lunes, 29 de mayo de 2017

Los números ordinales de la república [CLIV]

Edgardo Malaver


A la incontable multitud de estudiantes que, demasiado jóvenes aún,
han muerto en las calles de Venezuela en los últimos 60 días


Santiago Mariño (1788-1854) liberó Cumaná en 1813,
lo que permitió la fundación de la Segunda República



         Milagros Socorro publicó la semana pasada un artículo en la revista Clímax en que afirma con verdad: “Está claro que el lenguaje es una conducta”. Ciertamente, así como uno comunica, expresa, dice algo al hacer las cosas, también está uno haciendo algo al decir cualquier palabra que diga. El artículo de Socorro trata del atrevimiento del gobernador Henrique Capriles contra el presidente de la República. El acto de habla de Capriles, el de insultar, equivalió —y no sólo en la visión de la autora— a lanzar una piedra a la frente del gobierno en medio de las cotidianas y enormemente desproporcionadas agresiones de los cuerpos de seguridad del Estado contra los manifestantes en la calles de Venezuela durante todo el mes de abril y el mayo que ya va a terminar. Lanzando gases, chorros de agua, metras, puños, culatazos y balas, el gobierno informa al pueblo que no tiene derecho a exigir derechos —ni aun a la vida— y, lanzando una palabra, la oposición intenta descargarse de la rabia, la tristeza y el dolor de la muerte. De lejos quizá no, pero en el asfalto o junto a la tumba de un hijo, ese desbalance —el político y el lingüístico— es una daga punzante.
         En medio de este reguero de sangre, el presidente ha convocado a una asamblea constituyente, con lo cual retrocedemos, cuando menos, a 1999. Ese año comenzó a construirse, más discursiva que jurídicamente, una “noción” que se ha llamado “quinta república”. El recién contratado presidente de aquel momento argumentó que como se iba a redactar una nueva constitución, nacía una nueva república en la que pretendía erradicar los vicios de la anterior. Lo había anunciado en la campaña electoral, de modo que no le fue difícil implantar la idea en las encandiladas mentes de las mayorías. Lo apoyaba la mayoría, también cegada por el relámpago de la novedad, que tenía el exsoldado —¡ja!— en su Asamblea Constituyente. (Lo que es más, dijo que el país iba a llamarse “República Bolivariana de Venezuela” y al principio la Constituyente lo discutió y no lo aprobó, pero él refunfuñó y al día siguiente lo complacieron.) Pura creación de la lengua: toda una situación concreta, que modificaba radicalmente la vida de millones y millones de personas, salida de un par de palabras de un solo hombre.
         Cada vez que en los últimos 20 años he oído decir algo como “Esto no era así en la cuarta”, he intentado introducir la idea, casi nunca escuchada, de que aún estamos en la cuarta república, la que nació al disolverse la Gran Colombia en 1830. Los poquísimos que me han escuchado me han respondido: “Pero hay una nueva constitución”. De ser así, la actual sería en realidad la vigésima sexta república. ¿Dónde está la falacia? ¿Qué marca el fin de una república y el comienzo de otra?
         La Primera República, fundada con la adopción de la Constitución Federal de 1811, se extinguió el 25 de julio de 1812, con la Capitulación de San Mateo ante el general español Domingo Monteverde. (Esto significa que murió la república, el intento de echar adelante una nación nueva, ya no existía más.) La Segunda, nacida el 3 de agosto de 1813, cuando Santiago Mariño liberó Cumaná, pereció en la Quinta Batalla de Maturín el 11 de diciembre de 1814. (Otra vez dejó de existir Venezuela como país.) La Tercera se instaló en Angostura el 18 de julio de 1817 y desapareció el 17 de diciembre de 1819, al sumarse, por decisión del Congreso, a la recién fundada República de Colombia. (O sea, por tercera vez, Venezuela retrocede a la condición de provincia de otro Estado, ahora republicano.) Finalmente, el 6 de mayo de 1830, principalmente por influencia de José Antonio Páez, Venezuela reestableció sus instituciones republicanas y amaneció la Cuarta República. Desde entonces, por más laberíntica que haya sido la historia constitucional, no ha habido interrupción en la existencia de la república, ni siquiera de horas. Guerras civiles, vacíos de poder, gobiernos de facto, juntas de gobierno, democracia, alianzas cívico-militares, fraudes electorales, intentos de invasión, crisis económicas, presidencias efímeras y prolongadas, buenas y malas épocas, idas y vueltas, nada ha causado la ruptura ni el cese de la Cuarta República en 187 años.
         Aunque está claro que es un asunto que deben respondernos ante todo los profesionales del estudio científico de la historia y del derecho, parece fácil entender que lo que sucedió en 1999 había sucedido también en 1857, en 1858, en 1864, en 1874, en 1881, en 1891, en 1893, en 1901, en 1904, en 1909, en 1914, en 1922, en 1925, en 1928, en 1931 (estas últimas seis, por cierto, aprobadas para complacer a un solo presidente: Juan Vicente Gómez), en 1936, en 1947, en 1953 y en 1961. Probablemente en algunos casos, o en todos, la necesidad de adoptar una nueva constitución fue disfrazada de urgencia de “abolir los viejos vicios del pasado”, pero nunca se abolió la república jurídicamente ni se creó una nueva. En 1999 tampoco.
         La conclusión es que la “quinta república” existe apenas en el discurso político, adoptado con demasiada facilidad por la mayoría, incorporado activamente a su habitual “conducta”, como dice Socorro, aunque la historiografía aún ponga en duda la existencia de tal período histórico.
         Como ya sabemos, lo que llega al discurso, no se va de la mente de los hablantes y se propaga de generación en generación. Pero el problema no es el discurso, sino la poca reflexión que se hace al respecto. Y ahora que se ha convocado una nueva constituyente, aunque 79,9 por ciento de los venezolanos no la cree necesaria o se opone a ella, hay quienes han comenzado a hablar de la “sexta república”. Más palabras, pero... ¿más conciencia? Más lenguaje para crear más conductas. El peligro ahora, incalculable por incierto y por inmenso, es que esta vez, si termina realizándose, lo que puede llegar a convertirse en puro y simple discurso, vacío de significado y sin representación concreta en la realidad, es la república misma, sin números ordinales.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CLIV / 29 de mayo del 2017

lunes, 22 de mayo de 2017

Colombia y Venezuela: falsos amigos [CLIII]

