miércoles, 30 de septiembre de 2020

El traductor polémico [CCCXIX]

Edgardo Malaver



Iglesia de la Natividad, Belén. Aquí enterraron a san Jerónimo hace, hoy, 1.600 años



En realidad hoy es una fecha luctuosa. Hoy se recuerda el día en que murió san Jerónimo: el 30 de septiembre del año 420. O sea, cumple hoy 1.600 años bajo la tierra.

Como hombre de fe, es sumamente importante: es uno de los Padres de la Iglesia, ese grupo de autores de la antigüedad, en Oriente y Occidente, que la Iglesia considera testigos calificados de la fe y que además sembraron y edificaron la ortodoxia de la doctrina dentro de una vida de santidad. Como escritor, le debemos miles y miles de páginas de una aguda prosa bajo la forma de cartas, polémicas, biografías y análisis literarios y teológicos —obra literaria que hoy podemos llamar ensayística, es decir, no exenta de poesía y recursos artísticos—. Y como traductor, se llevó la palma de ser el primero que trasladó las Sagradas Escrituras de sus lenguas originales al latín; en otras palabras, es el autor de la Vulgata, la versión de la Biblia que la Iglesia utilizó como texto sagrado oficial hasta la llegada de Juan Pablo II.

Todo eso es más o menos conocido —se repite tanto cada año que ya uno lo escribe de memoria—. Lo que parece que no se conoce mucho es una atractiva faceta de san Jerónimo que le trajo problemas tan graves como la pérdida de amigos y el exilio —que aunque sea voluntario se le llama exilio—. Su espíritu polémico es uno solo con su erudición, y se alimentan uno del otro. Algunos títulos de sus obras son ya evidencia de que no acostumbraba aprobar todo aquello ni a todo aquel que le pasaba por delante.

Las confrontaciones en el terreno de la fe comenzaron de manera moderada con Disputa de un luciferiano y de un ortodoxo (escrita aproximadamente en el 378), obra en la cual el autor se limita a “reportar” el desacuerdo entre un personaje llamado Eladio y un cristiano anónimo. Eladio defiende al obispo Lucifer (sí, Lucifer, obispo de Cagliari hasta el 370, que no admitía el regreso a la Iglesia de obispos que se hubieran confesado arrianos durante la persecución del 362), mientras que el ortodoxo refuta que los eclesiásticos deban recibir sanciones mayores que los laicos. Un año más tarde escribiría un diálogo titulado Contra los luciferianos, en el cual ya no sería tan moderado.

En el 383 sí se revela la viva fiereza de Jerónimo en su argumentación, al escribir Contra Helvidio, que había cuestionado la virginidad de María después del nacimiento de Jesús. Helvidio igualaba en sus escritos la condición del que practica la continencia con la del individuo casado que mantiene legítimas relaciones carnales con su cónyuge. La posición furiosamente contraria de Jerónimo le trae el resentimiento incluso de algunos buenos amigos como Pamaquio —calma, calma, después se reconcilian—, pero el documento tiene el mérito de ser el primer tratado de lo que ahora se llama mariología.

Luego vino Contra Joviniano (393). Joviniano defendía la igualdad de todos los cristianos una vez bautizados y, dada esa igualdad, consideraba intrascendente la vida monástica. En este libro, escrito con una alta carga de hostilidad, san Jerónimo rechaza la oposición existente en aquella época a las prácticas ascéticas dentro del cristianismo. 

Especialmente interesante para los traductores es la Carta a Pamaquio (también titulada Del arte del bien traducir, 396). A Jerónimo se le pide que traduzca una carta privada del papa Epifanio al obispo de Jerusalén, Juan, y él lo hace intentando que el texto sea comprensible para su lector final. Después de unos meses, la carta es robada del escritorio de su dueño e inmediatamente se levantan voces en la ciudad santa que acusan al traductor de falsear las Escrituras debido a su “libertad” al traducir. Entonces, dirigiéndose a su amigo Pamaquio —¿vieron?, aquí se tratan muy bien—, Jerónimo dispara toda su dialéctica e inteligencia para demostrar que no comete pecado alguno al traducir atendiendo al sentido de las palabras más que a las palabras mismas. En el punto 4 del texto, Jerónimo lanza esta punzante pregunta al autor intelectual del robo, que él conoce muy bien pero cuya identidad no revela: “¿Acaso dejas tú de ser hereje porque yo sea mal traductor?”. (En alguna traducción de esta carta al español dice ladrón en lugar de hereje, pero el original en latín dice haereticus.)

