Edgardo Malaver Lárez
San Jorge y el dragón (circa 1470), de Paolo Ucello |
Hace unos años, cuando comenzó a sonar
a mi alrededor el Día del Libro y del Idioma, y me di cuenta de que la fecha,
23 de abril, era la de la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare
—coincidencia que conocía desde hacía bastante tiempo— me puse a averiguar si
existían otros escritores relacionados con esa fecha, y, para mayor sinceridad,
guardaba la esperanza de que los hubiera muchos nacidos, más que fallecidos, en
esa fecha. La primera vez, me tropecé solamente con el inca Garcilaso de la
Vega, y lo mencioné apenas tuve la ocasión en mis clases y en el auditorio de
la Facultad de Humanidades. El año siguiente, me encontré el dato de que en esa
fecha había muerto Teresa de la Parra también.
Desde entonces, levanto siempre el dedo
para incluirla cuando se menciona o se celebra la fecha. Ya saben por qué lo
hago: porque es venezolana en un mundo centrado en Europa, porque escribe en español
en un mundo obsesionado con el inglés, porque es mujer en un mundo dominado por
los varones, pero si tuviera que resumir y quedarme con una sola razón, la
mencionaría siempre porque escribe con delicadeza en un mundo hundido en la vulgaridad.
Para decirlo brevemente, Teresa de la
Parra escribió dos novelas —Ifigenia, diario de una señorita que
escribió porque se fastidiaba (1924) y Las memorias de Mamá Blanca (1929)—,
al menos dos diarios de viajes —Por el lejano Oriente... el diario de una
caraqueña (1920) y Diario de Bellevue-Fuenfría-Madrid (1931-1936),
publicado póstumamente—, tres cuentos fantásticos —“Historia de la señorita
Grano de Polvo, bailarina del sol”, “El genio del pesacartas” y “El ermitaño
del reloj”, también póstumos—. Escribió además, digamos que como ensayista, tres
conferencias que reciben el título general de Influencia de las mujeres en
la formación del alma americana, y buena cantidad de cartas que,
probablemente, no se hayan recopilado aún en su totalidad.
Qué difícil es escoger un fragmento de
alguno de estos textos para ejemplificar, en un artículo tan breve, la suavidad
de la prosa de nuestra escritora más aplaudida del siglo XX. Ifigenia, para
comenzar, es lo que se llamaría hoy una “fusión” de salsas en que se cuecen diversos
géneros. Aunque tiene en la portada el subtítulo de diario, la novela comienza
con una larga carta que María Eugenia, la narradora protagonista, le escribe a su
antigua compañera de estudios en París; uno podría decir que a menudo la
narradora recurre a la poesía para expresar, para narrar, pero no es cierto: toda
su narración es totalmente poética todo el tiempo. A lo largo de aquella carta,
narra episodios de su llegada a Caracas y su reencuentro con personas que
conocía desde su infancia. Cuando se encuentra de nuevo con los sirvientes de
su casa, le cuenta a su amiga:
Porque has de saber, Cristina, que Gregoria, la vieja
lavandera negra de esta casa, contra el parecer de Abuelita y de tía Clara, es
actualmente mi amiga, mi confidente y mi mentor, pues aun cuando no sepa leer
ni escribir, la considero sin disputa ninguna una de las personas más inteligentes
y más sabias que he conocido en mi vida. Nodriza de mamá, se ha quedado desde
entonces en la casa, donde desempeña el doble papel de lavandera y cronista,
dada su admirable memoria y su arte exquisito para planchar encajes y blanquear
manteles. Cuando yo era chiquita y me venía a pasar el día aquí en la casa de
Abuelita, era Gregoria quien me daba de comer, quien me contaba cuentos y quien
a escondidas de todos me dejaba andar descalza o jugar con agua, atendiendo de
este modo al bienestar de mi cuerpo y de mi espíritu. Y es que su alma de poeta,
que desdeña los prejuicios humanos con la elegante displicencia de los filósofos
cínicos, tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de san Francisco
de Asís. Este libre consorcio le ha hecho el alma generosa, indulgente e
inmoral. Su desdén por las convenciones la preservó por siempre de toda ciencia
que no enseñara la naturaleza. Por esta razón, además de no saber leer ni
escribir, Gregoria tampoco sabe su edad, que es un enigma para mí, para ella y
para todo el que la ve. Blanqueando manteles y planchado camisas, mira correr
el tiempo con la serena indiferencia con que se mira correr una fuente, porque
ante sus ojos franciscanos, las horas, como las gotas de la hermana agua,
forman juntas un gran caudal fresco y limpio por donde viene nadando la hermana
muerte. Como te he dicho ya, cuando yo era chiquita, me cuidó siempre con la
ternura poética con que se cuidan las flores y los animales. Por eso, aquella tarde,
al reconocerla asomada a la puerta de la romanilla, corrí hacia ella movida por
el mismo impulso que hace temblar de alegría y de felicidad la cola agradecida
de los perros.