Laura Jaramillo


 
En italiano existe la palabra burro, que en español
equivale a
mantequilla


         Uy, hermano, no vaya a creer que aquí va a encontrar una barbaridad. No. Aunque sí hay que decir que en todo el globo terráqueo hay falsos amigos, no solo en Colombia y Venezuela. Pero en fin... Aquí usted lo que va a encontrar es un pequeño grupo de palabras que, quizás por el parecido morfológico y fonético, uno cree que significan un cosa pero al final son otra; los lingüistas decidieron llamar a esas palabras falsos amigos, solo por el hecho de que son traicioneros… o sea, los significados.
         El término es común en el área de la traducción. Por ejemplo, en italiano existe la palabra burro, que en español equivale a mantequilla. Pero resulta que en español también se da este fenómeno, si se puede llamar así, pues podemos encontrar variedad de significados para una sola palabra a lo largo y ancho de América (ah, sí, y de España también).
         Quizás lo que describo se pudiera considerar un caso de homografía, pero no, me gusta más la falsedad de las palabras cuando oigo una canción o cuando veo una novela de Colombia. Es que resulta que, a pesar de que tenemos tantas cosas en común, hay cosas también que nos diferencian. Qué aburrido sería que todos nos pareciéramos.
         Solo les voy a presentar un bocadito de las tantas que nos pueden jugar una mala broma. Esto es válido pa los colombianos también, porque ellos también tienen que saber que nosotros hablamos tan sabroso como ellos. Así, tenemos que:

Guayabo no es el despecho de nosotros, es un ratón, o sea, la resaca.
Parche no es un pedazo de tela, es una cita, una rumbita por ahí, una salidita, pues.
Patico no es el hijito de la pata, es un “elogio” a la mujer, pues es la combinación de pantera, tigre y cocodrilo.
Matoneo suena como a que matan mucho, pero no, es el chalequeo de nosotros.
Ahogao no es alguien que lamentablemente no sabía nadar, es nuestro sofrito.
Miscelánea es el nombre que le dan a esos lugares donde uno consigue desde un bombillo hasta una curita, una quincalla, pues.
Abanico no es el sofisticado instrumento que usa mi Cucha para los calorones de la edad; en la costa colombiana, el abanico es el ventilador. No se sorprenda cuando oiga: “Mijo, prenda el abanico, que hace calor”.
Arepera no es el lugar donde nosotros vamos a comer arepas; es el equivalente a cachapera.
Perico no es el que tristemente se me fue hace un mes, en Medellín es un café con leche. 

         Yo no diría falsos amigos, diría más bien amigos maravillosos, expresivos y sabrosos, tal cual como nosotros. Más que amigos, hermanos. ¡Eh, avemaría, hombre!

laurajaramilloreal@gmail.com





Año V / N° CLIII / 22 de mayo del 2017

lunes, 15 de mayo de 2017

Por las siglas de las siglas [CLII]

Edgardo Malaver


Mis letreros contra los tuyos. Las guerras también se hacen 
con palabras. Foto: M. Gutiérrez (EFE)



         Hace como una semana, oí en el metro un chiste más bien cruel: un padre regresa del hospital a su casa y les dice a sus hijos: “Tengo VIH, VPH, VHC y VEB, y el VDRL casi me causa un ACV”. La hija menor, al verlo triste, le responde: “Te comprendo, papá, yo tengo SMS, GPS, MP4, LAN, LCD, DVD con HD y aún no estoy conforme”. Existen cosas de uso cotidiano cuyos nombres puede uno pasar la vida entera ignorando porque nos han llegado ya abreviados y así funcionan, como curiosos sustantivos que se escriben con letras mayúsculas.
         Hay hasta nombres de países que en multitud de ocasiones aparecen escritos así. El más destacado quizá sea Estados Unidos —denominación que se utiliza a falta de “nombre oficial”—. Lo más frecuentes es encontrar EEUU (con o sin separación, con o sin puntos), EUA, e incluso el anglicismo USA. Todas son fácilmente identificables. Lo difícil es no confundirla con EAU.
         Aquellos cuyos nombres están formados por dos palabras, aunque no siempre, sí son un tanto difíciles de identificar, como RD, CR, NZ, TT, y grupos de países, como la UE, AP o la AL (que últimamente se ha convertido en ALC), pero también existen la ONU, la OEA, la APEC, la OPEP, la OTAN, los BRICS. Algunos nombres han sido tan importantes en la historia, que, aunque ya no existen esos países, siguen apareciendo en nuestro discurso: URSS, RDA, RFA, RAU.
         En todos los campos se produce este fenómeno. En el deporte, el COI decide dónde y cuándo vamos a ver los JJOO; la FIFA impone las reglas del fútbol; la UCI, las del ciclismo; la NBA, las del basquetbol americano; la LVBP, las del venezolano.
         Los MCS de EUA a veces hacen famosa a la gente diciendo simplemente JFK, FDR, OJS. Los venezolanos, en los años 80, se referían al presidente como LHC; los españoles desde el 2003, usaron ZP.
         Los bancos ahora son simplemente BBVA, BM, BOD, BFC, BNC.
         Los conflictos entre la AN y el TSJ y, en la calle, las agresiones de la GNB contra AD, PJ, VP, BR, UNT, MUD y diversas FCU son como para un ACV. Los simpáticos muchachos de la PTJ, de la PM y de la DISIP, herederos de la SN, parientes de la FBI, la CIA, la KGB, la SS, ahora son los inocentes querubines del CICPC, el SEBIN y la PNB.
         La vida académica no está excluida: existen la UCV, la USB, la ULA, la LUZ, la UDO, la UPEL, la UCAB. El colmo deben ser la UNELLEZ y el IVILLAB. El diccionario de la RAE, el solo diccionario, ya no quieren llamarlo DRAE, sino DILE.
         Y esto no es nada. Las generaciones más recientes, queriendo diferenciarse de la anterior, hacen exactamente lo misma que ella y que sus antepasados: reducir a dos o tres letras la imagen que desean expresar: TQM, CDM, MFP, o, si se sienten más FYI: LOL, BFF, WTF, OMG, ILY. Claro, tiene que ser así, porque el que no las use, estará, como boxeador en la lona, KO. Es que todos quieren ser VIP.