Esta polémica, una de las primeras de la llamada “controversia origenista” (la causada por los seguidores de las herejías del pensador griego Orígenes, autor que Jerónimo tradujo también), produjo la enemistad entre Jerónimo y el obispo Juan. El santo traductor escribió luego Contra Juan, obispo de Jerusalén (398), alegato lleno de violencia y ataques personales contra su adversario. Rufino, su amigo de la juventud, se pone en su contra, y Jerónimo responde con su Apología (desarrollada en dos tomos) y con Contra Rufino (401), una obra maestra.

Ya en la vejez de san Jerónimo, retirado en Belén, aflora la polémica con Vigilancio, sacerdote galo que él había acogido en Tierra Santa y que luego le dio la espalda. Éste menospreciaba el culto a los santos, a lo cual san Jerónimo reacciona escribiendo Contra Vigilancio (404). En esta obra, el autor es particularmente irónico: por ejemplo, deformando el nombre de su oponente, lo apoda Dormancio. El argumento más importante en este caso sería: si los apóstoles oraban en vida por aquellos a quienes Jesús asistía, ¿cuánto más podemos pedirles ahora que lo hagan por nosotros si ahora están al lado de él en los cielos?

La última de las obras polémicas destacadas de san Jerónimo fue Diálogo contra los pelagianos (415). La escribió por encargo de san Agustín, otro Padre de la Iglesia, para combatir el pelagianismo, la tesis de Pelagio de que el pecado original no existe y que la gracia de Dios no es necesaria ni gratuita. Quizá por la influencia cercana de Agustín, en esta obra ya no muestra las garras de antaño sino que mantiene una actitud moderada, aunque siempre firme. Curiosamente, estos dos autores fueron grandes amigos sin haberse visto nunca en persona.

Jerónimo, entonces, no fue solamente traductor, ni fue solamente un religioso que se dedicaba a rezar. Fue también un intelectual que, como se requiere para ejercer la traducción con seriedad, sabía cómo utilizar el pensamiento. Y no es el patrono de traductores e intérpretes simplemente por que él mismo ejerciera ese oficio, ya sabemos que no era para él el principal. Su ímpetu y vehemencia, quizá más acentuados de lo esperable, 1.600 años después pueden ser para nosotros en la actualidad índice de cuánto necesitamos defender lo que pensamos y creemos justo. Fiel a su pensamiento, amarrado siempre al mismo ideal, su uso de la palabra es ejemplo de rectitud, por lo menos en la esfera intelectual y profesional, pero también más allá.

Para todos, ¡feliz día de san Jerónimo!


emalaver@gmail.com





Año VIII / N° CCCXIX / 30 de septiembre del 2020





lunes, 28 de septiembre de 2020

¡Puta! [CCCXVIII]

Ariadna Voulgaris




“¡Yo pondría signos de exclamación en todas estas oraciones! ¡En esta! ¡Y en esta!”, dice Elaine en Seinfeld (1993)




El problema no está en la palabra misma. Hay un capítulo de la serie Seinfeld, en el cual Elaine llega a casa y descubre que su novio ha limpiado el apartamento y está haciendo la cena; él le dice que algunos amigos le han dejado mensajes. Uno de los mensajes dice: “Myra tuvo un bebé”. Elaine se alegra mucho y luego de un instante de duda, le dice que no importa mucho pero es curioso que no haya usado signos de exclamación; él se defiende argumentando que había cumplido con tomar el mensaje y no sabía que tenía que captar el ánimo de la llamada. Y de ahí en adelante, después de lo que prometía ser una escena feliz, acaban gritándose y rompiendo, todo por la falta de unos signos de exclamación. Así también, el problema de este insulto está más bien en los signos de exclamación, en el ánimo de quien lo profiere.

Pensaba detenerme a discutir el origen de la famosa palabra, pero esta semana, además de la nota de la Academia de que se trata de un “origen incierto” (otra vez), me decepcionó la simpleza de las hipótesis de otros autores sobre su etimología. Puta proviene de la palabra latina putta, que significaba ‘muchacha’, ‘jovencita’, y aun ‘doncella’. Casi no hay más.

