¡Oh, Dios, y qué buen vasallo, si tuviese buen señor! Estatua del Cid en Burgos |
Para Beatriz Loreto
Extrañamente, fue después de concluir el
artículo de hace dos semanas, “Antier, antes de Cristo” (Ritos CCLXII) cuando me acordé de otro adverbio, que creo haber visto
una sola vez, en La Asunción, Nueva Esparta, hace muchos años y sólo escrito en
la portada de un libro: trasantier,
que, ¿para qué lo explico?, se refiere al día inmediatamente anterior a antier.
Existe, naturalmente, la versión formal, que es trasanteayer, y que es la que aparece definida en el diccionario,
pero ni el diccionario ni mis oídos deben haber oído jamás la máxima locura de
los adverbios de tiempo, en uso o en desuso: traspasantier.
Si apareciera en el diccionario, sería
más bien traspasantier y quién sabe
si transpastanteayer, una palabra en la
que todo llama hacia el pasado, la raíz y sus tres prefijos: trans-, past- y ante-. No es,
entonces, el día anterior al día en que se habla, ni el día anterior, ni el que
antecede a éste, sino el que sigue hacia atrás en el tiempo: hace cuatro días.
¿Habrá en otro idioma un adverbio tal? ¿Será sencillo en esas lenguas, como en
español, señalar con este grado de precisión que uno está hablando de lo
sucedido hace 96 horas... o pocas menos, pero ni una más? Y digo que es
sencillo porque, si no existiera o no hubiera existido la palabra, sería la mar
de sencillo crearla, con tan sólo conocer los prefijos, que es algo que todos
conocemos, aunque no todos estemos conscientes de ese conocimiento.
Como es natural, ayer, anteayer (o antier), trasanteayer (o trasantier)
y traspasanteayer (o traspasantier, que es la que parece
haberse fundido mejor con los sonidos cotidianos de la lengua) también se
utilizan en sentido figurado. Todos son sinónimos de pasado, relativamente cercano
o inciertamente remoto, conocido o incognoscible, pero ahora impreciso, muy
impreciso, como la historia toda antes de la invención del alfabeto. Es, sin
embargo, la imprecisión significativa de la enciclopedia que dice, por ejemplo,
que un juglar anónimo escribió el Cantar
de mío Cid en algún momento entre la mitad del siglo XII y los primeros
años del XIII —¡y que la primera página se perdió!—. Fue en el pasado, pero no el
año pasado, ni hace un siglo. Ni siquiera fue trasantier, porque casi mil años
tiene que ser más allá: traspasantier.
Visto así, todo el tiempo cabe en la
lengua... y en la poesía. Uno siente aun que el tiempo se encoge al leer, por
ejemplo: “Estando atento, hogaño y mañana, al trasantier de tu voz, buscarla, ir a su zaga, hallarla en la lira y
en los silbidos y en el bravo rugido de la mar”. Eso es: estas manifestaciones
de la lengua popular son nada menos que poesía.
Distante y cercano, ese sonido del pasado
llega a nosotros clara y opacamente al mismo tiempo. Y es lo que revela nuestra
memoria cuando, incapaz de establecer con décimas de segundo cuándo sucedió
algo, y dándose cuenta de que no hace falta, apela al recurso de la metáfora. Uno
termina diciendo: “El otro día me tropecé con el fantasma de mi abuelo. Yo
tenía unos siete años, regresaba de la escuela. ¿Cuándo fue?”.
No importa, la lengua lo reconstruye con
sílabas y sonidos y esa es la verdadera memoria.
emalaver@gmail.com
Año VII / N°
CCLXIV / 10 de junio del 2019
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