Edgardo Malaver Lárez
El Coloso de Rodas (1880), grabado de Sidney Barclay |
Al final va a resultar que es positivo
que los estudiantes pregunten tanto con respecto a los signos de puntuación, a
pesar de mi insistencia en que investiguen primero. No es cinismo, es que de
época en época las preguntas de los alumnos se convierten en la principal fuente
de temas para los artículos de Ritos de Ilación.
Hace tres semanas leí un examen sobre la
deíxis en textos argumentativos, y pronto comencé a observar que este estudiante
usaba las comillas con una profusión bastante mayor que los demás. Al principio era una leve sensación, pero ya en el
tercer párrafo me parecía que había más comillas que palabras en todo el texto.
Me levante de la silla y lo miré a cierta distancia y las comillas saltaban,
hacían señales con los brazos, ondeaban banderas en el aire para que me fijara
en ellas.
¿Qué estaba haciendo este muchacho con
las comillas que estas se habían multiplicado tanto? Ponía, por ejemplo:
Los “adverbios” de tiempo contienen información importante
para señalar un momento del “pasado” que nos interesa comunicar.
Son mucho [sic] los datos que pueden transmitírsenos
mediante un simple “pronombre” o cualquier “palabra” en cualquier “texto”.
Y la guinda de la torta:
Según Rincón Castellanos, en la “repetición” “significativa”,
uno de tantos elementos “correferenciales” puede ser el “deíctico”, porque su “significado”
depende inevitablemente de “otros” elementos que “también” se encuentran dentro
del “mismo” el texto.
Ya me disponía a escribirle un mensaje
para preguntarle esto, cuando se me ocurrió una hipótesis: utiliza las comillas
para destacar algunas palabras; tanto que a veces dos palabras contiguas
tienen, cada una, su propio par de comillas. Es como si quisiera en realidad poner
esas palabras en negritas o subrayarlas. Cuando le escribí para devolverle el
examen (que es una práctica que nos heredó la pandemia de cóvid), le pregunté
si mi hipótesis era correcta, y me respondió: “Perdone, profesor, ¿las comillas
no son para eso?”.
Y desde ese momento, nada más salgo a
la calle comienzo a ver letreros que parecen sustentar este uso resaltador de las
comillas: Se hacen “viajes” y “mudanzas”, leo en la puerta de la
panadería; Espere su “turno” para ser atendido, me dice la caja de la
clínica; Prohibido “escupir” en el piso “o” en el “espejo”, aclaran en el
ascensor.
Los que estudiamos la lengua no tenemos derecho a quedarnos con esa idea, que al mismo tiempo todos y nadie nos han inculcado, no
sé si inocente o perversamente; pero los ciudadanos comunes parecen respetar
esta “norma” como si fuera sagrada. Junto a ella perviven otras, como la de poner
coma entre el sujeto y el predicado (aunque no se sepa lo que es el sujeto ni el
predicado), la de no acentuar las mayúsculas, la de omitir el signo de
interrogación inicial en las preguntas.
Cada día está más clara la paradoja: los
hablantes comunes, que son los que crean la lengua con cada palabra que
pronuncian, cuando se trata de escritura, dan por sentadas mil cosas que ni
siquiera existen, mientras, por otro lado, casi siempre dudan hasta la muerte de
aquellas que se muestran con la mayor claridad ante todos. Llegado el momento de escribir, una multitud
innumerable de hablantes piensa que la lengua —pero por encima de la lengua, las
normas de la lengua— nos vigila con ceño furioso desde las alturas, y está siempre a punto de
lanzar sobre nosotros sus rayos exterminadores, cual coloso que no se permite perdonar ni una sola falla de los imperfectos mortales. Me estremezco un poco en
este momento al pensar por primera vez que quizá sea por esa razón que le temen
tanto a dejar sus palabras escritas sobre papel, como si un juez todopoderoso
de las lenguas estuviera siempre recopilando evidencias de nuestros
pecados lingüísticos para condenarnos en el último día.
Es una triste paradoja que esa sensación y esa forma de ver la lengua penetre tan inmenso territorio de la educación porque para disipar con esas sombras fueron creados el libro, la escuela y la ciencia. Es doloroso aceptar que las sombras se disfracen con tanta facilidad de verdad y nos confundan tanto y con tan poca oposición. Y es curioso porque en la lengua, precisamente en la lengua, no hay nada que esté escrito en piedra.
emalaver@gmail.com
Año
XI / N° CDXVI / 10 de abril del 2023
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