He oído a miles de mujeres decir que este es el insulto más duro y humillante que se les ha echado en la cara (o a sus espaldas); también es el más injusto, pienso yo, porque se trata siempre, siempre, de personas respetuosas e intachables; también es injusto porque no se es puta automáticamente por ser mujer. Y es injusto porque ser mujer es incambiable y no es posible elegirlo ni rechazarlo ni tenemos por qué (lo cual no pasa con la condición de puta, y aunque pasara, no justifica ningún insulto).

Entonces pensé en concentrarme en la forma de usarlo y pronto llegué al punto de que esta palabra, más que un insulto, es una falacia; y es un insulto porque es una falacia. Esta palabra aparece cuando el que la usa ya no tiene (o no ha tenido nunca) nada negativo que decir sobre un adversario y este, ¡oh, azar!, es mujer; un sociólogo que habla en televisión sobre la prostitución nunca va a decir puta.

Pero el endemoniado nombrecito es tan falaz que se entromete también en el trato que unas mujeres dan a otras muchas veces; cuando se pelean dos amigas que conocen la una las intimidades de la otra, una de las dos terminará restregándole a la otra toda las ocasiones en que hizo tal o cual cosa con este o aquel novio, con este o aquel vecino, con el amante del año anterior; un minuto después, con el veneno corriendo a millón en la sangre hirviente, gritará: “¡Eres una puta!”. ¡Es una falacia unisex! Curiosamente es una falacia del tipo “ataque al hombre”. Exquisito.

No hay manera, aparentemente, de librarse de la injusticia que viene en los sonidos estridentes que le inyectan nuestros adversarios (y adversarias) a esta palabra; todos tienen bajo la manga esta arma arrojadiza para lanzárnosla cuando haga falta, pero sobre todo cuando no les queda otra cosa válida con la cual atacarnos o defenderse de nosotras. Sí, la injusticia de esta palabra está en el corazón de la gente, no en la propia palabra.

Aunque ustedes no me están preguntando, no tengo la actitud de tantas mujeres, que dicen: “Si es porque me pongo minifaldas, porque me maquillo, porque tengo novios, entonces sí, soy puta”; o la de otras que parecen querer hundirse en la mugre que les ofrecen los cerdos: “No, yo no soy santa, soy puta, ¿y qué?”. Cuando me gustaban mis piernas, me ponía minifaldas y no soy una santa, pero no me parecen buenas esas actitudes, ninguna de las dos (i).

A lo que hay que aspirar es a que no existan esas armas, o sea, palabras que puedan usarse contra uno solamente por ser mujer, por ser extranjero, por ser judío, por ser indio. Ni por ser cojo o anciano. Ni por ser blanco. Ni siquiera por ser “puta”. Ni siquiera por ser varón.

Y es tan cierto que no se trata de una palabra sino de la actitud con que la lanzamos al rostro de los demás, que la palabra podría ser otra; con la misma dureza en la voz, sería también como una pedrada. Quien pronuncia esta palabra en contra de una mujer se siente en una posición superior a la que no tiene derecho y que no existe. Ayer no más, en la lectura del Evangelio de la misa, los sabiondos que estudiaban la ley judía y se creían santos quisieron desautorizar a Jesús y él terminó desnudando su arrogancia: “Las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de los cielos”. ¡De puta madre!


ariadnavoulgaris@gmail.com




(i) No sé si en Ritos caben estas reflexiones, pero voy a argumentar que todo esto nos llega por medio de la lengua, aunque no sea ella la culpable.



Año VIII / N° CCCXVIII / 28 de septiembre del 2020



martes, 22 de septiembre de 2020

Gaznápiro y cabeza e ñame [CCCXVII]

Ariadna Voulgaris

 

 

Un juego de la oca de 1780, recreado a partir
de los griegos y custodiado en el Museo Británico

 

         A veces es curioso, inesperado, sorprendente (para mí, sobre todo, sorprendente) que exista una palabra cuya etimología no se conozca. Mi amiga Alejandra y yo, de pequeñas, pensábamos que los señores de la Real Academia lo sabían todo, así que ahora cuando me encuentro esas anotaciones en el DRAE que dicen, por ejemplo, “de origen incierto”, me sorprendo.