emalaver@gmail.com 




Año V / N° CLII / 15 de mayo del 2017

lunes, 8 de mayo de 2017

Galimatías [CLI]

Andrea Villada


María Expropiación Petronila Lascuráin y Torquemada 
de Botija, alias Chimoltrufia, interpretada por Florinda Meza 

 

         Entonces, mientras leía un libro muy interesante sobre ciencia, aunque era un libro en realidad muy interesante pues pretende hablar de la historia de casi todo lo que existe en el mundo y fuera de él como el universo, el mar, el oxígeno, etcétera y demás cosas que no vienen al caso, aunque igual se los recomiendo ampliamente porque es sumamente inteligente y fácil de entender, aunque habla de cosas muy enredadas, lo cual es por lo que me encuentro aquí hablando sobre este asunto, vi una palabra muy extraña por larga y poco conocida, lo cual despertó mi más profunda curiosidad, esa que se despierta tan a menudo cuando nos gustan las palabras mucho pero que a veces no tenemos la oportunidad de saciar, sobre todo cuando trabaja y está ocupado, aunque con Internet ahora todo es posible, ¿no les parece?, ya no debe uno andar por ahí quedándose con curiosidades y que, por supuesto, me hizo preguntarme por qué si el libro habla de casi todo no hablaba también sobre el origen de esa palabra tan larga e interesante. Al parecer, es que no se entiende mucho de dónde salió la palabra esa, galimatías, por cierto, es decir, el origen es confuso, lo cual representa un verdadero galimatías en sí mismo entonces, ¿qué significa?
         Pues, la definición de la Real Academia Española y hasta la de Wikipedia se parecen mucho, pues concuerdan en que se trata de algo enredado, confuso, difícil de entender, un lío, un embrollo, un peo pues, para ser más exactos y adaptarnos más a nuestras propias expresiones coloquiales, que se da en los discursos o en la lengua escrita, (aunque, bueno, en el sentido metafórico de la palabra podemos encontrar muchos ejemplos de galimatías, solo falta ver cómo está nuestro adorado país y entonces me entenderán). Total que la cosa es tan confusa que no se entiende muy bien, si es que usted puede entenderme. Al parecer todo viene de algunos enredos bíblicos, lo cual no debería extrañarnos porque de por sí la Biblia ya es bastante complicada, es decir, por eso se habla de misterios y esas cosas, simplemente porque nuestra comprensión a veces no llega tan lejos, pero, al parecer, a alguien le pareció que había complicaciones en su escritura que merecían más la pena ocasionar una huella indeleble en nuestra lengua ya llenita de un montón de palabras que casi no usamos jamás como impío, que también se usa mucho en la Biblia, iniquidad, execrable, sempiterno, dadivoso, entre otras que casi siempre tienen que ver con cosas malas o buenas, entonces, cuando esta persona leyó las palabras de apertura del apóstol Mateo en su evangelio, que no son más que la explicación de la línea genealógica de Jesús, que quién era hijo de quién y de quién y de quién y así sucesivamente en lo que se va casi todo el primer capítulo del evangelio, entonces pensó que eso era muy enredado y le puso la palabra que nos trae hoy a rompernos la cabeza. Pero hay muchas teorías, algunas tienen que ver hasta con el gallo y un juicio y una bulla y algo así, total que el cuento es medio galimatioso (si es que se puede hacer un adjetivo con esta palabra lo que no se sabe muy bien porque ya no la usamos casi nunca, excepto algunos escritores como el de mi libro de ciencias) y total que nadie puede dar una respuesta certera al asunto del origen. Aunque, por respeto a nuestra academia, y como esta prefiere atribuirle el origen a un escritor bíblico, tal vez porque se trata de literatura seria o quién sabe por qué, el hecho es que yo creo que mejor nos quedamos con la primera versión y le echamos toda la culpa a Mateo y a su compleja explicación de cómo fue que Jesús vino de la línea genealógica de Abrahán, simplemente para no discutir mucho y poder llegar a un consenso que es así como se logran las cosas realmente.
         Bueno, explicado ya el asunto y esperando que me hayan entendido lo suficiente acerca del significado y el origen de esta palabrita que supuestamente está cayendo en desuso, y digo supuestamente porque entonces uno escucha a algunos presidentes y dice: “¡¿Qué c*#o está diciendo?!”, lo cual deja muy claro que la palabra está en desuso pero que realmente es algo que no se dice pero que sí que se hace porque casi todo el mundo lo hace, lo cual le da vigencia, pues, ustedes comprenderán. Como decía, pues eso, espero que hayan entendido porque, así como decía la famosa Chimoltrufia, “como digo una cosa digo otra, pues si es que es como todo, hay cosas que ni qué, ¿tengo o no tengo razón?”.

andrealvilladac@gmail.com






Año V / N° CLI / 8 de mayo del 2017

lunes, 1 de mayo de 2017

Hablemos como el pueblo [CL]

