Edgardo Malaver Lárez
Los traductores ven en la penumbra. La
gruta azul (1873), de Ramón Bolet Peraza |
Seguramente habrá oído usted ese chiste
simple que hacen algunos cuando hablan de manera superficial de literatura:
“Qué autor más prolífico era este señor Anónimo, ¿no?”. La verdad es que Anónimo pareciera ser más bien el nombre
de un grupo que, puesto a decidir el destino de sus obras, optó por un borgiano
trueque de fama por renuncia.
Lo que quizá no haya oído antes es que
existen en ese pariente de la literatura que es la traducción ciertos ideales
que la persiguen adondequiera que aquella la conduce. Uno de ellos es la
necesidad inevitable o, más bien, la obligación generosamente aceptada (aunque
en el fondo es un deseo antinaturalmente autoinducido) de ser invisible. La
invisibilidad en traducción significa que el traductor debe crear en el texto
que entrega a sus lectores una atmósfera que les produzca las mismas sensaciones e ideas, los mismos placeres y angustias que el
original ha de haber provocado en el mundo interior del lector de su primera lengua.
Se supone, entonces, que el traductor debe brillar por su aparente ausencia.
El problema es que, así como no
desaparece un autor cuyo nombre se ignora, invisibilidad (y aun “aparente
ausencia”) no significa en absoluto negación, mucho menos inexistencia. Y es un
problema porque quien escribe una novela o un artículo para The Economist no trabaja más que quien
los traduce, y sin embargo, el mundo actual, que se ufana de haber
perfeccionado a tal punto sus formas de comunicación que estas han salido ya de
la atmósfera, parece unánimemente decidido a ignorar por completo la ineludible
necesidad de la traducción para lograr una comunicación de tal calibre.
Si usted ha comprado alguna vez un
horno de microondas surcoreano, un teléfono celular noruego, una plancha
francesa, lo más probable es que durante su fabricación algún traductor
brasileño haya traducido algún contrato al italiano o un manual de
instrucciones al inglés para un fabricante que opera, por ejemplo, en Tokio.
Aunque siempre hay quien cuida los
pequeños y grandes detalles, en miles de casos es perceptible (porque es
incomprensible) esa gruesa cortina que se despliegan sobre el trabajo de los
traductores. Muchos miembros de las industrias editorial, televisiva,
cinematográfica, farmacéutica, etc., en contra de la ley, suelen omitir sin
razón la sencilla mención de que lo que están publicando ha sido escrito en
otro idioma, como si fuera una debilidad haber acudido a un traductor o como si
la palabra traducción fuera para un informe científico o una película una
mácula imborrable y vergonzosa. No pasa en todas partes, pero en Venezuela pasa
todos los días.
Se dirá que el mundo entero tiende hoy a
hablar inglés, lo cual reduce mucho la necesidad de la traducción. Sin embargo,
en todas las épocas ha habido lenguas dominantes que todos han tendido a aprender
para trabajar, hacer negocios e incluso ir a la guerra, y está claro que eso no
ha eliminado la necesidad de traducir.
Yo soy traductor y traduje Las mil y
una noches al alemán, traduje Lazarillo de Tormes al chino, traduje Beowulf al ruso. Si no hubiera sido por
mí, habría tenido que ser por otro traductor que Ionesco, Fellini y Botero se
nutrieran como artistas de ese maná literario que son los cuentos de Sherezade
o las penas del pobre Lázaro. Si no fuera por mí, en este instante, el Nóbel de
Literatura del 2047 no estaría leyendo Elogio
de la locura, que posiblemente será esencial para el trabajo que le
granjeará tan codiciada distinción.
También soy el traductor de muchas de
las noticias que usted lee u oye todos los días mientras va al trabajo. Y me
dedico a cuidar que sus hijos no pierdan el hilo de las aventuras de Barney,
Harry Potter y Los Increíbles.
Por estas y otras razones, por lo menos
hoy que es San Jerónimo, yo también quiero tener nombre. Quiero que me llamen,
al menos, Anónimo.
Originalmente publicado en El Universal, Caracas, 3 de octubre del 2005, pág. 4-8
emalaver@gmail.com
Año
X / N° CCCXCIV / 30 de septiembre del 2022
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