         El adjetivo gaznápiro, que me gusta más como sustantivo, no conoce un origen claro; hasta esta semana, yo me imaginaba que tendría alguna relación con los gansos, que deben tener el cerebro pequeñito, pero sin siquiera leer mucho, me di cuenta de que esa evidente diferencia de la Z y la S no permite tal vínculo; así que me puse a buscar otras hipótesis.

         Infortunadamente, no tengo (ni encontré en la web) el Diccionario de Joan Corominas, que tantos autores citan al hablar de esta etimología, pero Corominas tiene la hipótesis más difundida: que gaznápiro puede haber sido traída a España desde Flandes; los soldados usaban en aquella época (no dice cuál) la palabra gesnapper, combinación de gesnapp y snapper (o ‘parloteo’ y ‘charlatán’). Es verdad, se parecen. Por dentro y por fuera.

         A pesar de todo, como creo que nadie puede tener certeza de cómo se pronunciaban gesnapp, snapper ni gesnapp en neerlandés en la época en que la presencia española en los Países Bajos era significativa (es decir, la época de Felipe el Hermoso, Juana la Loca y su heredero, Carlos V) yo me permito dudar de esta etimología. Claro que si entre los lectores de Ritos de Ilación hay alguien que conozca aquel idioma, que hable ahora o...

         El meticuloso Ricardo Roca afirma que el DRAE recogió la palabra en 1884, pero si es cierto que hablantes del español la usan desde los primeros días del siglo XVI, el último cuarto del XIX es demasiado tiempo para que los académicos se dieran por enterados de su existencia; así que, aunque respeto y recomiendo mucho el trabajo de Roca, también me deja con una ceja levantada (pero una sola, ¿eh?).

         A estas alturas del partido, aún me falta decir qué significa gaznápiro; significa lo que dicen en Flandes, pero con su gota española de recrudecido insulto; el DRAE dice: “Palurdo, simplón, torpe, que se queda embobado con cualquier cosa”. Cuando le leí esto a Alejandra, me dijo: “Hermana, eso es lo que nosotras llamábamos cabeza e ñame”. Cabeza e ñame, sí, señora, eso es, ni más ni menos, y todos sabemos que el ñame viene de la tierra.

         Yo casi me quedo contenta con este rayito de luz, pero mi amiga, que ahora cree que en Ritos somos como una pequeña Academia, dice que no va a dejar de preguntarme hasta que esto se aclare. Bueno, ojalá.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXVII / 21 de septiembre del 2020

 

martes, 15 de septiembre de 2020

Tonto y atónito [CCCXVI]

Ariadna Voulgaris

  

Un número de la revista Thor en 1962


 

        Después de escribir la semana pasada el artículo sobre la idiocia y la imbecilia, se me metió en la cabeza la idea de escribir durante varios lunes (aunque ya hoy es martes) sobre algunos insultos.

        Y esta semana le toca a tonto. Es un insulto bien tonto, ¿no creen?, es como lo mínimo que hay en insulto. De tonto para abajo, es chiste, me imagino. Si fuéramos un poquitín más tontos, quizá, podríamos hacer con tonto lo que han hecho muchos imberbes con marico, que dejó de ser un tratamiento despectivo más bien fuerte para ser, según mucha gente, hasta cariñoso.

        Entonces, mejor me dejo de tonterías y digo por fin la tontera que vengo a decir. La palabra tonto como que proviene de atónito, o, mejor dicho, de atonitus, que, según gente que sabe de latín, es el participio de attonare. Attonare (ad + tonare) significaba ‘producir un gran ruido’, como un trueno (imagínense ustedes que Thor parece que es descendiente de él). Quedar atónito, como sabe todo el mundo, es quedar como pasmado, como paralizado por una impresión muy grande. Imagínense los ojos redondos y la boca abierta.

        En alguna parada del camino, quién sabe si entre la Edad Media y el Renacimiento, el descuidado atónito perdió una sílaba y mas tarde, su esdrujulez inspiró a los hablantes de la Madre Península a ir borrando la i. “¡Hombre, que cuatro sílabas es demasiao pa el calor que hace aquí!”, me los imagino diciendo.