Luis Roberts


 
Rafael Cadenas, gran profesor y el mejor poeta
venezolano 
vivo (foto: EFE)




         El gran escritor Javier Marías publicó un artículo hace pocos días cuyo tema era “la puerilidad sonrojante de Podemos (el partido político español) de instalarse en el léxico grueso con pretextos ideológicos”. Profesor también de Teoría de la Traducción, recurre al ilustre filósofo y traductor George Steiner y su concepto de la ”intratraducción”, la traducción que sin cesar llevamos a cabo dentro de la propia lengua, para recordarnos las variaciones de registro y de léxico que todos, o los más avisados o educados, hacemos constantemente según nuestros interlocutores o las circunstancias.
         Esto viene a cuento de la propuesta que este partido ha hecho en el Congreso en España de incorporar un léxico “de la calle”, algo que no sorprende a Javier Marías, quien afirma que “los dirigentes de este partido simpatizan con todas las vilezas del mundo y se apuntan a casi todas las imbecilidades vetustas.” Nos adaptamos al habla de los otros, recurrimos a diferentes vocablos y registros, para ser mejor entendidos, para protegernos, conseguir nuestros propósitos, caer bien, resultar simpáticos, llamar la atención o no llamarla, o para decir a alguien: “No eres de los míos”.
         Que el lenguaje, el uso del léxico, no es ideológicamente neutral, es tan obvio que no merece detenerse en ello, y, ¡ojo!, no me refiero sólo al uso sexista del léxico, ni a la reacción contraria a esta vetustez que ha producido payasadas gramaticales que atentan, no sólo a la gramática sino a la economía del lenguaje, del tipo: “Venezolanos y venezolanas, profesores y profesoras, alumnos y alumnas, idiotas e idiotos.” El uso del léxico anuncia nuestra cosmovisión, nuestra ideología, el uso de un registro u otro, nuestra educación, nuestra inteligencia.
         “Todos somos capaces de instalarnos en lo grueso, nada más fácil, está al alcance de cualquiera, lo mismo que mostrarse cortés y respetuoso. Ninguna de las dos opciones tiene mérito alguno. Ahora bien, elegir la primera con pretextos ideológicos, con ánimo de provocar, es, en el mejor de los casos, de una puerilidad sonrojante, en el peor, de una estupidez supina y, además clasista”, dice Marías. Eso de utilizar un lenguaje que entienda la gente, demuestra un enorme desprecio por lo que ellos llaman “la gente” y otros “el pueblo”.
         Steiner, en un ejemplo de humildad, dice que no se puede ser a la vez “cartero”, profesor, como él, y creador. Tenemos la suerte de tener muy cerca la excepción a la regla: Rafael Cadenas, gran profesor y el mejor poeta venezolano vivo. Cadenas resalta las palabras de Erich Heller sobre nuestro común admirado Kraus: “Él descubrió los vínculos entre un falso imperfecto de subjuntivo y una mentalidad abyecta, entre una falsa sintaxis y la estructura deficiente de una sociedad, entre la gran frase hueca y el asesinato organizado”.
         ¿Que a qué viene todo esto? Pues que en un mundo globalizado las imbecilidades vetustas son una franquicia internacional, que miremos a nuestro alrededor y veamos que franquiciadores y franquiciados comparten las mismas vetusteces y el mismo registro impostado, falso y huero. Y que cada palo aguante su vela. Y perdonen por el cambio de registro final.

luisroberts@gmail.com





Año IV / N° CL / 1° de mayo del 2017

lunes, 24 de abril de 2017

Expectativa y realidad ante las palabras (parte II) [CXLIX]



 
Morrocoy no sube palo o “los poetas antes de la poesía”,
como lo diría Úslar Pietri


Una lengua carece de existencia propia (…) existe el idioma singularísimo de cada artista del verbo.

José Antonio Ramos Sucre, Granizada

         En la primera parte de este Rito comenzaba diciendo que a veces somos ignorantes del rumbo que nos imponen las palabras, y terminaba señalando que el lenguaje poético puede mitigar dicha arbitrariedad. Se supone que en esta oportunidad ofrezco algunas razones al respecto.
         El lenguaje poético ayuda en semejante labor gracias a la enunciación figurativa o a los recursos retóricos, a la embestida de imágenes sensoriales, y, casi paradójicamente, barajando nuevos significantes, nuevas representaciones.
         Si, como lo asegura María Fernanda Palacios, se ha perdido imaginación etimológica; si cuesta relacionar palabras con la fantasía[1], es porque, en gran medida, la sensibilidad poética es precaria. Creo que la “erótica de las palabras” sobre la cual nos habla la autora, hace de la conducta poética frente a las palabras (lo que implica aproximarse a poetas) una nueva etimología. Ante el aparentemente injusto resultado del cotejo entre expectativa y realidad de las palabras, las imágenes poéticas contribuyen, no sin cierta fantasía, con el estímulo de la imaginación, a la asimilación de significados. Veamos un ejemplo:

(…) recordaré cómo fecunda
tu influencia el amor de la ensalada
y parece que el cielo contribuye
dándote fina forma de granizo
a celebrar tu calidad picada
sobre los hemisferios de un tomate.

