Ariadna Voulgaris
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Panchito Mandefuá y los que
tienen su síndrome están en toda Venezuela (Foto: BBC) |
Me toca Panchito Mandefuá. Qué alegría,
y al mismo tiempo, qué ganas de abrazar a ese niño que nunca tuvo el cariño de
sus padres, que eran “cualquiera con cualquiera”, como dice el autor. De todo
lo que escribió José Rafael Pocaterra (1889-1955), tan sustancioso, el cuento
protagonizado por este personaje, “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño
Jesús”, de 1922, acaso sea el más conocido, acaso el más duro, pero quizá también
el más conmovedor.
En una hipotética psicología venezolana,
es decir, una ciencia de la mente que se dedicara en exclusiva a estudiar la psique
y la conducta de los venezolanos (estudiada al estilo de Ritos de Ilación),
este personaje literario podría dar nombre a un síndrome que, aunque muy
frecuente en Venezuela, no falta en países vecinos y de ultramar. Sería,
primero, el síndrome que afecta a los miles de niños que viven en la calle, cuyos
padres han muerto o los han abandonado y nadie se ha ocupado de ellos, que han
huido de sus hogares o que han logrado escapar de redes de explotación infantil;
muchos de ellos, si no perecen en el intento, parecen desarrollar un sentido de
la supervivencia que viene con una buena dosis de sentido del humor, alegría, solidaridad,
unos ojos despiertos y una impresionante capacidad aritmética nacida al mismo
tiempo de la nada y de la necesidad. Humor, alegría, solidaridad y aritmética
para la supervivencia.
No hablo de los que sucumben a los
vicios, que en la época de Panchito no debía haber muchos. Panchito mismo, a pesar
de su escasa edad, era ya fumador, pero tanto como —no más que— cualquier
hombre adulto. Hablo de los que terminan creciendo para enderezar el camino o
van aprendiendo a enderezarlo en lugar de torcerlo más que el árbol del refrán.
Son como aquel Lázaro que nació en el río Tormes, hijo de padres tan desafortunados
como él, que llevó más palos que una gata ladrona y que, a pesar de esto,
terminó siendo un hombre de bien. A los Lazarillos del siglo XX Pocaterra los
llamó Panchito Mandefuá. Sin embargo, a Panchito nadie lo engaña, nadie lo
utiliza, a nadie le debe un centavo, nadie puede llamarse su amo. Su picardía
es suficiente para mitigar su orfandad y su dolor.
En otros lados, se llamaría Kimball O’Hara,
el de Rudyard Kipling, que desde antes de encontrarse con el monje, su maestro
espiritual, ya era libre en el mundo material. Ya era un hombre sin haber
terminado la niñez. Lo único que tenía de su madre era la memoria de los golpes
y de su padre, una carta y una foto, nada más. Lo que valía oro en él era su
corazón... como el de Panchito.
Y me viene a la mente que estos niños
que más parecen semillas del cielo caídas en el huerto oscuro de un labrador
maligno, que en Pocaterra pueden responder con bondad a la tragedia de sus congéneres,
podrían ser, y de hecho son, metáforas de gente adulta que, aun llevando una
vida tan dura como la de Panchito, son capaces de reponerse —o van aprendiendo
en el camino—, y compartir las mínimas monedas que su buen trabajo les cuesta
ganar, dejarse conquistar por la sensibilidad y la belleza, levantar sus fuerzas
para defender la justicia, ennoblecer su espíritu con el arte y la amistad, convencerse
de la dignidad del trabajo, sacrificar algo de su bienestar por los demás, brindarse
al bien que pueden sembrar en el mundo. Y serían estos los “pacientes” del venezolano
síndrome de Panchito Mandefuá.
Son, como dije al principio, miles y
más de miles. Son tan sutiles en su vida que terminan siendo descartados por sus
propios atropelladores, testigos y autoridades apenas dejan de existir, pero, sin que nadie se percate, habiendo dejado huellas.
Diría Machado:
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año XII / N° CDLXXXVIII / 25 de noviembre del 2024