Edgardo Malaver
Por alta que sea la cifra, los
llamados números redondos (que no
deja de ser también una imagen poética) no tienen mucha sonoridad. Se expresan
casi siempre con una sola palabra, y muchas veces monosílaba. Noventa, novecientos, nueve mil
son expresiones más bien sencillas; diez,
cien, mil pueden ser cifras muy significativas, pero son palabras monosílabas
que casi no “impresionan” a nadie.
¿O quizá deberíamos decir que si la
lengua les ha adjudicado signos tan simples ha de ser porque en la mente de los
hablantes esas cantidades no son difíciles de abarcar? El nombre ciempiés, por ejemplo, no indica que
este animal tenga cien patas, ni mil... ¡mucho menos diez mil!, como indican
sus nombres científicos. Implica que es mucho más sencillo decir (o recordar o
imaginar o, incluso, concebir) mil cosas que contarlas. Seguramente contar las
patas del ciempiés nos daría un número más atractivo, más sonoro, más
impresionante.
Hay, sin embargo, otras formas de
numerar que pueden impresionarnos más que las cifras con que trabajan los matemáticos.
Los hablantes siempre se las arreglan para crear metáforas y juegos que
expresan cifras enormes de cosas: un
montón de árboles, un chorro de
problemas, un camión de sonrisas. En
la película El pez que fuma, la
Garza, la dueña del burdel, dice que ella no ha tenido hombres, sino autopistas de hombres. Otros, con un
poco más de crudeza, dirán que han encontrado un vergajazo de gente en un lugar, que botaron un mierdero de muebles viejos, que se han bebido un coñazo de cervezas. Y los hay más
elegantes que dirán: una retahíla de frases
hechas, una sarta de mentiras, una ristra de groserías. Para la
matemática no existen estos “números”; la gramática los llama sustantivos colectivos; pero en la mente
de los hablantes son equivalentes a cantidades que en ocasiones pueden ser más
precisas que el número pi.
Los números no son impresionantes,
entonces, únicamente por su sonoridad. También pueden serlo por el tamaño, la fuerza
o la longitud o el número de partes de la cosa con la que se relaciona. Con
este mecanismo, es difícil poner freno a la creación lingüística. Habría que
poner freno a la imaginación. Y la imaginación, como los números, es infinita, pero
cabe toda en la ciencia de los números, como cabe en la ciencia de las
palabras. Tal como un número puede ser múltiplo de otro, que es múltiplo de
otro y de otro, una palabra puede ser hiperónimo de otra, que puede serlo de
otra y de otra. Lo impresionante, al final, es que haya tanta semejanza, tanta
equivalencia... tanta simetría.
emalaver@gmail.com
Año III / Nº LXXIX / 26 de octubre del 2015