lunes, 30 de noviembre de 2015

Son tiempos de cambios [LXXXIV]

Sara Cecilia Pacheco



         No, estimado lector. No es un error mío. Desgraciadamente al parecer en Venezuela no son tiempos de cambio sino de cambios. La escasez ya tan arraigada y acentuada nos ha hecho recurrir al trueque. Usamos, y me incluyo, las redes sociales para anunciar u ofertar. Llevo pocos meses en esto, pero recuerdo que una de mis primeras publicaciones en el grupo de trueques de Facebook no fue bien entendida. Yo tenía pañales talla M que mi bebé había dejado y buscaba pañales XG y escribí: “Cambio pañales talla M por talla XG”. A lo que varios respondieron que tenían pañales talla M. Tuve que aclarar qué tenía y qué necesitaba. De todos modos no tuve éxito. Las tallas más grandes son las más escasas. Pero desde ese momento estoy pensando por qué se habrían confundido. Para mí está clarísimo que si digo que cambio algo es porque lo tengo. El diccionario de la Real Academia da esa como tercera acepción de cambio.

3. tr. Dar o tomar algo por otra cosa que se considera del mismo o análogo valor. Cambiar pesos por euros.

         Parece evidente que en la frase cambio A por B, A es lo que tengo y B es lo que necesito, pero a la mayoría de los hablantes no les queda del todo claro. Aquí tengo un ejemplo del mes de julio:


         Y este otro del mes de octubre:


         Como verán, tener una foto tampoco ayuda. No entiendo qué nos lleva a pensar que A y B son intercambiables. Según la web Definición.de, el verbo cambiar se usa como sinónimo de reemplazar, permutar y sustituir. En el caso de reemplazar, queda claro que el primer el elemento, es decir, A, es el que tenemos y el que irá en su lugar es B. Por ejemplo: Debo reemplazar estos diputados por unos nuevos.  Y así me quedo hoy sin saber por qué la gente se confunde tanto con el verbo cambiar en su acepción más parecida al trueque. Y pronto sabré si Venezuela vive solo tiempos de cambios o también tiempos de cambio.

sarace.pacheco@gmail.com




Año III / Nº LXXXIV / 30 de noviembre del 2015

lunes, 23 de noviembre de 2015

Adivina, adivinador [LXXXIII]

