lunes, 13 de mayo de 2024

Esteban de Jesús y Estelita del Llano [CDLX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

La zorra y el cuervo. Ilustración de Arthur Rackham
para una edición de las fábulas de Esopo en 1912

 

 

         Como todo en la vida, la lengua tiene lo que podemos llamar sus ventajas y desventajas. Nos permite comunicarnos, pero al mismo tiempo es también fuente de discordias y desencuentros; con ella hablamos de amor, alabamos a Dios y sanamos las heridas de nuestros seres amados, pero al mismo tiempo nos pone trampas para que insultemos a nuestros amigos, para maldecir y para humillar a nuestros padres. La lengua es el clavel de nuestro jardín y la herida purulenta en nuestro costado. La lengua es lo mejor que tenemos y lo peor que tenemos, diría Esopo.

         En el nivel pragmático de la lengua, es decir, en lo que atañe a la comunicación efectiva, a cómo se convierte en hecho en la vida cotidiana, si es que llega a hacerlo, aparece a veces el obstáculo de que uno puede desear decirle a alguien algo que no desea que una tercera persona, también presente, escuche o al menos entienda. Es un obstáculo para la cortesía, sobre todo. Puede nacer en ese momento un conflicto si llamamos las cosas por su nombre y eso termina afectando la imagen positiva que tiene el tercero de sí mismo. Y en ese momento viene la imaginación en nuestro auxilio. Todos hemos oído a alguna madre hablar con una prima o una amiga frente a su niño que, aunque pequeño, está en capacidad de entender lo que se dice —¡y los niños siempre estamos atentos a la voz de nuestra madre!—, y cuando va a mencionar un detalle delicado, dice: “Lo que pasa es que el que te conté no puede ver la cebolla ni escrita ni pintada”. Es, ya sabemos, la alusión más clara que conocemos en español. Uno casi nace conociéndola, pero las madres siguen usándola.

         Existen otras mil formas de hacer eso, a veces en broma, otras para evitar avergonzar al otro (o para avergonzarlo), e incluso, cuando ya todos saben a qué o a quién se refiere uno, simplemente para mencionar al otro con humor. Sin embargo, no conozco forma más graciosa de hablar de alguien sin mencionarlo que los venezolanísimos Esteban de Jesús y Estelita del Llano. Estos dos nombres son simplemente eufemismos con apariencia de nombres reales, por lo menos posibles, equivalentes a este y esta, que pueden sonar bastante descorteses si uno los usa delante de los aludidos. Deben haber sido ingeniosos al principio —quién sabe cuándo sería—, pero hace mucho tiempo que ya todos sabemos a quiénes se refieren.

         También durante mucho tiempo he pensado que el “epíteto” Estelita del Llano tendría que haber nacido de la fama que en algún momento tuvo la artista venezolana conocida con ese nombre. Es comprensible que haya sido desde entonces la fachada del pronombre esta cuando el chismoso sentía el peligro de ser descubierto hablando de una mujer en su cara. Sin embargo, nunca antes supe si había aparecido antes la artista o la expresión. Y como no tenía noticias de ningún famoso llamado Esteban de Jesús, siempre pensé que la versión masculina del “apelativo” simplemente derivaba de su semejanza con una forma frecuente de poner nombre a los varones en Venezuela.

         A pesar de esto, uno hace bien en no darlo todo por sentado, y hoy que pensé en escribir sobre ese fenómeno, descubro, primero, que Estelita del Llano es un seudónimo y, después, que Esteban de Jesús era el nombre real, aunque yo no había oído nunca ni una sílaba sobre la persona que lo llevaba.

         La cantante y actriz venezolana Estelita del Llano en realidad se llama —porque aún vive— Berenice Perrone Huggins, y nació en Tumeremo el 28 de septiembre de 1937. Cantó por primera vez en público en 1960, en un concurso radial, que ganó y después del cual la emisora hizo una encuesta para ponerle seudónimo a la nueva artista. Desde entonces grabó 21 discos de boleros que ahora son conocidísimos en toda América Latina. En 1996 formó un exitoso grupo con las célebres Mirla Castellanos, Mirtha Pérez, Neida Perdomo, Mirna Ríos y Floria Márquez y con ellas recibió el Premio Casa del Artista al cantante del año. Hasta la primera década del siglo XXI estuvo activa en la música y la televisión, siempre fiel al género que la llevó a la fama, el bolero.

         Mientras tanto, el boxeador puertorriqueño Esteban De Jesús, nacido en Carolina el 2 de agosto de 1950, andaba buscando y conseguía la oportunidad de enfrentarse al legendario campeón panameño Roberto Durán, apodado Mano e Piedra, que no había perdido un combate en toda su carrera. El 17 de noviembre de 1972 De Jesús se convirtió en el primer hombre que logró derribar y vencer a Durán. Su nombre tiene que haber cubierto cientos de metros de papel periódico en aquellos días y en los años siguientes, cuando los dos peleadores volvieron a enfrentarse en Panamá y en Las Vegas. De Jesús murió de sida en 1989 mientras cumplía una condena a cadena perpetua por homicidio con el agravante del consumo de heroína. Durán estuvo entre los pocos que fueron a despedirse de él días antes del final.

