Efraín
Gavides Jiménez
Una lengua
carece de existencia propia (…) existe el idioma singularísimo de cada artista
del verbo.
José Antonio Ramos Sucre, Granizada
En la primera parte de este Rito comenzaba diciendo que a veces
somos ignorantes del rumbo que nos imponen las palabras, y terminaba señalando
que el lenguaje poético puede mitigar dicha arbitrariedad. Se supone que en
esta oportunidad ofrezco algunas razones al respecto.
El lenguaje poético ayuda en semejante labor
gracias a la enunciación figurativa o a los recursos retóricos, a la embestida
de imágenes sensoriales, y, casi paradójicamente, barajando nuevos
significantes, nuevas representaciones.
Si, como lo asegura María Fernanda Palacios,
se ha perdido imaginación etimológica; si cuesta relacionar palabras con la
fantasía[1],
es porque, en gran medida, la sensibilidad poética es precaria. Creo que la
“erótica de las palabras” sobre la cual nos habla la autora, hace de la
conducta poética frente a las palabras (lo que implica aproximarse a poetas)
una nueva etimología. Ante el aparentemente injusto resultado del cotejo entre
expectativa y realidad de las palabras, las imágenes poéticas contribuyen, no
sin cierta fantasía, con el estímulo de la imaginación, a la asimilación de
significados. Veamos un ejemplo:
(…) recordaré cómo fecunda
tu influencia el amor de la ensalada
y parece que el cielo contribuye
dándote fina forma de granizo
a celebrar tu calidad picada
sobre los hemisferios de un tomate.
(P. Neruda, “Oda a
la cebolla”)
Indudablemente,
la experiencia que incluye una hermandad con la poesía robustece nuestra
actuación como decodificadores de significados, ya sea como lectores o como
hablantes.
Por otra parte, además de las imágenes
que ofrece el lenguaje poético, está lo que Arturo Úslar Pietri llamaba los
poetas antes de la poesía, esto no es más que el habla ornamentado de refranes
(adagios o proverbios): “Morrocoy no sube palo ni cachicamo se afeita”, “Vuela
con todo y jaula…”, “Como caimán en
boca de caño”, “Loro viejo no aprende a hablar”[2].
Esta manera poética de denotar constituye un imaginario del habla popular muy característico de nuestro
lenguaje. ¿No es por ello que para Guillermo Sucre (entre otras cosas) la
literatura no es sino un intento por trascender la “fatalidad verbal” en la que
las palabras “congelan” una realidad?[3]. En esa fatalidad se da (o puede
darse) la transición hacia una realidad que anteriormente fue una expectativa
inquietante, a veces lanzada al espasmo o al terror que generan las palabras.
En todo caso las palabras, más que revelar,
encubren la realidad. Diremos además que si la recurrente imaginación de los
hablantes-lectores fraternaliza con el lenguaje poético, las fantasías que
entren en contacto con la realidad pasarán a revelarla, para el bien y la
riqueza de la lengua. Pero no solo a revelarla, pasarán además a convertirse en
el modo de concebir el lenguaje, de asirse a las palabras, porque a eso habrá
conducido la experiencia.
gavidesjimenez@gmail.com
Año
V / N° CXLIX / 24 de abril del 2017
[1]
Palacios, M.F. “Etimológica”, Sabor
y saber de la lengua. Caracas: Otero Ediciones, 2004, p.
12.
[2]
Arismendi, S.E. Refranes que se
oyen y dicen en Venezuela. 2da. Ed. Caracas:
Cadena Capriles, 2006.
[3]
Sucre, G. “La palabra (las palabras)”,
La máscara, la transparencia. México:
Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 223.