        Y, bueno, así más o menos debe haber llegado a nosotros esta palabra, a la que después los hablantes de las España y los de las América comenzaron a atribuir significados insultantes o peyorativos. Me imagino que en aquellas mentalidades, el tonto tenía la cabeza tan hueca que podía hacerse un ruido como un trueno si se le golpeaba. Me quedo atónita.

        Y no lo quería citar porque muchos lo hacen, pero es la prueba perfecta de lo que luce: en esa época, Sebastián de Covarrubias escribió en 1611 que el tonto no es “furioso” como el loco, pero “el tonto tiene vacía la cabeza, por carecer de entendimiento, el cual en él es redondo, en oposición a los que tienen buen entendimiento, que llamamos agudos”.

       

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año VIII / Número CCCXVI / 15 de septiembre del 2020

 

lunes, 7 de septiembre de 2020

Idiocia e imbecilia [CCCXV]

Ariadna Voulgaris

 

 

Charles Chaplin y Virginia Cherrill en
Luces de la ciudad (1931)

 

 

 

         A mí hubo un tiempo que me tenía deslumbrada este asunto cuando estudiaba Educación. Cuando descubrí la clasificación de los retrasos mentales, me quedé enganchada con dos palabras que aparecieron en el siglo XIX para designar a pacientes “anormales”, o con facultades disminuidas respecto a la mayoría “normal”. Las palabras eran idiocia e imbecilia.

         Es curioso que los propios psicólogos, al definir estos conceptos, recurren casi siempre la etimología (griega, latina o grecolatina); en el caso de idiocia, la raíz es idio, que significa ‘lo propio’, ‘lo individual’. En griego, la palabra implica total ausencia de inteligencia y razón; pero el concepto abarca también la indiferencia social y política, el desinterés hacia la comunidad o la incapacidad de ejercer la ciudadanía. En la antigüedad, todo varón adulto griego libre tenía que tener participación pública, la cual presuponía domino sobre sí mismo, sobre su vida y sus propiedades, que incluían su mujer, sus hijos y sus esclavos; sin embargo, esta mujer, estos hijos y estos esclavos, al no ser ‘varones adultos libres’, al no tener control de sí mismos, eran una especie de discapacitados, se circunscribían a la esfera de otro ser y no podían ocuparse más que se sus propios asuntos, no tenían vida pública, eran idiotas.

         La palabra imbécil, por su lado, proviene de baculum, ‘bastón’ en latín; con la negación im-, indica en castellano ‘el que no lleva bastón’; la imagen que evoca es la de los ancianos que se ayudan de un bastón para caminar; son los más sabios de la comunidad, así que los ‘sin bastón’, los ignorantes, los inconscientes, los no aptos para la vida en sociedad son los imbéciles.

         Pero eso era en el siglo XIX; después las clasificaciones han sido menos amagas; para “objetivizar” el estudio de los retrasos mentales (término que solo indica velocidad de aprendizaje), muchas clasificaciones se han basado en la medición del cociente de inteligencia (y en este caso, inteligencia significa, en resumen, capacidad de resolver problemas). La primera de estas mediciones fue la ideada por los franceses Alfred Binet (1857-1911) y Theodore Simon (1873-1961), que ha tenido siempre la buena reputación de que sus autores pretendían aplicarla a los niños “anormales” (así decían) para prestarles ayuda; pero quizá fueron ellos los primeros que usaron los socorridos términos idiocia e imbecilia en psicología; otros, tergiversando su fin inicial, discriminaron, insultaron y maltrataron a los retrasados mentales. Hasta el presente se usan aquellos exámenes de Binet y Simon para rechazar candidatos en los empleos, en los ejércitos y hasta en las propias escuelas.

         Después se trató a los pacientes de retraso como mascotas: se les llamó, por ejemplo, custodiable, educacable y entrenable; y más tarde han venido nombres menos agresivos, pero la marginación y la estigmatización han persistido.

         Esos apelativos, muy científicos y todo, ahora nos suenan referidos a bestias salvajes o animales en general que pueden domesticarse; quien los usa se cree tan superior (y con el apoyo de la ciencia) que, además de llamar locos a sus semejantes, los ve como seres desprovistos de razón, ajenos a la humanidad. Toda una abyección, pero eso también somos los seres humanos... los psicológicamente normales, quiero decir.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXV / 7 de septiembre del 2020