Ariadna Voulgaris y Edgardo Malaver
Pedro Emilio Coll en 1898, año
en que publicó “El diente roto”
Nunca un diente roto le ha traído tanta
notoriedad al individuo que se lo examina con la punta de la lengua. Nunca nadie
había llegado tan lejos con tan poco esfuerzo. Pedro Emilio Coll (1872-1947) publicó
en 1898, en El Cojo Ilustrado, un cuento titulado “El diente roto”, que
por sí solo bastó para quedar impreso en la memoria cultural venezolana.
El cuento trata de un niño, Juan Peña, que
inicialmente es muy rebelde pero que, un día, en una pelea callejera con otro
niño, resulta con un diente roto, y a partir de entonces se convierte en un
niño tranquilo que parece reflexionar todo el tiempo. En realidad lo que le
pasa es que se escudriña el diente roto con la lengua, pero de esto nadie se
percata. Preocupada, la madre de Juan llama al médico, que le diagnostica lo
que llama “el mal de pensar”, una enfermedad muy extendida que solo ataca a los
genios, dice, a los grandes filósofos, a la gente inmensamente inteligente. A
partir de entonces, todos tienen a Juan como una persona admirable y, al llegar
a la adultez, es elegido, sin que él participe conscientemente en ello, como
ministro, magistrado, congresista e incluso presidente de la República. Todo sin
haber producido nunca ni un solo pensamiento valioso, sólo acariciándose el
diente roto con la lengua.
El ensayista Domingo Miliani escribió
un libro sobre Venezuela que tituló El mal de pensar, precisamente pensando
en esta metáfora finisecular de Coll. La metáfora es bastante clara: en
Venezuela no resulta difícil ascender social y políticamente. Apenas hace falta
aparentar que uno está pensando mucho, dar la impresión de que a uno le preocupan
los problemas colectivos, las desgracias del pueblo, la evolución de la
historia del país. Entre menos pensamiento tenga un personaje público, sobre
todo si desea llegar a un cargo importante, entre más escaso y liviano sea el
contenido de esos pensamientos, más pronto llegará.
No será Venezuela la única nación que
sufre de este mal, pero tampoco es difícil constatar, con un rápido repaso de
la historia, cuán numerosos han sido los dirigentes que calzan tan bien con la descripción
de Juan Peña que más asemejan estatuas del personaje ficticio.
Y pensándolo bien, también en otros
niveles de la vida se presenta el fenómeno de que es precisamente el líder de
un grupo cualquiera el que está menos preparado para ello. No tiene que ser un
alcalde, un gobernador, un diputado, un director de hospital o de escuela, un
comisario de policía. Puede ser simplemente el capataz de unos trabajadores, el
padre de una familia, el guía de unos exploradores o unos turistas, el entrenador
de unos deportistas, el jefe de una cocina, el que tiene menos ideas y las
menos brillantes. Y estos personajes, naturalmente, o no se enteran nunca de
que alguien más ha propuesto algo muy sabio que resolvería varios problemas de
una vez o no soportan que lo haya hecho (por lo cual termina anulándolo con tal
de seguir “en el poder”). Todas estas hipotéticas personas (aunque todos
conocemos a las que viven en la realidad tangible) padecen “el mal de pensar” identificado
por Coll en 1898, es decir, tienen el síndrome de Juan Peña. Y ojalá hubiera
sido un signo o un síntoma definitorio del siglo XIX. Más bien parecía estar
describiendo al siglo XX y al XXI.
Hablando del cuento de Coll, Miliani
reflexiona sobre este “síndrome” y concluye que en Venezuela, en vista de la
escasez intelectual de los dirigentes, “la mueca es el mensaje”. O sea, estimados
nuestros, no esperen mensaje, contenido, materia de fondo, pensamiento.
Confórmense con el movimiento de manos, con el mohín de la cara, como la de
quien se hurga un diente roto con la lengua.
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Año XII / N° CDXC / 9 de diciembre del 2024