Camila
Guette
A
veces me pregunto si Andrés Bello entendería nuestra manera de hablar y
escribir hoy en día y la verdad es que no me cabe la menor duda. Viniendo de un
erudito como ese, no me sorprendería. Pero la triste realidad es que no todos
somos eruditos, que luchamos para siquiera escribir una línea y pasamos días
borrando y reescribiendo hasta un simple tuit, y cuando ha llegado el momento
de que alguien lo lea, empiezan los remordimientos: ¿por qué lo escribí?
El uso impone la
regla, de lo contrario, estaríamos escribiendo en la lengua de Cervantes que,
aunque nos duela aceptarlo, ya no es la misma. Ese sí que no entendería ni medio.
Ya son cerca de 500 millones de habitantes los que hacen uso del español, es
decir, que hablan y en ocasiones también leen. Solo unos cuantos escriben, ya
sea como oficio o por razones académicas, y una fracción más pequeña está al
tanto de la normalización de la Real Academia Española. Debo decir con
vergüenza que no soy uno de ellos, y no es que me haya unido al clan de
Cortázar, que sí gozó en su momento de su licencia de escritor para jugar con
el lenguaje. Para muestra, un extracto del peculiar texto del escritor
argentino Cesar Bruto con el que Cortázar encabeza su prólogo de Rayuela:
Siempre
que viene el tiempo fresco, o sea al medio del otonio, a mí me da la loca de
pensar ideas de tipo eséntrico y esótico, como ser por egenplo que me gustaría
venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx adonde haiga calor, o de ser
hormiga para meterme bien adentro de una cueva y comer los productos guardados
en el verano o de ser una bívora como las del solójico, que las tienen bien
guardadas en una jaula de vidrio con calefación para que no se queden duras de
frío, que es lo que les pasa a los pobres seres humanos que no pueden comprarse
ropa con lo cara questá... (Cortázar, 1963, p. 83).
Fue hace apenas
unos meses que me enteré de que “solo” no llevaba acento y los demostrativos
“este” y “esta” tampoco. Mi consuelo llegó pronto cuando me di cuenta de que no
era la única. Al principio me invadió un sentimiento de nostalgia, pero luego
solo me causó una gran molestia. Y no fue el hecho de poner o quitar un acento,
sino la pretensión de querer imponerse sobre el uso, sobre los hablantes,
quienes son, a fin de cuentas, los que le dan sentido a la lengua. Ellos la
crean y ellos la destruyen. ¿Que deben respetarla? Por supuesto. Pero hay que
tener en mente siempre, que como todo ente vivo, la lengua tampoco goza de la
anhelada inmortalidad. Del mismo modo que no nos bañamos dos veces en el mismo
río, como bien decía Heráclito, la lengua deviene tan fugaz, tan efímera como
un melancólico y solitario acento…
camila.guette@gmail.com
Referencias
Cortázar, Julio (1963). Rayuela. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
Año III / Nº LVIII / 25 de mayo del 2015