Edgardo Malaver
Los gemelos Malvin (izq.) e Ivan Albright pintan a Dorian Gray para una película de 1945. Fuente:
Britannica |
Hace casi
una semana me he reído un cuarto de hora seguido con un video de José Mota
protagonizado por un nuevo personaje de este comediante español: el Hombre de
la RAE. No tenía noticias de él desde los tiempos en que hacía con Juan Muñoz
el programa Punto y raya, donde muchas veces la lengua era puesta en el
centro de la escena para producir situaciones jocosas y, como corresponde a los
buenos humoristas, propicias al pensamiento.
En realidad
El Hombre de la RAE no es nuevo, es del 2018, pero yo lo descubrí esta
semana. Es una especie de superhéroe, de abogado, de centinela de la lengua
española, arropado en una capa negra a lo Conde de Montecristo y con un
sombrero, también negro, que parece herencia de Abraham Lincoln. Como todo
héroe solitario, lleva consigo a un amigo inseparable, un escudo insustituible,
que le sirve de arma, arrojadiza a veces, más poderosa las más de ellas que las
armas blancas y las de fuego, forrado en tapa dura negra y título en letras
plateadas: el archiconocido Diccionario crítico etimológico castellano e
hispánico, de Joan Corominas y José Antonio Pascual, o sea, el Corominas.
Normalmente
entra el personaje en escena cuando alguna persona (que habla por teléfono, que
está rompiendo con su cónyuge, que está a punto de morir, que está siendo
torturado por unos terroristas) dice una palabra o construye una oración con un
error, un ataque, una ignominia contra la gramática de la lengua española. El
Hombre de la RAE interrumpe cualquier conversación y ante la protesta de los
demás personajes, él se limita a seguir corrigiendo las fallas que van
apareciendo. Después todo termina con una coreografía en que, para resumir, el
superhéroe se compara, en la defensa de la lengua, ¡con el Cid Campeador!
No logro
dejar de reír al acordarme de esta, para mí, nueva idea de Mota. Y no puedo
dejar de conectarla con aquel ingenioso cuento del inmortal Otrova Gomas, que se titulaba
“Los fiscales del idioma” (Historias de la noche, 1989) (puede leerlo más adelante en los comentarios). En él, un ministerio
de cultura crea un cuerpo de policía específico para identificar, perseguir,
atrapar y castigar a los infractores de la ortografía, la sintaxis y hasta la
prosopopeya del español en el territorio venezolano. La historia se desarrolla
de una manera tal que, después de un tiempo, sobreviene el desastre menos esperado.
La
aproximación humorística a este asunto es quizá la única que produce algún
resultado provechoso. Todos los esfuerzos que ha hecho el hombre por eliminar
las “imperfecciones” de la lengua que habla (que paradójicamente se ha
construido sobre los “errores” lingüísticos de sus antepasados) han estado
siempre condenados al fracaso y en él han sido enterrados tarde o temprano. La
vida cotidiana se opone, la “ignorancia” de las reglas se opone, la creatividad
de los hablantes (especialmente la de los más jóvenes) se opone, las
telecomunicaciones se oponen, la influencia de otros idiomas se opone. Y se opone, ¡qué esperanza!, la lengua misma, respaldada por su evolución. El punto
en que se han ubicado Gomas y Mota para presentar el “fenómeno” nos permite por
lo menos identificar las fallas de otros tratamientos. Nada más comenzamos a
reflexionar, nos damos cuenta de que la lengua, todas las lenguas, se conducen
cual niños antojadizos y, por ende, no vale sino esperar que crezcan e ir aprendiendo con ellos. No se les puede colgar con un clavo en la
pared, como un retrato, y pretender que no sean hoy de una forma y mañana de
otra. ¡Ni Dorian Gray logró eso!
El cuento
de nuestro Gomas, como bien podría suceder en los videos de Mota si fueran una
historia unitaria, desemboca en el silencio, que es la negación de las bondades
de la lengua (aunque también la confirmación de sus riesgos). Pero sabemos que
la lengua corta mejor con su filo romo que con el otro, que es el de cortar carne.
Como dice la sabiduría popular, se atrapan más moscas con miel que con vinagre.
Ambos textos nos llevan a la misma conclusión: que el sinsentido, el absurdo, el
reproche a la andadura natural de la lengua, en una palabra, la aplicación insensata y forzosa de las normas, aumenta la proximidad de su fin, exageran la gravedad del mal que
se desea evitar y, por si eso fuera poco, envilece la belleza del tesoro que se
desea proteger. Mejor es reír.
emalaver@gmail.com
Año
XI / N° CDXXXI / 4 de septiembre del 2023
Los fiscales del idioma
ResponderBorrarOtrova Gomas
Tal vez los fiscales del idioma fueron una ocurrencia exagerada del ministro de la Cultura. Para muchos, incluso era un gesto tonto y sin sentido, pero a pesar de la fuerte oposición que encontró dentro del gabinete, la idea terminó por recibir el acuerdo del presidente. Realmente la situación idiomática del país en esos años había llegado a extremos alarmantes. Para hablar ya prácticamente se requerían traductores. Los políticos, los reporteros y comentaristas de radio y televisión, los periodistas buscando estilos novedosos, los escritores herméticos, el puntilleo de mucho poeta ebrio y la aguda proliferación de malas palabras y vocablos incomprensibles entre los jóvenes y la gente de los barrios, habían vuelto casi imposible el diálogo entre las personas y, con ello, como es obvio, se agudizaron los problemas ciudadanos por la falta de comunicación.