(P. Neruda, “Oda a la cebolla”)

         Indudablemente, la experiencia que incluye una hermandad con la poesía robustece nuestra actuación como decodificadores de significados, ya sea como lectores o como hablantes.
         Por otra parte, además de las imágenes que ofrece el lenguaje poético, está lo que Arturo Úslar Pietri llamaba los poetas antes de la poesía, esto no es más que el habla ornamentado de refranes (adagios o proverbios): “Morrocoy no sube palo ni cachicamo se afeita”, “Vuela con todo y jaula…”, “Como caimán en boca de caño”, “Loro viejo no aprende a hablar”[2].
         Esta manera poética de denotar constituye un imaginario del habla popular muy característico de nuestro lenguaje. ¿No es por ello que para Guillermo Sucre (entre otras cosas) la literatura no es sino un intento por trascender la “fatalidad verbal” en la que las palabras “congelan” una realidad?[3]. En esa fatalidad se da (o puede darse) la transición hacia una realidad que anteriormente fue una expectativa inquietante, a veces lanzada al espasmo o al terror que generan las palabras.
         En todo caso las palabras, más que revelar, encubren la realidad. Diremos además que si la recurrente imaginación de los hablantes-lectores fraternaliza con el lenguaje poético, las fantasías que entren en contacto con la realidad pasarán a revelarla, para el bien y la riqueza de la lengua. Pero no solo a revelarla, pasarán además a convertirse en el modo de concebir el lenguaje, de asirse a las palabras, porque a eso habrá conducido la experiencia.

gavidesjimenez@gmail.com




Año V / N° CXLIX / 24 de abril del 2017





[1] Palacios, M.F. “Etimológica”, Sabor y saber de la lengua. Caracas: Otero Ediciones, 2004, p. 12.
[2] Arismendi, S.E. Refranes que se oyen y dicen en Venezuela. 2da. Ed. Caracas: Cadena Capriles, 2006.
[3] Sucre, G. “La palabra (las palabras)”, La máscara, la transparencia. México: Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 223.

lunes, 17 de abril de 2017

Y [CXLVIII]

Edgardo Malaver Lárez


Carátula de Jugando conmigo, de 1986



         ¿Qué hace que en los cuentos que uno cuenta cada día a familiares y amigos, aunque no sepamos conscientemente que lo estamos haciendo, se cosan tan bien unas partes con otras? Uno dice, por ejemplo: “Y entonces viene Romeo y se le declara a Julieta y Julieta se enamora de él y después él mata al primo de ella y tiene que huir y ella le pide un veneno al cura y el cura le da una pócima que la duerme y cuando él regresa la ve como muerta y... y... y...”. ¿Será suficiente una simple y para que, sin utilizar otro nexo, contemos una historia que quede bien armada en la mente del oyente? Los griegos conocían tan bien la respuesta, que le tenían un nombre a esta fantástica herramienta.
         El polisíndeton, como lo llamaron —porque a esta palabra, por encima, se le nota  que significa algo como ‘multitud de ataduras’— consiste en la utilización de conjunciones en puntos de la oración en que, en la lógica regular, no harían falta o sobrarían. Sin embargo, esta figura literaria cobra un sentido inmenso cuando deseamos conectar ideas, hechos, datos que sentimos que forman una sola unidad. El uso de la conjunción, aunque parezca a primera vista un error sintáctico, suma mucha fuerza a la expresión... y a sus partes. Don Quijote sintió, al crear el nombre de Dulcinea del Toboso, que aquel era un nombre “músico y peregrino y significativo”. Juan Ramón Jiménez dice en Jardines lejanos: “Hay un palacio y un río / y un lago y un puente viejo / y fuentes con musgo y hierba / alta y silencio... un silencio”.
         La Biblia, que comenzó a escribirse mucho antes del contacto de los hebreos con la civilización griega, de principio a fin está anegada de oraciones que se sostienen sobre el polisíndeton. En el primer capítulo del Génesis proliferan las oraciones que incluso comienzan con la conjunción y. Ya en el tercer versículo dice: “Y entonces dijo Dios: ‘Hágase la luz’. Y la luz se hizo”. Y el cuarto agrega: “Y vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas”. Y el quinto: “Y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche. El Apocalipsis, escrito unos mil años después, recurre a la misma estrategia para lograr una expresión contundente y atraer la atención del lector: en el quinto capítulo dice: “...y por medio de tu sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias y lenguas y pueblos y naciones”. Y más allá, en diferentes órdenes, lo pone seis veces más, uniéndolos siempre mediante una sencilla y.
         Hay quienes por esto lo llaman “y bíblico” —debería ser en femenino, ¿no?—. Puede entenderse que, siendo la fórmula narrativa más sencilla que pueda haber, apareciera de primera —y de última— en la literatura oral. Y así, todos los cuentos de hadas terminan diciendo: “Y fueron felices para siempre”. La canción popular también tiene su manantial de polisíndeton. Intento recordar alguna canción que lo ilustre y la única que se me ocurre es toda tristeza y oscuridad y desesperanza, como muchas de Yordano: “Y lloró y lloró y lloro, lloró, lloró”. Que sea apenas retórica.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLVIII / 17 de abril del 2017

lunes, 10 de abril de 2017

E pur si muove [CXLVII]

Edgardo Malaver


 
En 1623, Galileo se comprometió con el papa a escribir
un libro que terminó enfureciendo al pontífice