Edgardo Malaver


         Quien ha leído Zárate (1882), la novela de Eduardo Blanco (1838-1912), sabe que poseer el supuesto don de la adivinación no lo salva a uno de nada. En el capítulo “Sibila y madre”, tercero de la segunda parte, el enigmático Oliveros, mediante un astuto ardid a la vez despiadado y teatral que despliega en medio del monte, acorrala a Tanacia, la adivina que lo ha acompañado en toda su carrera de fechorías, y la obliga a revelar que Cascabel, su hijo y uno de los espalderos de Oliveros, es un traidor y que debe pagar por ese crimen. Por más que intenta evitarlo, la bruja no tiene más escapatoria que “adivinar” lo que su amo ya sabe y todos sus conjuros terminan cayendo sobre Cascabel. O sea, no se cree Oliveros que Tanacia sea realmente adivina, sólo la utiliza: para mantener su autoridad sobre los demás delincuentes, recurre a los sortilegios de la madre para señalar al traidor, que no termina con vida la escena.
         En el Antiguo Testamento, los adivinos debían ser “muertos a pedradas” (Levítico 20, 2), pues violentaban la confianza total y desprendida que el pueblo judío debía sentir por Dios. El cristianismo heredó esta actitud y desde los tiempos de san Pablo se ha defendido de la práctica de la adivinación. Los griegos, al contrario, y luego los romanos, favorecían muchísimo la búsqueda de advertencias sobre lo que traería el futuro y de pistas sobre lo que habría que hacer para evitar... lo inevitable. Quien ha leído Edipo Rey, la tragedia de Sófocles (496-406 antes de Cristo), sabe lo que pasa cuando se obedece al pie de la letra el oráculo.
         Qué curioso, ¿no?, que el verbo que utilizamos para indicar, como diría el diccionario, que alguien es capaz de conocer lo que está aún por suceder, lo oculto, lo ignorado; acertar en la respuesta a lo desconocido por medio de conjeturas o por azar; e incluso vislumbrar lo que ha de venir o suceder, comparta raíz con otra palabra que se refiere a Dios, el omnisciente, el único que “sabe la hora” del fin de todo (Mateo 24, 36). ¿O quizá no es tan curioso?
         En español, adivino está compuesto por el prefijo a-, que sugiere aproximación, tendencia hacia algo; la raíz divin-, proveniente de divinus (adjetivo), que, en latín, equivalía a ‘todo lo relacionado con un dios’, y, naturalmente, la terminación de género y número. En Roma, la adivinación era una gracia que concedía alguno de los miles de dioses en que creían los romanos, por lo que quien la recibía era llamado también divinus (sustantivo), hombre que tenía algo de divino, adivino. Adivinar, entonces, es aproximarse a lo divino, tender a tener la condición de dios, por el mismo mecanismo morfológico por el que un ahijado de alguien se acerca a ser su hijo; atesorar es aproximase a tener un tesoro; afearse es ir volviéndose feo.
         Adivino que no muchos lectores encuentran muy aleccionadoras estas afirmaciones, pero me contento con aminorar con ellas mi propia sed de ideas. El conocimiento comienza siempre con una pregunta, una conjetura, una búsqueda, y ser capaz de llegar a la verdad exige un esfuerzo que nos adivina, que nos avecina con Dios... o con los dioses, si no cree usted en ellos. Adivinar, en el sentido moderno, no es tampoco tan pecaminoso. Quien ha leído La vuelta al mundo en ochenta días (1873), de Julio Verne (1828-1905), ya sabe que no se puede adivinar todo lo que uno desea, pero también que los cálculos más rigurosos pueden estar equivocados y, aun así, dar en el blanco, todo está en hacerlos pasar por la experiencia.


emalaver@gmail.com




Año III / Nº LXXXIII / 23 de noviembre del 2015

lunes, 16 de noviembre de 2015

Las imágenes del habla [LXXXII]

Efraín Gavides Jiménez



         Nuestro escritor Jesús Enrique Barrios nos ha ilustrado con un maravilloso prodigio: “El poeta oyó el canto del pájaro y lloró. Música y lágrima cayeron al río. Entonces la poesía se hizo sal de salvación humana y bendición del mar para que la gente se dedicara a cantar”.
         En el habla cotidiana, si bien muchas veces aquel canto carece de musicalidad, sin dudas está presente, muy particularmente, el indefectible recurso retórico del que la poesía no puede prescindir, la imagen poética.
         Es menos fácil aclarar lo que son y cómo se construyen las imágenes poéticas que apropiarse de ellas, como tan bien lo demuestra el venezolano. ¿En cuántas ocasiones Pedro no ha enterado a su compadre de que su mujer le es infiel? Pero muy lejos de que esta frase sea un arcaísmo, preferirá informarle que «le pone los cachos», que «alguien le está soplando el bistec» o que «ella se le montó por la acera». Sí, somos artífices (cuando no autores la mayoría de los casos) de esa suerte de imprecisiones lingüísticas, aunque tan figurativas como triviales y por ende predilectas frente a términos formales, raros e incómodos (o ignorados por el lexicón) como adulterio.
         No escapa de la elocuencia la llamada jerga hamponil caraqueña, la cual se complace en el empleo de imágenes. Un ejemplo: al sentimiento de hermandad, de profunda amistad, se suele honrar con un «el mío» o «mi causa», y con el entrañable «mi color».
         Además, es ya legendario el genio imaginativo del venezolano al asignarle un apodo a su compatriota para celebrar sus caracteres. Así, al gordito se le llama «arepa con todo», al negrito le decimos «forro de urna» o «noche sin luna», y al contrario de éste, «pan de leche».
         Si hay algo innegablemente poético, fraternal, sublime, es el vínculo filial, la figura progenitora, cosa que desde luego también suscita imágenes, porque numerosas veces nos ha embromado en la autopista o en el supermercado «la mamá de las colas», y en cualquier octubre hemos sido empapados por «el papá de los palos de agua».
         Y es que hasta a nuestra gama de refranes populares como agua caliente, raspa marrano[1], o como cucaracha en baile de gallinas[2] o morrocoy no sube palo ni cachicamo se afeita[3] —extraordinarias imágenes poéticas—, se suman esos peculiares símiles que nos permiten explicar nuestro nivel de valentía: «no me intimidas ni prendido en candela», exponer nuestros reproches: «eres más agarrado que tuerca de submarino», o describir nuestra fatiga: «esto está más largo que desfile de culebras».
         Al parecer, todos somos poetas o estamos —¿por qué no aceptarlo?— bendecidos por ese mar de criollísimas imágenes poéticas.

