En una torpe entrada en el área de peligro, voy a chutar
contra una arquería que no conozco, defendida por un cancerbero que parece una
muralla troyana, rodeado como estoy de jugadores que saben lo que hacen y
delante de un público feroz que no me dejará escapar si fallo; pero nuestra estimada
Laura Jaramillo, que sería algo así como nuestro director técnico si Ritos de Ilación fuera un equipo de
fútbol, no me ha dado señales de hacia dónde dirigir el balón.
Juego, además, para una selección que no está participando
en el Rusia 2018. No es como la Blanquirroja peruana, que volvió esta vez
después de nueve mundiales de ausencia; ni como la Marea Roja panameña, que
debutó este año. Mucho menos como la Celeste uruguaya, que ha visto la película
en primera fila 13 veces. No, la mía, la Vinotinto, tiene que seguir mejorando,
pero sí tiene con ellas en común que su nombre proviene del color del uniforme.
Pasa también con las selecciones de España, llamada la Roja;
la de Argentina, la
Albiceleste; las de Colombia y la de México, apodadas Tricolor. Y fuera de la lengua
española, pero limitándonos a los equipos de este Mundial, la de Francia se hace
llamar los Azules; la de Bélgica, los Diablos Rojos; la de Brasil, la Verdiamarilla
(o Auriverde, que es más bonito); la de Japón, los Samuráis Azules. Los serbios
se dicen las Águilas Blancas, y los nigerianos se sienten águilas también, pero verdes.
Los grandes ausentes, Italia y Holanda, se apodan, como todo el mundo sabe, Escuadra
Azurra y Naranja Mecánica, respectivamente.
A no ser por los colores, por la curiosidad de estos nombres,
por las evidentes ínfulas de fuerza física y nacionalismo intenso que me revelan
(en algunos casos sólo sugieren), es muy poco lo que puedo decir de este o
cualquier otro deporte (quizá del beisbol pueda decir más). Sin embargo, el
Mundial de Fútbol, cada cuatro años, me renueva la sensación color de lluvia que
da el mes de junio, que nunca logro sintonizar cuando no hay Mundial. Las nubes
grises y una breve temporada de frío blanco me instalan, otra vez, frente al televisor con mi hermano para ver Argentina 78, el Mundial blanco y negro, y España
82, el Mundial amarillo, y México 86, el Mundial verde.
¿De qué color es el fútbol? ¿De qué color es el Mundial del 2018?
Parece rojo, como Rusia, aunque, en general, el fútbol es azul. ¿Qué nos da esa
sensación? ¿La televisión, los uniformes, las banderas? ¿Las palabras? Cuando
Pelé, en 1982, contaba por RCTV sus recuerdos de mundiales anteriores, aprendí
unas cuantas palabras en inglés, que luego descubrí que servían para nombrar cosas
fuera del fútbol: corner, offside, shoot. El superlativo de adjetivo fuerte en español, fortísimo,
lo aprendí de Pelé ese año.
Otras y más significativas manifestaciones lingüísticas (y
cromáticas) destacan en el vocabulario del fútbol y, en este momento, del
Mundial, los nombres de los jugadores, por ejemplo; ojalá que, si no ha sido
eliminado su favorito, Jaramillo, o algún otro de nuestros amigos, autores o
lectores (¿Juan Sifontes, quizá?), se lance al verde césped para anotarse un
tanto en la arquería polícroma de Ritos.
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCXV / 2 de julio del 2018
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