Sin fecha, sin número de página, sin nada |
De entre mis papeles
viejos, sin fecha, sin nombre de publicación, sin número de página, sin nada,
me salta de repente, hace tres días, un recorte. Es una caricatura con un texto
en inglés que tiene como título “Word for Word”. En el dibujo, un personaje
escribe a mano con una lupa bajo el ojo que mantiene abierto, y encima de su
cabeza un globito dice: “¡Me temo que soy muy meticuloso!”. Alrededor de la
escena, el autor ha escrito: “Una persona meticulosa
se preocupa por los pequeños detalles... ¡El origen de la palabra lo explica
todo! En el pasado, meticuloso
significaba tímido. Proviene del
latín meticulosus... Meticul deriva de metus, miedo, mientras osus indica ‘lleno de’. Es decir, meticuloso
significa... ¡’lleno de pequeños miedos’!”.
¡Claro! Recuerdo bien la
época en que guardé este recorte. Inicialmente debo haber archivado todo el
periódico en que aparecía; después, la página; más tarde, en alguna mudanza, se
salvó sólo la breve viñeta. Este trocito de papel periódico me ha acompañado,
por lo menos, la mitad de mi vida y era un mensaje que estaba destinado al día
de hoy.
Es fácil entender que en
inglés haga falta señalar la etimología del adjetivo meticulous, porque la forma de la palabra en inglés difiere enormemente
de la forma que tiene en latín. Y cualquiera diría que en español no tendría
que hacer falta la explicación, pero resulta que tan fácil no es darse cuenta
de que metus se parece a miedo. Una vez visto, uno comienza a
buscar esa semejanza en otras palabras, pero al principio y por mucho tiempo,
nos engaña. En realidad, la gran diferencia es la del sonido de la te y la de;
pero es cuestión de ver que la articulación de ambos sonidos coincide en el
punto y difiere en el modo, sólo eso.
Por otro lado del asunto, el
que ustedes están esperando que comente, esta caricatura nos estalla en la
frente una bomba de la que todos huimos pero que todos detonamos. A veces por
falta de destreza, otras veces por falta de lecturas y aun otras por falta de
descanso, los traductores, correctores, profesores de idiomas, intérpretes, investigadores,
redactores, asesores lingüísticos y muchísimos otros profesionales (y
diletantes) de la lengua sufren ese miedo
de los pequeñísimos detalles, que son los que afean, destruyen y desgracian
todo texto en el cual ha puesto uno su mejor esmero. El mayor problema con este
duendecillo cínico del error —este Tititivilus, como lo llamaron en la Edad
Media— es quizá que no se trata sólo de un temor involuntario o aprendido. Ya
existen montañas de evidencias de que el fenómeno es en realidad una
conspiración intersideral y ultracósmica para que no saboreemos nunca la dulce
experiencia de la satisfacción total.
Hay, a pesar de esto,
quienes, con más sabiduría, se pronunciarían a favor de este metus a la incontrolable equivocación
mínima diciendo que es él el que nos empuja para que nos esforcemos más, para
que nuestra destreza crezca y, por ello, nuestro desempeño (en la lengua y en
la vida) deje cada día menos que desear. Sí, es cierto, pero para lograr eso,
lo que hay que hacer es, precisamente, paradójicamente, dejar de tener miedo.
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCVI / 30 de abril del 2018
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