Edgardo Malaver
Isabel,
sin apellido, en 1929, cuando apenas era la primera nieta del rey |
Anteayer murió la reina Isabel II de
Inglaterra. Cuántas veces he imaginado en los últimos años que el mundo tendría
que paralizarse cuando esto sucediera. El mundo era otro cuando nació Isabel en
1926. Lo que es más, el propio Reino Unido era tan diferente que al nacer ella
no tenía posibilidades de llegar a ser nunca la reina. Ni siquiera su padre
parecía destinado reinar: los futuros hijos de su hermano mayor iban a estar
por encima de él en la línea sucesoria cuando el rey, Jorge V, les heredara la corona.
Y al final, la historia y sus caminos llenos de recodos se encargó de mantenerla
a ella sentada en aquel trono durante inimaginables 70 años.
En el año 1992 intentan la independencia
antiguas colonias, principalmente Mauricio, que lo logra; se divorcian tres de
sus cuatro hijos; la princesa Diana, su nuera, revela las infidelidades de su
marido, el príncipe heredero, que poco después se confirman; se filtran a los
medios de comunicación el contenido de varias conversaciones telefónicas íntimas
de miembros de su familia, y en noviembre, como si fuera poco, hay un incendio
en el castillo de Windsor. De modo que, en discurso, Isabel describe 1992 como
un annus horribilis... el peor de sus cuarenta años como reina.
En latín, la expresión annus
horribilis significa, literalmente, ‘año terrible’. Cuando las cosas no nos
han salido como las planeábamos y sobre todo si los eventos adversos han sido
más numerosos que los favorables, al hacer un balance, podemos adoptar la
fórmula latina o traducirla, como hace la Academia, como ‘año de gran
infortunio’. La frase en la actualidad nos recuerda a Isabel II, pero en
realidad fue acuñada en 1891, cuando un grupo anglicano se refirió así al año
1870 debido a la adopción, por parte del Concilio Vaticano I, del dogma de la
infalibilidad del papa y otras decisiones de la Iglesia Católica. El hecho
ciertamente fue triste porque trajo la consecuencia de que se formaron iglesias
nuevas a partir de ese solo punto. Estos grupos, llamado “católicos viejos”, o “veterocatólicos”,
aparecieron en muchos lugares del mundo, particularmente en Europa, y se reúnen
en la llamada Unión de Utrecht. Sin embargo, uno de los que ha pervivido hasta
hoy se llama Iglesia Antigua de Colombia.
Después de 1891 la expresión había sido
utilizada por muchos intelectuales, historiadores, políticos, poetas y
periodistas, pero sólo alcanzó popularidad planetaria cuando, cien años después,
Isabel II la hizo suya. No hay duda de que no se puede ser soberano, y el más
longevo además, de un país tan influyente como el Reino Unido, cuya monarquía ya
cuenta su historia en decenas de siglos, sin influir también en el habla, al
menos, de sus propios ciudadanos.
No soy yo el primero que menciona que
la forma de hablar de Isabel era imitada por muchos británicos, que era el ideal
de la clase alta y la media, que una inmensa cantidad de cursos de inglés ofrecen
enseñar a “hablar como la reina”, y ese particular idiolecto de una sola
persona que estuvo presente en la historia del mundo durante 70 años seguirá
estándolo, en mayor o menor medida, en todos los que hoy hablan su lengua. Y, conscientes
o inocentes de ello, los hablantes del inglés del futuro tendrán también una
pequeña deuda lingüística con Isabel II, aquella diminuta princesa que, al cumplir
10 años de edad, no había dormido nunca en una cama bajo cuyos veinte colchones
se escondiera un guisante.
emalaver@gmail.com
Año
X / N° CCCXCI / 10 de septiembre del 2022
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