         Todo esto me hace concluir que Esteban de Jesús y Estelita del Llano, sobre todo por sus coincidencias fonéticas, pueden haber surgido en la época de mayor popularidad de la cantante y el atleta: los años 60, 70 y 80. Quién sabe si se utilizaban antes (o si brotaron simultánea o consecutivamente), pero con semejantes historias detrás, palidecen las otras hipótesis. Si me equivoco, ojalá que aparezca pronto quien me corrija.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLX / 13 de mayo del 2024

 

lunes, 6 de mayo de 2024

(La che, peregrinación de una paria) [CDLIX]

Ariadna Voulgaris

 

 

 

Flora Tristán, autora de Peregrinaciones de una paria (1838)

 

 

         Después de pasar cuatro días en casa de los abuelos de Alejandra, ahora acabo de llegar a Mérida. Es de noche. Espero que me sirvan la cena en un restaurant cerca del hotel. En una mesa detrás de mí los comensales, padre, madre e hijo de unos 15 años, conversan sobre el lugar al que viajarán mañana. El lugar se llama Chiguará, que, según Google Maps, está a 51,145 kilómetros de mi mesa. Por lo que dicen, comienzo a enamorarme.

         Este nombre me seduce de tal manera con su sonoridad tan hermosamente indígena y terráquea que me decido a desviar mis planes por segunda vez en estas vacaciones. Será un paréntesis, el primero, en esta historia que estoy contando porque en realidad hoy pensaba escribir sobre la letra de, pero, por la emoción con que hablan de Chiguará junto a mí, voy a hablar de la che.

         Es bastante más sencillo de explicar por qué esta letra (con la cual comienzan 4,24 por ciento de las palabras del diccionario) ya no tiene su propia sección en el diccionario que enseñarle a un niño cómo usar la ce delante de cada vocal. Casi basta con decir que desde 1803 (¡antes de la invasión de Napoleón!) hasta 1994 (¡madre mía, treinta años!), fue considerada una sola letra del alfabeto, a pesar de que estaba compuesta de dos, y fue así porque durante 190 años se tenía como suficiente la evidencia de que los dos caracteres, como sucedía con la elle, representaban un solo sonido (el de chino, por ejemplo, el de choza o el de hacha) y, por ende, la che era descrita como la cuarta letra del alfabeto español. A mí me parece más que suficiente ese argumento, pero a los actuales miembros de la Academia no les gusta... o por lo menos se han vuelto mayoría.

         Ciertamente, casi basta con eso, pero podemos ser más detallistas. La Ortografía de la Academia (2010) explica que a partir de la edición de 1992, una vez desalojadas de su habitación propia, las palabras comenzadas por che se ordenaron al final de la sección de la ce, después de las comenzadas por cu-: cháchara, por tanto, aparecía después que cuñado. Más tarde, el X Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española, de 1994, decidió que, aunque debíamos seguir considerándola un dígrafo, a la hora de ordenar palabras ortográficamente sí debíamos separar la ce de la hache. De modo que para la vigésima segunda edición (2001), las palabras comenzadas por che aparecieron flanqueadas por las comenzadas por ce- y las comenzadas por ci-, o sea, primero cena, después chasquido, cheque, chinche, chocolate y chusma, y más tarde cisne; el pobre cuñado, que nueve años antes las precedía, quedó unas cuantas páginas más adelante. Las que contienen la che en su interior (como ocho o colcha) también tuvieron que moverse de lugar. Así están ahora.

         No es, empero, la primera vez en la historia que la che ha debido tragar grueso y aceptar los cambios que la historia de la lengua le ha impuesto. Ya en el pasado nuestros bisabuelos tuvieron también a escribir, prescindiendo de la che, palabras que, de niños, habían aprendido con ella. Por ejemplo, cristianismo, cronológico o crisol, que en la época del primer diccionario de la Academia, 1726-39, se escribían christianismo, chronologico y chrysol. Pero siéntense, que se van a caer para atrás: ¡canciller, querubín y coro se escribían chanciller, cherubín y choro! Aunque en lingüística no cabe clasificarlo más que como una señal de la evolución de la ortografía, este hecho equivale, en geografía, al despojo de una parte del territorio de un país. Los grupos de defensa de los derechos históricos y lexicográficos de la che (no es chiste: existen) no pierden oportunidad de señalarlo.

         A la che, después de tanto recorrido, sólo le faltaría que, a lo Flora Tristán, su marido le dispare en la calle para quitarle lo poquísimo que le queda, lo que hasta su propia familia le niega. En los últimos tiempos, mucha gente la llama en realidad “ce hache”, desatentos a su prolongada peregrinación por el alfabeto. Ya parece saña.

         Llego a mi hotel después de la cena y un breve paseo. Un paseo más minucioso lo daré pasado mañana, cuando vuelva a Mérida. En la recepción, como también estoy peregrinando en estas vacaciones, acabo de contratar un taxi para ir mañana temprano a Chiguará.

 

Mérida, 19 de abril del 2024

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLIX / 6 de mayo del 2024