Andrea Villada
Donde hay pesca, hay
jalamecates. Pampatar, 1970
(foto: elnavegao.com.ve)
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Hace ya unos cuatro años, estando en un
hermoso hotel de Mochima, en el maravilloso estado Sucre, se me ocurrió
levantarme temprano para poder observar el amanecer desde su mismísimo
principio. No quería perderme ni un minuto, así que salí al balcón a las 5:00
de la mañana y noté con gran admiración y curiosidad que había ya tres hombres
en el agua, tres lugareños practicando esnórquel con linternas en mano en busca
de un buen banco de peces. Al lado del hotel, aquel incrustado en la montaña, había una pequeña
casa rebelde que rompía la armonía del ambiente apareciendo malcriadamente en
el único espacio arenoso que había en los alrededores.
Al haber crecido en la caótica ciudad
de Caracas y saber de pesca lo que sé de aeronáutica, no imaginaba el propósito
de aquella tempranera búsqueda, pero, unas tres horas después, todo ocurrió de
sopetón. Los gritos comenzaron desde el agua: “¡Ahora sí! ¡Rápido, rápido,
rápido!”, y de la nada salieron seis hombres más en una pequeña lancha con una
red tan grande que ellos apenas cabían en la corroída embarcación. ¡Yo estaba
maravillada! De cuando en cuando, los hombres se sumergían para asegurarse de
que los peces estuvieran dentro de aquella prisión de mecate que iban lanzando
hasta formar un extenso óvalo que empezaba en la orilla de la pequeña playa y
terminaba allí mismo. Sin embargo, lo que sin duda llamó más mi atención fue el
hecho de ver cómo de aquella ínfima playa contigua salían unas tres docenas de personas
para ayudar a recoger la red, jalando y jalando aquel pesado mecate para que,
así, el patriarca del lugar les repartiera uno que otro pez. Entonces, de
repente se me ocurrió: ¿será de esto que sale aquella famosa expresión que
sirve para identificar a los aduladores?
Cuando le comenté aquella idea a mi
querido profesor Edgardo Malaver, él me hizo el favor de iluminarme con un poco
de conocimiento sobre el origen náutico de algunas palabras, como verga, por ejemplo, y otras más que
ahorita no logro recordar. De cualquier manera, para
ayudarme a aclarar mi mente, el mismo
profesor me envió un archivo con lo que el filólogo venezolano Ángel Rosenblat
había investigado sobre este tema. Al parecer, la expresión no es para nada
nueva y ya se usaba desde el siglo XIX, pero su origen dista mucho de estar
claro. Lo que sí está claro es que los términos que la componen vienen del
ámbito marítimo, pues los marineros tenían muchas sogas que jalar y todas eran
de mecate. Sin embargo, la creencia popular es que jalamecate como sinónimo de adulador viene de la época de Bolívar,
cuando los que deseaban congraciarse con él mecían su chinchorro, cuyos
extremos son de mecate, mientras el Libertador tomaba su siesta. Lo curioso
es, y a eso apunta Rosenblat, que nadie en los llanos llama a eso jalar mecate, más bien lo llaman echar una mecidita. Es por eso que esta
teoría se ha ganado unos cuantos detractores y otras se barajan como candidatas, como el hecho de
jalar el mecate de los baldes para sacar agua de los pozos, o el famoso juego
de la cuerda en el que hay que jalar mecate para arrastrar a los que están del
lado opuesto, o incluso jalar la cuerda de la campana para atraerla hacia sí.
A mi parecer, y respetando la opinión
de los expertos, ninguna de esas teorías son mutuamente excluyentes y, además, especialmente
las que no incluyen al chinchorro de Bolívar, no me parecen del todo satisfactorias.
De cualquier manera, al ver saltar
desesperadamente al agua a uno de mis compañeros de viaje, llegar a nado hasta
el único rincón arenoso que nos rodeaba, jalar aquella red repleta de peces y
regresar con cuatro peces en mano entregados por el mandamás de aquel recóndito
lugar, uno para cada uno de los que disfrutábamos de aquellas vacaciones
juntos, no pude evitar decirle: “¡Hay que ver que tú sí eres jalamecate!”.
andrealvilladac@gmail.com
Año V / N° CXLIV
/ 20 de marzo del 2017
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