gavidesjimenez@gmail.com




[1] Lo duro escuece, duele. Lo ingrato desagrada.
[2] Peligro, temor, susto. Persona fuera de medio. Situación inapropiada o inconveniente.
[3] Reflexión sobre la imposibilidad.




Año III / Nº LXXXII / 16 de noviembre del 2015

lunes, 9 de noviembre de 2015

El genio de la lengua [LXXXI]

Azury Mendoza


         La risa casi sardónica de Shazzan, personaje de la serie animada homónima, resuena claramente en mi cabeza cada vez que me topo con ese concepto con el que se describe el talante particular de cada convención de lenguaje.
         Quizá la carcajada mordaz del genio animado no sea gratuita del todo, puesto que de acuerdo a los entendidos en la mitología semítica, los djinn /dʒɪn/ son portadores de un potente poder creador relacionado con el fuego y el humo, y también con la oscuridad, lo demoníaco.
         El genio de nuestro español venezolano no se parece al personaje de argollas en las puntiagudas orejas, corte krishna y barba a lo Nottingham, cadenas de oro, chalequillo sin botones, pantalones bombachos y zapatos puntiagudos: se viste a la última moda, tiene un talento especial para detectar chinazos[1] y armar chalequeos[2] perpetuos, no ‘pela’ una parrillita con cerveza (aunque no le hace remilgos al whisky, para revolverle el hielo con el índice), hace amigos con facilidad y abraza a todo el mundo.
         Tampoco ha podido resistirse a la tendencia perniciosa e innecesaria de amplificar conceptos, de confundir sexo con género y en un ánimo general de ‘congraciamiento’ con las minorías excluidas, complica todavía más los de por sí complicados textos científicos, legales u oficiales. Igualmente, se ‘empata’ en la onda de separar artículos de sus preposiciones naturales, bautiza hijos con nombres tipo Frankenstein, acorta palabras y se apropia de neologismos con un desparpajo que haría convulsionar a nuestro filólogo de cabecera, don Andrés Bello. Aquí algunas muestras:

  • “El decano de Medicina de la UCV le responde al minpopo de Educación”. Truncatura que resuelve muy bien el derrame de adjetivos y preposiciones del cargo que, de paso, se llevaría dos de las tres líneas del titular. Ah, sí, también recoge sin querer queriendo la verdadera naturaleza de muchos de nuestros MinPoP[ó]s.
  • “No es un pordiosero. Es un hombre en situación de calle”. Florida frase que fracasa en su propósito de embellecer la realidad de quien la padece.
  • “¡Yo soy el voceador oficial de esta parada!”. Creativa justificación para cobrar al chofer los gritos que anuncian la ruta de la camioneta a los pasajeros potenciales.
  • “Tengo un postgrado en Psicología Forense: hablo con los muertos”. Ingeniosa forma de decir que es espiritista.
  • “Efrofriendlyns Jhesvergreen Mc’Namara Guevara Marcano”. No es un trabalenguas, sino el nombre completo de una chica venezolana cuyo documento de identidad circula por la web.