María Eugenia se reencuentra también
con su tío Pancho, hermano de su difunto padre, y comienza un intercambio
intelectual de lo más jugoso. El tío Pancho parece concordar con la sobrina en
muchos puntos referentes al feminismo que trae María Eugenia en la mente. Ella despliega
sus reflexiones sobre el tema haciendo referencia a autores como Cervantes y personajes
como la pastora Marcela, con los cuales crea una fascinante madeja de
pensamientos y detalles en el nivel estructural de la narración. Es notorio en
este punto que Teresa de la Parra, que es mujer, pone su discurso feminista en
labios del tío Pancho, que es hombre; Cervantes, que es hombre, lo pone en
labios de Marcela, que es mujer. En Don Quijote el protagonista defiende
a un personaje que después de esa escena desaparecerá; en Ifigenia el
personaje secundario defiende a la protagonista. Y este tejido, junto con otros
momentos que quizá uno tarda en percibir, se va construyendo una obra no
solamente bella sino, sobre todo, profunda.
La defensa de la mujer es un tema tan
profundo para De la Parra que no ha de haber sido gratuita su aparición frente
a diversos escenarios para exponer sus ideas al respecto. El título de su
ensayo, que por lo que cuenta, le costó algún trabajo porque deseaba hacerlo,
de entrada, revelador de su contenido y de su empeño, nos deja claro que la
autora ha buscado y encontrado los objetos y sujetos de su alegato en su propia
tierra. Las mujeres han construido, junto con los hombres y no detrás de ellos,
el “alma americana” (que Bolívar llamaría “colombiana”).
En cierto párrafo de este texto, De la
Parra explica que, estando en Nueva York y en La Habana, pensó en recoger más
datos en estas ciudades para hablar de las mujeres de aquel momento,
Y los adquirí en efecto, pero al mismo tiempo me
abandonó la vocación al momento propicio de escribir. [...] Me he quedado,
pues, por todo haber con mis mujeres abnegadas. Hablando con toda franqueza, les
diré que allá en el fondo de mi alma las prefiero: tienen la gracia del pasado
y la poesía infinita del sacrificio voluntario y sincero.
Estos dos extractos nos revelan que su defensa corre junto con el aprecio de aquellos (o aquellas) que no
han sido tan afortunados como ella, que no han podido estudiar, viajar, cultivarse.
No es la suya, entonces, una actitud superficial y egoísta que busque el vano
placer de figurar, sino un anhelo de justicia para todos. Cervantino y quijotesco anhelo, indudablemente.
Teresa de la Parra es entonces digna de
ser recordada hoy y muchos días del año, por la belleza de su obra y por el
empeño humano, el sueño que alberga. Ojalá tuviéramos más tiempo y espacio para
dedicárselo, a ella y a su obra. Hoy tenemos que celebrar el libro y el idioma,
el libro y la rosa, a san Jorge y a la damisela en aprietos, a Cervantes y a la
lengua que nos da ojos para ver el mundo, pero, por las mismas razones que a
todo esto, a Teresa de la Parra también.
emalaver@gmail.com
Año
XI / N° CDXVIII / 23 de abril del 2023
DÍA
DEL IDIOMA
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