola
sílaba, no hay más remedio que acentuarla ahí, de modo que es lo mismo
acentuarla que no acentuarla. Y si es lo mismo, más barato sale no hacerlo. Sin
embargo, hay casos en los que hace falta, ya lo sabemos: aquellos en que la
misma palabra cumple diferentes funciones en la oración: ¿tú estás en tu casa?
En el terreno contrario, debe ser
también la economía del lenguaje la que ha influido para que se acentúen, éstas
sí, en todos los casos. ¿Por qué es más económico ahora acentuarlas todas?
Porque en la escritura pueden tener, y tienen, apariencia de graves o de
agudas.
En las graves, no nos hace falta ver escrito
el acento cuando la palabra termina con ene, con ese o con vocal. Uno ve la
palabra camino y no se le ocurre
preguntarse sobre cuál sílaba cae el acento. Si en algún momento aparece alguna
que no tiene una apariencia tan conspicua, como carácter, que es como más compleja, más misteriosa, uno se dice: “¿Cómo
sabe uno en estos casos?”. Pasa lo contrario (o en apariencia es lo contrario)
con las agudas.
Otra señal es que las formas verbales
acentuadas y que llevan enclíticos, hasta hace 10 años, debían conservar la
tilde: reconociólo, por ejemplo; pero
ya nos dimos cuentas de que si le quitamos la tilde, sigue diciendo reconociolo, porque es grave,
marquémosle el acento o no.
De modo, Isabel, que, mientras no
encuentre respuesta mejor —y ésta de hoy es un paso hacia ella—, anoto como primera
conclusión que es una cuestión de economía. Y todavía piensan algunos políticos
son ellos quienes tienen el poder.
emalaver@gmail.com
Año VII / N°
CCLXV / 17 de junio del 2019