Edgardo Malaver
Orfeo clamando por Eurídice
(sin fecha), obra
del venezolano Pedro Centeno Vallenilla
No creo haber oído a nadie más que a los
españoles utilizar esta palabra. O sí: a los médicos (incluyendo, naturalmente,
a los médicos españoles). Ah, también a los lingüistas. Pero es quizá el uso
que le dan los retóricos —¿estos pertenecen al grupo de los lingüistas?— el que
puede hacerme detener cualquier cosa que esté haciendo para entretenerme con
ella, como niño que por primera vez mira fuegos artificiales.
Para ser más claro, sea adjetivo o sea sustantivo,
signifique ‘trivial’ o ‘de uso externo’, ‘tema’ o ‘frase hecha, el uso que tengo
entre ceja y ceja desde hace días es el que el diccionario define así: ‘lugar
común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos
en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con
frecuencia’. Dice “se sirvieron”, pero la verdad es que todavía se sirven. Como
ya entraron los escritores en el baile, ya puedo decir que en este caso se
llaman tópicos literarios.
¿Y qué tópico ha atraído más a los
escritores que el del amor más allá de la muerte, o, para llamarlo por su
nombre de pila, el que le dieron en Roma, amor post mortem? (Ahora que digo
esto, se me ocurre que deben haber sido griegos antes que latinos: έρωτας
μετά θάνατον [erotas metá thánaton], amor post mortem.) En el
Renacimiento florecieron como un jardín cuidado con esmero, pero ya antes de
esas fechas Dante Alighieri había dedicado “la mitad de su vida” a contarnos la
historia en que él mismo, ajeno a toda duda, se encontró atravesando el
mismísimo infierno en busca de su adorada, bella, ajena y difunta Beatriz. Y la
busca después en el Purgatorio. Y la busca después en el Paraíso. Qué mísero homenaje
le hago a tan amoroso recorrido.
Todavía en la Edad Media, algún juglar castellano
recompuso como romance alguna historia que contaba el pueblo español sobre un noble,
el conde Olinos, enamorado de una princesa cuya madre ordena matarlo “porque
para casar con ella le falta la sangre real”; enterrado uno a cuatro pasos del
otro, renacen en forma de arbustos cuyas ramas se enredan y se abraza, y la
reina ordena cortarlas. Y entonces se convierten en aves que vuelan juntas por
el cielo. Y hay versiones del romance que continúan la historia diciendo que, perseguidas
y muertas por orden de la reina, las dos amantes aves, se convierten en un
arroyo que sana las penas de aquellos que nunca lograron consumar su amor.
Fue este lugar común, esta “frase hecha”,
esta metáfora, esta imagen poética, innegablemente poética, de la victoria del
amor palpitante sobre el fin definitivo e irremediable la que conducía la mano
de Edgar Allan Poe, en el siglo XIX cuando escribía, por ejemplo, cuentos como “Ligeia”.
Poe estaba tan convencido del poder del amor para vencer a la muerte que sus
personajes masculinos, si no estaban enamorado de una muchacha que estaba a
punto de morir, no se sentían propiamente ellos, y podían vivir el resto de su
vida en el “reino junto al mar” donde yace su joven enamorada; los femeninos, por
otro lado, son capaces, como Ligeia, emprender el viaje de regreso a la vida para
resucitar en el cuerpo recién fallecido de la segunda esposa de su apuesto
galán.
Romántico como Poe, también Gustavo
Adolfo Bécquer escribió con ese mismo ímpetu “La promesa”, aquella historia
medieval en que la protagonista confía en la palabra de matrimonio que le da su
amante, un noble que se hace pasar por campesino y que se va a la guerra
prometiéndole volver para “reparar” la “falta” que ha cometido presa de la
pasión; la muchacha muere antes del regreso de él, e, inexplicablemente, desde
que la entierran, la novia mantiene fuera de la tumba la mano en que el conde
le ha puesto el anillo que simboliza su compromiso. Mientras tanto, en los
campos de batalla, él sufre la persecución de una misteriosa mano que lo
protege de todos los peligros. Al enterarse de que la joven ha muerto, vuelve,
se casa con ella en el cementerio, y en ese momento, la mano entra finalmente
en la tumba.
William Faulkner escribió también sobre
la tenebrosa historia de Emily, cuyo marido murió en el lecho nupcial y ella prefirió
que todo el pueblo murmurara que al poco tiempo de casarse la había abandonado
a enterrarlo como indicaba la sensatez y pasó el resto de su vida durmiendo
cada noche al lado de su cadáver.
También en el siglo XX, como Faulkner,
Gabriel García Márquez, invirtiendo los términos del tópico, en su cuento “Muerte
constante más allá del amor”, reescribió aquel palpitante poema de Francisco de
Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte”, en que el poeta le expresa a
su amada que al “cerrar la postrera sombra sus ojos”, su alma abandonará su
cuerpo, y él... “polvo será, mas polvo enamorado”. El personaje de Quevedo
sabe, porque ha vivido amando intensamente, que seguirá amando después de la
muerte. En el caso de García Márquez, la muerte del desahuciado protagonista sucede
poco tiempo después de conocer al “amor de su vida”, una muchacha, mucho más
joven que él. La muerte, sin embargo, no detiene el desarrollo del romance porque
su vida anterior estuvo siempre vacía de todo sentido, y la precipitación del
final no hace más que señalarnos que, aunque postrero, el amor terminó siendo el
centro de la vida del personaje, que, además, no dejó de ser amado por su joven
amante simplemente por haber muerto.
Y, con tanto tiempo como ha pasado, la más
impresionante de las historias de amor más allá de la muerte sigue siendo la narrada
por el antiguo mito de Orfeo y Eurídice, que se enamoran gracias a la música de
la lira de él y que son separados por la muerte al morder una serpiente un
talón de la joven ninfa. Orfeo entonces emprende el camino en busca de la
laguna Estigia y logra que Caronte lo transporte al reino oscuro de la muerte.
Y ahí suplica Orfeo, con su música, a Hades que le conceda a su amada esposa
volver a la luz de la vida, y Hades, conmovido, le autoriza a Eurídice a
volver, pero le pone a Orfeo una única condición: caminar de regreso al mundo
de los vivos sin volver la mirada para ver si su esposa viene detrás de él,
porque si lo hace la perderá para siempre. Cuando están ya muy cerca del final
del camino, el joven enamorado duda y, percatándose de que no ha oído ni un
ruido remoto de los pasos de su amada, piensa que todo puede haber sido un
sueño, que Hades puede haberlo engañado. De modo, que voltea para verla y lo
único que logra ver es la bocanada de humo en que se convierte ella... para siempre.
Y esto es suficiente para responder mi pregunta de si los tópicos literarios serían
griegos antes de ser latinos. ¿Cómo pude dudarlo?
En total, el elemento más sospechoso de
este fenómeno no es que sea un lugar común, porque, al fin y al cabo, un lugar
común expresa siempre una verdad. El rasgo que los ha hecho permanentes, más
que la repetición, es (o tiene que ser) el vínculo con la existencia humana.
Cualquiera diría que, habiendo existido desde la época antigua, se tendrían que
hacer gastado con los años, con la recurrencia, con la reescritura constante. Sin
embargo, los tópicos literarios hablan de los grandes temas que deleitan y
atormentan a los seres humanos: la vida, la muerte y el amor, razón por la cual
no hacen más que fortalecer nuestra firmeza en la idea y el sentimiento sobre el
mundo y sus cosas, sobre la vida y sus detalles.
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Año XII / N° CDXCVII / 27 de enero del 2025