         Hoy, a mitad de la duodécima semana del año, he descubierto que 15 de cada 22 alumnos de mis cursos se quedan en blanco cuando, para enfrentarme a su incredulidad, les digo, les exclamo, golpeando el piso con el zapato: “¡E pur si muove!”. Si mi pequeñito salón fuera un país, la equivalencia sería que en todo grupo de 100 personas de menos de 18 años de edad, ¡68 no habrían oído hablar de Galileo en toda su vida! Habrán estado mirando para otro lado cuando alguien lo ha mencionado, que es más probable y muchísimo más grave.
         ¿Qué tendría que decir aquí para que los muchachos de menos de 18 años no dejen de leer Ritos? ¿Tendría que contarles la historia que está detrás de esta frase, cómo se traduce, quién se la dijo a quién en qué circunstancias? Creo que voy a pensar más bien en lo que no quiero decir: lo que significa “E pur si muove!”, con un solo signo de exclamación ahora, para crear intriga. El que ya fue a Google a buscarlo sabe que se ha ganado mis aplausos, pero como el conocimiento no nos hace falta para que nos aplaudan, ¿qué ganamos, en esta situación, levantando la mano para decir: “Yo sí sé, yo sí lo busqué, yo sí lo encontré”?
         Lo que quiero no es contar el cuento de Galileo porque no es cuestión aquí de saber o no saber—algunos me están recordando decir que lo más importante es saber dónde buscar. El problema no es tampoco la edad, muchachos. Ni que más tarde otros profesores van a horadar la bóveda celeste, tan escrupulosamente observada por Galileo, con un auténtico alarido de horror y desesperanza. El problema no es siquiera que el año que viene ese 68,18 por ciento crecerá probablemente a 81,73 o a 90,29. No, no, ese no es el problema.
         A mí me suena a que el problema va a ser que muchísimos están sospechando que esa frase como que está en italiano, en gallego, en uno de esos idiomas raros, y que como ellos no estudian eso, entonces no hay necesidad de ocuparse de ella. ¿Será entonces nuestra actitud acerca del saber? El problema puede ser también creer que estamos desconectados de los demás. ¿Usted de veras piensa que lo que pasa en otro pueblo no le afecta porque usted no habla la lengua de ahí? ¿Será cierto que como no estudio alemán tengo permiso para ignorar lo que significa weltanschauung y por qué los alemanes lo escriben siempre con mayúscula? Por ese camino se llega rapidísimo a no tener idea de lo que es el mundo.
         Y en esas condiciones, esforzándonos cada día más en aprender lo menos que podamos, será facilísimo caer en los redes de prestidigitadores que pretenden deslumbrarnos con pequeños datos de los que acaban de enterarse. Y luego, aunque a usted le pese el conocimiento, comenzará a repetir, porque uno de esos iluminados lo ha dicho, que la información es poder. Qué sabios.
         Es como el asunto del sol y la tierra. Hay quienes dicen que la tierra gira en torno al sol. Yo veo que el que va desplazándose todo el día en el cielo es el sol. La tierra esta quieta. Pero, terco y loco, Galileo insiste, con zapatazo y todo: “E pur si muove!”.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLVII / 10 de abril del 2017

lunes, 3 de abril de 2017

¿Sombrilla o paraguas? [CXLVI]



 
La magia de este objeto es tan habitual, que ya nos parece 
natural. Escenas de Mary Poppins (1964)


         Recuerdo que ya hace varios meses le había mencionado al administrador de estos queridos Ritos que pensaba escribir sobre una de las manifestaciones mágicas del lenguaje en uso que me parecen más admirables.
         Para ilustrar dicha manifestación casi fantástica recurriré a un mismo objeto que son dos a la vez: la sombrilla o el paraguas. No es que se trate de uno especial que haga volar a su portador como el de Mary Poppins, pero es tan mágica su naturaleza, que de lo habitual ya nos parece natural, que cambia su estado (sin cambiar) así como cambia el clima.
         Es preciso que haga mención de algunos conceptos que nos ayudarán a comprender el fenómeno. Dentro de la semántica, que es la disciplina lingüística que estudia el sentido, y al lado de la sinonimia, la antonimia, entre otros, están la polisemia y la homonimia. El primero explica que un mismo significante pueda tener distintos significados (por supuesto relacionados con su origen etimológico); éstas se pueden identificar en el diccionario, por ejemplo, porque tienen una entrada (significante) y varias acepciones (significados), por ejemplo: cresta. El segundo explica que existen palabras que se escriben igual (por supuesto con orígenes etimológicos separados) que tienen significados distintos (por lo tanto, son palabras diferentes); su presencia en el diccionario se evidencia porque cada homónimo tiene una entrada independiente; podemos ver el ejemplo de banco (de parque) y banco (de sangre, que también puede ser de arena, de valores…).
         Ahora bien, estos fenómenos nos ayudan a entender un aspecto, pero no explican la fascinante magia que hay en la dupla paraguas-sombrilla. Porque no hay, hasta donde yo sé, concepto alguno en lingüística que explique que un mismo objeto pueda ser otro y que sus significantes respectivos no tengan que ver entre sí (etimológicamente); lo mismo con sus significados.
         Para ser más ilustrativo, les cuento que hace unas semanas, antes de salir de mi casa, me preguntaba si sería conveniente llevarme el paraguas que ya tenía en mis manos. Al ver el sol radiante me dije: “Mejor me llevo la sombrilla”, y no tuve que cambiar el objeto; ya lo tenía.
         Si existe algo que lo explique, por favor, no me informen; quiero seguir pensando que el lenguaje cambia el mundo mágicamente.

daniel.avilan@gmail.com





Año V / N° CXLVI / 3 de abril del 2017

lunes, 27 de marzo de 2017

Titivillus [CXLV]

Luis Roberts


 
Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos
y su familia (1486), de Diego de la Cruz.
Arriba, a la derecha, Titivilus


