Edgardo Malaver
“Eres la virgen impoluta del silencio", pero... buenas noches. Talgat Koshabaev y Alevtina Lapshina como Romeo y Julieta |
Nuestra compañera Ariadna Voulgaris
escribió la semana pasada que buenas
noches es la despedida formal que se emplea cuando, de noche, nos separamos
de alguien. Y dice más. Dice que es lo que utiliza uno cotidianamente cuando decide
irse a dormir y deja a la familia en la sala.
Me siento muy incómodo con esa idea,
que no es de Voulgaris sino de muchísimos hablantes. Y no es por que no esté de
acuerdo, yo también lo habría dicho, sé que es cierto. Me siento incómodo con
el hecho de que buenas noches pueda
ser una despedida adecuada que decirles a las personas con quienes lo compartimos
todo en la intimidad del hogar. Si es lo más formal que pueda utilizarse para
despedirse, si es lo más propio para despedirse en el trabajo, en la escuela o
en nuestro contacto con las autoridades, entonces, ¿cómo puedo sentirme a gusto
diciéndoselo también a mi madre, a mis hermanos, a los que viven conmigo, a
quienes me une el cariño? Y, más allá —o más adentro, según se vea—, ¡¿cómo
puedo despedirme cada noche con semejante prosopopeya de la persona que duerme
a mi lado en la misma cama?!
Una vez que se acaba la noche, me pasa
lo mismo. También me cuesta mucho —tanto que ya no me esfuerzo— saludar a los
que comparten techo conmigo diciéndoles ese seco y distante saludo
institucional, oficinesco, corporativo de buenos
días. Gracias al cielo existe en Venezuela ese saludo a la vez social y
espiritual que marca la relación que tenemos con nuestros mayores. Es como una
falta ver a nuestra madre por primera vez en el día y decirle cualquier cosa
que no sea “La bendición, mamá”. A mis hermanas las puedo pellizcar, gruñirles,
alabar su incurable escasez de belleza, pero jamás y nunca voy a insultarlas
diciéndoles: “Buenos días, vírgenes impolutas del silencio”.
Sin embargo, a esa misma hora, un
vecino me toca la puerta y no respondo ni acepto como respuesta nada que no sea
buenos días. No comienzo una clase
sin decir buenos días, aunque ya
lleve un cuarto de hora conversando con los estudiantes, pero es precisamente
en ese contexto, en ese escenario, donde cabe decir buenos días, más que Hola,
más que ¿Qué tal, mi pana?, más que ¿Cómo amaneciste, mi corazón? A una
clase en la universidad no va uno a hablar de sus intimidades (por más que la
experiencia personal que tenga el profesor en todos los campos es material
válido y pertinente para la situación didáctica), como si estuviera fregando
los platos del día anterior aún en piyama y sin haberse peinado. No va uno a la
alcaldía de su ciudad con la misma actitud con que entra en el baño de su casa.
No se presenta nadie en un templo vestido como quien va a comprar frutas en el
mercado. Las fórmulas lingüísticas de saludar y despedirse, ergo, también tienen
que variar. Y me parece a mí (y, a diferencia de Voulgaris, no temo no tener la
razón, porque hablo puramente de mi sensación) que buenos días, buenas tardes
y buenas noches, que quedan tan
bordadas en situaciones formales, en situaciones íntimas marean toda la música
que oímos alrededor.
La lengua no está extraditada de los
sentimientos ni a la inversa. Otros hablantes sentirán como yo y darán señales
similares a las mías. Y si no, siempre nos queda un último recurso a los
lingüísticamente deformes: explicar (y explicarnos) el fenómeno como parte de
nuestro idiolecto, el modo particular de hablar de cada quien, que, por más
particular que sea, nunca lo será tanto como para no sumarse a la corriente de
formas particulares de hablar que tejen un idioma.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CXLIII
/ 13 de marzo del 2017
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