La primera resolución gubernamental sobre el asunto, aparecida en la Gaceta Oficial de uno de estos agitados días decembrinos, designaba como fiscales a los estudiantes de letras altamente calificados, a los gramáticos puros y a los profesores de literatura. Más adelante, en una disposición complementaria se incorporaron escritores de reputada fidelidad hacia la ortografía y la sintaxis. Desde un principio la labor de aquellos hombres fue dura y sin clemencia. Se les facultaba para inmiscuirse en cualquier conversación, discurso, narración de noticias, declaraciones, así como intervenir correspondencia y ediciones de todo tipo, penando a los infractores con pesadas multas y hasta con la cárcel a los reincidentes.
ResponderBorrarSin la menor duda, desde entonces se inició en el país una peculiar ola de terror por todas las ciudades. Los fiscales del idioma, armados con diccionarios y la gramática de Grijalbo acechaban por todas partes, allanando reuniones, interviniendo teléfonos, diarios y canales de televisión, y ante la menor incorrección en la forma de expresarse, obligando a los sediciosos a rectificar públicamente y a pagar la dolorosa pena pecuniaria que su falta ameritaba.
ResponderBorrarFrente a la actitud de mucha gente que empezó a hablar en voz baja, en secreto o en reuniones clandestinas en donde se desahogaban diciendo todo tipo de improperios, vino la infiltración de los fiscales y se inició el espionaje lingüístico, que dejó un saldo de sangrientas redadas y masivas detenciones de los conspiradores contra el buen decir. Las maldiciones y los insultos que proferían los detenidos cuando eran llevados esposados a las cárceles gramaticales sólo consiguieron agravar su pena, pues en los centros de castigo les establecieron dobles tareas, más estudios de gramática y los forzaban a aprenderse hasta centenares de palabras bellas de memoria.
ResponderBorrarNo podemos decir que con aquella fiscalización intensa y las medidas represivas que implantó el gobierno se mejoró totalmente la dicción y la prosodia colectiva, pero es un hecho innegable, y a esta altura nadie puede sostener lo contrario, que por lo menos el país entró en un profundo silencio y una cautela en la expresión que, al menos por un tiempo, nos libró de oír tantas barbaridades. A los pocos meses y con millares de delincuentes gramaticales en la cárcel, la televisión se redujo a solo unas dos horas de programas semanales, los periódicos salían escuálidos cada dos días, y sobre todo hubo un sorprendente mutismo político, porque la ley, entre otras cosas, prohibía terminantemente repetir la misma pendejada. Algunos fiscales extremistas propugnaron el regreso al castellano de Arcipreste de Hita, y por todos lados el pánico a la ola represiva llevó al estudio de los clásicos y a pensar cada palabra antes de hablar. Los tribunales de la lengua, especialmente creados para juzgar a los culpables, condenaron a conocidas figuras públicas a varios años de verbo irregular y al estudio del gerundio. Las desprestigiadas luminarias, temerosas de agravar su situación con un remitido, prefirieron tener sus antecedentes como delincuentes de la lengua a seguir estudiando el que galicado y haciendo planas después de viejos. Se puede señalar como otro logro, que desaparecieron los chascarrillos, las frases con doble sentido y los acentos regionales.
Tal vez de todo aquello, lo que más molestó a la gente, incluso a muchos de los que al principio propugnaron y defendieron la medida proteccionista, fue que la juventud, temerosa de la pena máxima de cortarles la lengua, se volvió apática, callada y, al no poder rochelear con la palabra, perdió toda su alegría.
ResponderBorrarDespués vinieron los excesos. Como siempre ocurre con las leyes muy duras, los encargados de aplicarlas abusaron, como fue el caso de la resolución que clausuraba la isla de Margarita y prohibía terminantemente hablar a sus habitantes. El descontento fue tan grande que puso en peligro hasta la estabilidad del gobierno, el cual, temeroso de las consecuencias de aquella batalla idiomática, empezó a ceder reventando el frente de la honestidad de los funcionarios. Poco a poco se inició la corrupción en los estratos bajos del poder, y con la moral por el suelo, por unas monedas, los fiscales permitían decir un coño o un de que mal puesto. Más tarde, los empleados altos y medianos empezaron a hacer la vista gorda ante reuniones privadas de gente influyente, en las que se permitía hablar a los presentes como les diera la gana. La campaña se desmoronó totalmente cuando la corrupción llegó a los estratos del poder judicial. Bajo la presión de los partidos o por el respaldo de una abultada cuenta, los jueces venales sentenciaban haciendo vista gorda ante verdaderas ofensas a Cervantes y se oían apelaciones que ya en sí mismas eran una aberración gramatical.
Después todo se fue olvidando. Lentamente siguió el proceso de degeneración del latín por la vía de nuestro seudocastellano, hasta un punto en que hoy, al tanto tiempo de aquellas jornadas de defensa del idioma, ya nadie entiende a nadie, cada grupo y cada gremio habla en su propia jerigonza y es frecuente ver en sitios públicos a la gente haciendo señas para tratar de explicar lo que desea.
Gomas, O. (1989). Historias de la noche. Caracas: Academia Nacional de la Historia.