  
         Les voy a contar una historia poco conocida en nuestro gremio, la historia de Titivillus. En la Edad Media, en Europa, había tres clases sociales: los nobles, protectores; los siervos, agricultores y artesanos, y el clero que rezaba.
         Estos últimos, además de sus rezos, también eran agricultores, artesanos y copistas de libros. A veces también traductores. Con la aparición de las ciudades no episcopales en el siglo XII, surge la figura del philosophus, lo que hoy llamaríamos “intelectual”, que generalmente también pertenecía al clero. Sólo una ínfima minoría de clérigos y nobles era alfabeta, la generalidad de la población era analfabeta. El libro era más bien un patrimonio, un enser valioso del palacio o del monasterio, cuyo destino era adornar más que ser leído. El propio Carlomagno, tan pío él, vendía sus libros para hacer caridades. Todavía hoy en día muchos nuevos ricos compran libros para rellenar sus bibliotecas, fijándose en el color de las tapas, lujo de la encuadernación, tamaño, etc. Pues algo así era entonces.
         La imprenta aún no se había inventado y los monjes copistas pasaban la mayor parte de su tiempo, entre rezo y rezo, en el scriptorium del monasterio o la abadía, trabajando afanosamente en malas condiciones, con calor y frío y a la luz de mortecinas velas, algo que tan bien conocen hoy en gran parte de Venezuela. Lo importante no era el contenido de los libros sino la forma, la belleza del trazo, la perfección de la copia, la exacta medida del blanco para que el miniaturista incrustase su ilustración. Lo importante del contenido del libro que se copiaba era que se trataba de libros religiosos, evangelios, antiguos testamentos, libros de horas, ensayos de santo Tomás, Alberto Magno, san Anselmo, etc., que por el hecho de laborar para difundir, muy poco, eso sí, la palabra de Dios, merecían la exención de días, semanas, o años de purgatorio para estos piadosos monjes escribas. Algo parecido a lo que hoy sería una acumulación de millas en una línea aérea. Pero tal vez porque rezaban incluso mientras escribían, cometían errores; errores ortográficos, disléxicos, palabras saltadas, lo que hoy llamaríamos errores de “tipeo” o de “atención desenfocada”. Esos errores eran considerados pecados y no sólo se perdían los años de purgatorio redimidos, sino que aumentaban espectacularmente los años de condena purgatoria haciendo que los pobres monjes se estremeciesen de espanto pensando en el negro porvenir que les esperaba en la eternidad de corto plazo.
         Ni Newton ni Murphy habían aparecido todavía, pero las manzanas ya se caían de los manzanos y siempre aparecía un corrector listillo que detectaba el error y anatemizaba al tembloroso curilla. Puestos a buscar una explicación a la causa de esos errores que los condenaban a purgatorios sine die, como algunos retornos modernos, no tardaron en encontrarla: sólo un demonio podía darse a la labor de hacer purgar sus errores a tan piadosos monjes. Dicho y hecho. Se inventaron un nuevo demonio y lo llamaron Titivillus. A partir de entonces lucharían para que Titivillus no les arrastrase al purgatorio y quién sabe si incluso al infierno.
         Apareció la imprenta y con ella los errores tipográficos que Titivillus seguía propiciando. El mundo se ha ido haciendo cada vez más descreído y ya sólo aparecen los demonios en las películas de terror, pero no cabe duda de que Titivillus sigue haciendo de las suyas, no ya entre copistas y tipógrafos, sino incluso entre escritores, correctores y traductores. Hace ya algunos años, quien tiene potestad e infalibilidad para el caso, anunció que el Purgatorio no existía, que era, eso también, una metáfora, como si el sufrimiento de un trocito de eternidad fuese una figura retórica, o una figura de estilo. Reconozco que mi alma descarriada conoció un gran alivio, pues ni ella ni el cuerpo que la contiene están para muchas purgas.
         Pobres monjes medievales, la de soponcios que se habrían ahorrado. Curiosamente, y de forma casi simultánea ¡ojo!, no insinúo que lo uno tenga relación con lo otro, ¡Dios me libre! el Word de Microsoft incorpora su corrector y años después el Todopoderoso Gates firma un acuerdo con la Real Academia Española para, entre otras cosas, supervisar ortográfica y sintácticamente el corrector que corresponde al español internacional. Piensen, pues, que Titivillus les va a seguir acechando, tentando y llevando al error y que si ya no tienen un purgatorio para expiar sus culpas, los correctores seguirán pasando por un purgatorio al corregir sus trabajos y que, no es una amenaza del más allá sino de aquí mismo, la furia de un corrector frustrado puede ser infinitamente más incontrolable que la de un dios tonante.

luisroberts@gmail.com



Año V / N° CXLV / 27 de marzo del 2017

lunes, 20 de marzo de 2017

Tú sí eres jalamecate [CXLIV]

Andrea Villada


Donde hay pesca, hay jalamecates. Pampatar, 1970



         Hace ya unos cuatro años, estando en un hermoso hotel de Mochima, en el maravilloso estado Sucre, se me ocurrió levantarme temprano para poder observar el amanecer desde su mismísimo principio. No quería perderme ni un minuto, así que salí al balcón a las 5:00 de la mañana y noté con gran admiración y curiosidad que había ya tres hombres en el agua, tres lugareños practicando esnórquel con linternas en mano en busca de un buen banco de peces. Al lado del hotel, aquel incrustado en la montaña, había una pequeña casa rebelde que rompía la armonía del ambiente apareciendo malcriadamente en el único espacio arenoso que había en los alrededores.
         Al haber crecido en la caótica ciudad de Caracas y saber de pesca lo que sé de aeronáutica, no imaginaba el propósito de aquella tempranera búsqueda, pero, unas tres horas después, todo ocurrió de sopetón. Los gritos comenzaron desde el agua: “¡Ahora sí! ¡Rápido, rápido, rápido!”, y de la nada salieron seis hombres más en una pequeña lancha con una red tan grande que ellos apenas cabían en la corroída embarcación. ¡Yo estaba maravillada! De cuando en cuando, los hombres se sumergían para asegurarse de que los peces estuvieran dentro de aquella prisión de mecate que iban lanzando hasta formar un extenso óvalo que empezaba en la orilla de la pequeña playa y terminaba allí mismo. Sin embargo, lo que sin duda llamó más mi atención fue el hecho de ver cómo de aquella ínfima playa contigua salían unas tres docenas de personas para ayudar a recoger la red, jalando y jalando aquel pesado mecate para que, así, el patriarca del lugar les repartiera uno que otro pez. Entonces, de repente se me ocurrió: ¿será de esto que sale aquella famosa expresión que sirve para identificar a los aduladores?
         Cuando le comenté aquella idea a mi querido profesor Edgardo Malaver, él me hizo el favor de iluminarme con un poco de conocimiento sobre el origen náutico de algunas palabras, como verga, por ejemplo, y otras más que ahorita no logro recordar. De cualquier manera, para ayudarme a aclarar mi mente, el mismo profesor me envió un archivo con lo que el filólogo venezolano Ángel Rosenblat había investigado sobre este tema. Al parecer, la expresión no es para nada nueva y ya se usaba desde el siglo XIX, pero su origen dista mucho de estar claro. Lo que sí está claro es que los términos que la componen vienen del ámbito marítimo, pues los marineros tenían muchas sogas que jalar y todas eran de mecate. Sin embargo, la creencia popular es que jalamecate como sinónimo de adulador viene de la época de Bolívar, cuando los que deseaban congraciarse con él mecían su chinchorro, cuyos extremos son de mecate, mientras el Libertador tomaba su siesta. Lo curioso es, y a eso apunta Rosenblat, que nadie en los llanos llama a eso jalar mecate, más bien lo llaman echar una mecidita. Es por eso que esta teoría se ha ganado unos cuantos detractores y otras se barajan como candidatas, como el hecho de jalar el mecate de los baldes para sacar agua de los pozos, o el famoso juego de la cuerda en el que hay que jalar mecate para arrastrar a los que están del lado opuesto, o incluso jalar la cuerda de la campana para atraerla hacia sí.
         A mi parecer, y respetando la opinión de los expertos, ninguna de esas teorías son mutuamente excluyentes y, además, especialmente las que no incluyen al chinchorro de Bolívar, no me parecen del todo satisfactorias.
         De cualquier manera, al ver saltar desesperadamente al agua a uno de mis compañeros de viaje, llegar a nado hasta el único rincón arenoso que nos rodeaba, jalar aquella red repleta de peces y regresar con cuatro peces en mano entregados por el mandamás de aquel recóndito lugar, uno para cada uno de los que disfrutábamos de aquellas vacaciones juntos, no pude evitar decirle: “¡Hay que ver que tú sí eres jalamecate!”.

