Edgardo Malaver
Iglesia de la Natividad, Belén. Aquí enterraron a san Jerónimo hace, hoy, 1.600 años |
En realidad hoy es una fecha luctuosa. Hoy se recuerda el día en que murió san Jerónimo: el 30 de septiembre del año 420. O sea, cumple hoy 1.600 años bajo la tierra.
Como hombre de fe, es sumamente importante: es uno de los Padres de la Iglesia, ese grupo de autores de la antigüedad, en Oriente y Occidente, que la Iglesia considera testigos calificados de la fe y que además sembraron y edificaron la ortodoxia de la doctrina dentro de una vida de santidad. Como escritor, le debemos miles y miles de páginas de una aguda prosa bajo la forma de cartas, polémicas, biografías y análisis literarios y teológicos —obra literaria que hoy podemos llamar ensayística, es decir, no exenta de poesía y recursos artísticos—. Y como traductor, se llevó la palma de ser el primero que trasladó las Sagradas Escrituras de sus lenguas originales al latín; en otras palabras, es el autor de la Vulgata, la versión de la Biblia que la Iglesia utilizó como texto sagrado oficial hasta la llegada de Juan Pablo II.
Todo eso es más o menos conocido —se repite tanto cada año que ya uno lo escribe de memoria—. Lo que parece que no se conoce mucho es una atractiva faceta de san Jerónimo que le trajo problemas tan graves como la pérdida de amigos y el exilio —que aunque sea voluntario se le llama exilio—. Su espíritu polémico es uno solo con su erudición, y se alimentan uno del otro. Algunos títulos de sus obras son ya evidencia de que no acostumbraba aprobar todo aquello ni a todo aquel que le pasaba por delante.
Las confrontaciones en el terreno de la fe comenzaron de manera moderada con Disputa de un luciferiano y de un ortodoxo (escrita aproximadamente en el 378), obra en la cual el autor se limita a “reportar” el desacuerdo entre un personaje llamado Eladio y un cristiano anónimo. Eladio defiende al obispo Lucifer (sí, Lucifer, obispo de Cagliari hasta el 370, que no admitía el regreso a la Iglesia de obispos que se hubieran confesado arrianos durante la persecución del 362), mientras que el ortodoxo refuta que los eclesiásticos deban recibir sanciones mayores que los laicos. Un año más tarde escribiría un diálogo titulado Contra los luciferianos, en el cual ya no sería tan moderado.
En el 383 sí se revela la viva fiereza de Jerónimo en su argumentación, al escribir Contra Helvidio, que había cuestionado la virginidad de María después del nacimiento de Jesús. Helvidio igualaba en sus escritos la condición del que practica la continencia con la del individuo casado que mantiene legítimas relaciones carnales con su cónyuge. La posición furiosamente contraria de Jerónimo le trae el resentimiento incluso de algunos buenos amigos como Pamaquio —calma, calma, después se reconcilian—, pero el documento tiene el mérito de ser el primer tratado de lo que ahora se llama mariología.
Luego vino Contra Joviniano (393). Joviniano defendía la igualdad de todos los cristianos una vez bautizados y, dada esa igualdad, consideraba intrascendente la vida monástica. En este libro, escrito con una alta carga de hostilidad, san Jerónimo rechaza la oposición existente en aquella época a las prácticas ascéticas dentro del cristianismo.
Especialmente interesante para los traductores es la Carta a Pamaquio (también titulada Del arte del bien traducir, 396). A Jerónimo se le pide que traduzca una carta privada del papa Epifanio al obispo de Jerusalén, Juan, y él lo hace intentando que el texto sea comprensible para su lector final. Después de unos meses, la carta es robada del escritorio de su dueño e inmediatamente se levantan voces en la ciudad santa que acusan al traductor de falsear las Escrituras debido a su “libertad” al traducir. Entonces, dirigiéndose a su amigo Pamaquio —¿vieron?, aquí se tratan muy bien—, Jerónimo dispara toda su dialéctica e inteligencia para demostrar que no comete pecado alguno al traducir atendiendo al sentido de las palabras más que a las palabras mismas. En el punto 4 del texto, Jerónimo lanza esta punzante pregunta al autor intelectual del robo, que él conoce muy bien pero cuya identidad no revela: “¿Acaso dejas tú de ser hereje porque yo sea mal traductor?”. (En alguna traducción de esta carta al español dice ladrón en lugar de hereje, pero el original en latín dice haereticus.)
Esta polémica, una de las primeras de la llamada “controversia origenista” (la causada por los seguidores de las herejías del pensador griego Orígenes, autor que Jerónimo tradujo también), produjo la enemistad entre Jerónimo y el obispo Juan. El santo traductor escribió luego Contra Juan, obispo de Jerusalén (398), alegato lleno de violencia y ataques personales contra su adversario. Rufino, su amigo de la juventud, se pone en su contra, y Jerónimo responde con su Apología (desarrollada en dos tomos) y con Contra Rufino (401), una obra maestra.
Ya en la vejez de san Jerónimo, retirado en Belén, aflora la polémica con Vigilancio, sacerdote galo que él había acogido en Tierra Santa y que luego le dio la espalda. Éste menospreciaba el culto a los santos, a lo cual san Jerónimo reacciona escribiendo Contra Vigilancio (404). En esta obra, el autor es particularmente irónico: por ejemplo, deformando el nombre de su oponente, lo apoda Dormancio. El argumento más importante en este caso sería: si los apóstoles oraban en vida por aquellos a quienes Jesús asistía, ¿cuánto más podemos pedirles ahora que lo hagan por nosotros si ahora están al lado de él en los cielos?
La última de las obras polémicas destacadas de san Jerónimo fue Diálogo contra los pelagianos (415). La escribió por encargo de san Agustín, otro Padre de la Iglesia, para combatir el pelagianismo, la tesis de Pelagio de que el pecado original no existe y que la gracia de Dios no es necesaria ni gratuita. Quizá por la influencia cercana de Agustín, en esta obra ya no muestra las garras de antaño sino que mantiene una actitud moderada, aunque siempre firme. Curiosamente, estos dos autores fueron grandes amigos sin haberse visto nunca en persona.
Jerónimo, entonces, no fue solamente traductor, ni fue solamente un religioso que se dedicaba a rezar. Fue también un intelectual que, como se requiere para ejercer la traducción con seriedad, sabía cómo utilizar el pensamiento. Y no es el patrono de traductores e intérpretes simplemente por que él mismo ejerciera ese oficio, ya sabemos que no era para él el principal. Su ímpetu y vehemencia, quizá más acentuados de lo esperable, 1.600 años después pueden ser para nosotros en la actualidad índice de cuánto necesitamos defender lo que pensamos y creemos justo. Fiel a su pensamiento, amarrado siempre al mismo ideal, su uso de la palabra es ejemplo de rectitud, por lo menos en la esfera intelectual y profesional, pero también más allá.
Para todos, ¡feliz día de san Jerónimo!
emalaver@gmail.com
Año VIII / N° CCCXIX / 30 de septiembre del 2020