El reloj de sol de La Asunción ha sido fiel a su identidad desde 1612 |
Mi
madre cuenta que ella tenía un tío abuelo que, a veces, para persuadir a los
niños de guardar la compostura, daba un fuerte zapatazo en el piso y exclamaba:
“¡Ay y reay!”. No puedo dejar de pensar en aquel personaje de mi familia cuando
oigo esa difícil interjección que utilizan ahora los niños (y gente adulta
también) para casi todo. Se pisan un dedo con la puerta y lanzan un “¡Auch!”.
Se equivocan de nombre al llamar a alguien y dicen: “¡Auch!”. Se delatan acerca
de quién les hizo la tarea y exclaman: “¡Auch...!”.
Incomprensiblemente
para ellos mismos, escriben “Ouch!” y ay de aquel que insinúe que ouch es una palabra extraña para la
lengua española, y mucho más si se les dice que la señal más clara de ello es
que no se escribe como se pronuncia... ¡y que es dificilísima de pronunciar! Unas
cuantas personas me han dicho que prefieren decir reló porque esa jota al final de la palabra reloj como que les “lengua la traba”, pero si el reloj les roza con
una pared, con toda naturalidad gritan: “¡Auch!”.
¿Es
natural en español terminar una palabra con el sonido /ch/? Las únicas dos palabras
que me vienen a la mente son Múnich y
sándwich, y ya ven ustedes, por encima
nada más, cuán extranjeras son. Casi ni han cambiado siquiera su grafía. Y
falta mencionar que muchos, como les pasa con reloj, prefieren decir Múnic
y sánduche (o incluso sangüi), que parecen ya resultado del
manoseo de la lengua receptora (y, por ende, muchísimo más naturales).
La
lengua española, como todas las demás, siempre ha estado expuesta a la llegada
de palabras extranjeras —y ni siquiera es eso: es que hace el ridículo quien
intenta detener esa inmigración—, pero nunca será absurdo sugerir que tengamos
criterio, que reflexionemos, que por lo menos un instante tengamos conciencia
de la forma de decir lo que decimos. La última vez que se presentó este punto en
una de mis clases, me sorprendí a mí mismo (porque no me creía capaz de tan
serena reflexión) diciéndoles a los estudiantes que cuando uno se niega a usar
una palabra o una expresión natural de su idioma para usar una que acaba de
llegar, está cediendo territorio de su propia identidad; al hacerlo, puedo
parecer cool, pero también doy
señales de ignorancia (al menos de la ignorancia que padeceré en el futuro
cuando olvide mis propias palabras y sólo recuerde las ajenas); al preferir las
palabras extranjeras, voy quedándome desnudo, voy poniendo en manos desconocidas
mis claves culturales, mis formas de entender el mundo, mi conducta habitual
ante los hechos cotidianos; cuando, what
the fuck!, me gustan más los sonidos de otro pueblo, que ni siquiera tengo
esperanzas de ir a visitar alguna vez, voy codificando mi propia historia en
los términos de otros, del todo extraños para mí, de modo que un día dejaré de
ser yo y seré alguien más, seré un forastero en mi propia casa, mi propia madre
no me reconocerá porque ya no hablaré el idioma que ella me enseñó.
Muchos
de ustedes dirán que deseo que la gente hable como yo. ¡Dios me libre de eso!
Sólo se me ocurre decir que, aunque luzca un asunto simple, es decir, sin la
más leve importancia, es un problema. Y el problema no es el uso de la palabra
extranjera (porque al fin y al cabo todas las palabras han sido alguna vez extranjeras,
como la gente), sino el hábito de no reflexionar al seguir una moda simplemente
por parecer especial, por parecer moderno, por parecer inteligente.
El
problema no es de ninguna manera la palabra ouch,
escríbase como se escriba, pronúnciese como se pronuncie, porque ya llegará el
momento en que se hará mayor de edad entre nosotros y le daremos documentos de
ciudadanía. El problema es otro. Lo que es más, me imagino que en el futuro,
algún nieto de mis hermanos les contará un día a sus hijos: “Yo tenía un tío
abuelo que, a veces, para persuadir a los niños de guardar la compostura, daba
un zapatazo y gritaba: “¡Auch y reauch!”.
emalaver@gmail.com
Año VIII / N°
CCXCIV / 9 de marzo del 2020
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