andrealvilladac@gmail.com






Año V / N° CXLIV / 20 de marzo del 2017

lunes, 13 de marzo de 2017

Buenas noches [CXLIII]

Edgardo Malaver



“Eres la virgen impoluta del silencio", pero... buenas noches.
Talgat Koshabaev y Alevtina Lapshina como Romeo y Julieta




         Nuestra compañera Ariadna Voulgaris escribió la semana pasada que buenas noches es la despedida formal que se emplea cuando, de noche, nos separamos de alguien. Y dice más. Dice que es lo que utiliza uno cotidianamente cuando decide irse a dormir y deja a la familia en la sala.
         Me siento muy incómodo con esa idea, que no es de Voulgaris sino de muchísimos hablantes. Y no es por que no esté de acuerdo, yo también lo habría dicho, sé que es cierto. Me siento incómodo con el hecho de que buenas noches pueda ser una despedida adecuada que decirles a las personas con quienes lo compartimos todo en la intimidad del hogar. Si es lo más formal que pueda utilizarse para despedirse, si es lo más propio para despedirse en el trabajo, en la escuela o en nuestro contacto con las autoridades, entonces, ¿cómo puedo sentirme a gusto diciéndoselo también a mi madre, a mis hermanos, a los que viven conmigo, a quienes me une el cariño? Y, más allá —o más adentro, según se vea—, ¡¿cómo puedo despedirme cada noche con semejante prosopopeya de la persona que duerme a mi lado en la misma cama?!
         Una vez que se acaba la noche, me pasa lo mismo. También me cuesta mucho —tanto que ya no me esfuerzo— saludar a los que comparten techo conmigo diciéndoles ese seco y distante saludo institucional, oficinesco, corporativo de buenos días. Gracias al cielo existe en Venezuela ese saludo a la vez social y espiritual que marca la relación que tenemos con nuestros mayores. Es como una falta ver a nuestra madre por primera vez en el día y decirle cualquier cosa que no sea “La bendición, mamá”. A mis hermanas las puedo pellizcar, gruñirles, alabar su incurable escasez de belleza, pero jamás y nunca voy a insultarlas diciéndoles: “Buenos días, vírgenes impolutas del silencio”.
         Sin embargo, a esa misma hora, un vecino me toca la puerta y no respondo ni acepto como respuesta nada que no sea buenos días. No comienzo una clase sin decir buenos días, aunque ya lleve un cuarto de hora conversando con los estudiantes, pero es precisamente en ese contexto, en ese escenario, donde cabe decir buenos días, más que Hola, más que ¿Qué tal, mi pana?, más que ¿Cómo amaneciste, mi corazón? A una clase en la universidad no va uno a hablar de sus intimidades (por más que la experiencia personal que tenga el profesor en todos los campos es material válido y pertinente para la situación didáctica), como si estuviera fregando los platos del día anterior aún en piyama y sin haberse peinado. No va uno a la alcaldía de su ciudad con la misma actitud con que entra en el baño de su casa. No se presenta nadie en un templo vestido como quien va a comprar frutas en el mercado. Las fórmulas lingüísticas de saludar y despedirse, ergo, también tienen que variar. Y me parece a mí (y, a diferencia de Voulgaris, no temo no tener la razón, porque hablo puramente de mi sensación) que buenos días, buenas tardes y buenas noches, que quedan tan bordadas en situaciones formales, en situaciones íntimas marean toda la música que oímos alrededor.
         La lengua no está extraditada de los sentimientos ni a la inversa. Otros hablantes sentirán como yo y darán señales similares a las mías. Y si no, siempre nos queda un último recurso a los lingüísticamente deformes: explicar (y explicarnos) el fenómeno como parte de nuestro idiolecto, el modo particular de hablar de cada quien, que, por más particular que sea, nunca lo será tanto como para no sumarse a la corriente de formas particulares de hablar que tejen un idioma.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLIII / 13 de marzo del 2017