Edgardo Malaver
Lárez
Carátula de Jugando
conmigo, de 1986
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¿Qué hace que en los cuentos que uno
cuenta cada día a familiares y amigos, aunque no sepamos conscientemente que lo
estamos haciendo, se cosan tan bien unas partes con otras? Uno dice, por
ejemplo: “Y entonces viene Romeo y se le declara a Julieta y Julieta se enamora
de él y después él mata al primo de ella y tiene que huir y ella le pide un veneno
al cura y el cura le da una pócima que la duerme y cuando él regresa la ve como
muerta y... y... y...”. ¿Será suficiente una simple y para que, sin utilizar otro nexo, contemos una historia que quede
bien armada en la mente del oyente? Los griegos conocían tan bien la respuesta,
que le tenían un nombre a esta fantástica herramienta.
El polisíndeton,
como lo llamaron —porque a esta palabra, por encima, se le nota que significa algo como ‘multitud de ataduras’—
consiste en la utilización de conjunciones en puntos de la oración en que, en la
lógica regular, no harían falta o sobrarían. Sin embargo, esta figura literaria
cobra un sentido inmenso cuando deseamos conectar ideas, hechos, datos que
sentimos que forman una sola unidad. El uso de la conjunción, aunque parezca a
primera vista un error sintáctico, suma mucha fuerza a la expresión... y a sus
partes. Don Quijote sintió, al crear el nombre de Dulcinea del Toboso, que aquel era
un nombre “músico y peregrino y significativo”. Juan Ramón Jiménez dice en Jardines lejanos: “Hay un palacio y un
río / y un lago y un puente viejo / y fuentes con musgo y hierba / alta y
silencio... un silencio”.
La Biblia, que comenzó a escribirse mucho
antes del contacto de los hebreos con la civilización griega, de principio a
fin está anegada de oraciones que se sostienen sobre el polisíndeton. En el primer
capítulo del Génesis proliferan las oraciones que incluso comienzan con la
conjunción y. Ya en el tercer
versículo dice: “Y entonces dijo Dios: ‘Hágase la luz’. Y la luz se hizo”. Y el
cuarto agrega: “Y vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas”.
Y el quinto: “Y llamó Dios a la luz día
y a las tinieblas noche”. El
Apocalipsis, escrito unos mil años después, recurre a la misma estrategia para lograr
una expresión contundente y atraer la atención del lector: en el quinto capítulo
dice: “...y por medio de tu sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas
las familias y lenguas y pueblos y naciones”. Y más allá, en diferentes órdenes,
lo pone seis veces más, uniéndolos siempre mediante una sencilla y.
Hay quienes por esto lo llaman “y
bíblico” —debería ser en femenino, ¿no?—. Puede entenderse que, siendo la
fórmula narrativa más sencilla que pueda haber, apareciera de primera —y de
última— en la literatura oral. Y así, todos los cuentos de hadas terminan
diciendo: “Y fueron felices para siempre”. La canción popular también tiene su manantial
de polisíndeton. Intento recordar alguna canción que lo ilustre y la única que se
me ocurre es toda tristeza y oscuridad y desesperanza, como muchas de Yordano: “Y
lloró y lloró y lloro, lloró, lloró”. Que sea apenas retórica.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CXLVIII / 17 de abril
del 2017
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