         Ante tanta chispa creativa, un amigo oriundo de Trinidad y Tobago me preguntó en su muy candoroso y académico español: “¿Qué es de pinga?”. La respuesta que le di debió haberle sonado como un balido de Kaboobie[3] mientras, disimulada en las matas, podía verse la sombra de nuestro Shazzan venezolano, estremeciéndose calladita con su ¡jo, jo, jo, JO...!

azurybrian@gmail.com




Año III / Nº LXXXI / 9 de noviembre del 2015




[1] Chinazo. Voz venezolana usada cuando una persona dice algún comentario que lo expone a un doble sentido, por lo general, de contenido sexual.
[2] Chalequeo. Burla, chanza entre amigos.
[3] Kaboobie. Camello de Chuck y Nancy, personajes todos de la serie animada Shazzan.

lunes, 2 de noviembre de 2015

El árabe dentro del español [LXXX]

Ariadna Voulgaris



         De las aproximadamente 1.200 palabras árabes que forman parte del patrimonio lingüístico español, unas 650 comienzan con a, que son las más abundantes, y dentro de este grupo, las que comienzan con al- llegan a sobrepasar las 300. De esa lista, que me tropiezo estudiando para mis clases de español, he reconocido 71: Alá, alacena, alacrán, alambique, alarido, alazán, albacea, albahaca, albañal, albarán, albarda, albaricoque, alberca, albóndiga, albornoz, albricias, albufera, albur, alcabala, alcahuete, alcaide, alcalde, alcancía, alcanfor, alcántara, alcaparra, alcaraván, alcarchofa, alcatraz, alcázar, alcoba, alcohol, Alcorán, aldaba, aldea, alfaguara, alfalfa, alféizar, alfeñique, alférez, alfil, alfombra, alforja, algarabía, algarroba, algazara, álgebra, algodón, algoritmo, alguacil, alhaja, alharaca, alhelí, alicante, alicate, aljibe, aljofaina, almacén, almanaque, almea, almíbar, almiral, almizque, almofariz, almogávar, almohada, almojarife, alquiler, alquimia, alquitrán y alubia.
         Y todos estos sonidos a la vez conocidos e importados, reunidos así con sus parientes más cercanamente consanguíneos, me disparan una enredadera de meditaciones estrafalarias y caprichosas, como la lengua. Unas cuantas de esas palabras me traen otras imágenes:

  • alacrán, que la siento tan venezolana, pero es una palabra tan desértica... y venenosa, como almizque (o más bien almizcle), sustancia poderosa;
  • alambique, que es una palabra como ebria, tan llena de alcohol, por dentro y por fuera;
  • alazán, que tiene que ser árabe porque árabes son todos los caballos del mundo, ¿no?;
  • albóndiga, que es tan carnívora, tan redonda, tan comelona;
  • albornoz, que siento como muy de monje capuchino, lo cual no es muy árabe, pero, al final, la vestimenta de los monjes se parece a la de los apóstoles, que eran primos de los árabes;
  • alcancía, porque ¿qué es más ahorrativo que un árabe?; ¿y alquiler?, ¿y albarán?, ¿no son también formas de juntar monedas?
  • algazara, que suena tan a tertulia española, pero ¿qué es más español que lo árabe?; quizá sólo los alaridos, la algarabía, la alharaca; 

         Hay otra dulce palabra árabe que nos confunde a todos por su orientación sex... perdón, por su género gramatical. Otro día, cuando recupere alguno de mis discos de Celia Cruz, escribiré sobre ella.


ariadnavoulgaris@gmail.com



Año III / Nº LXXX / 2 de noviembre del 2015