Según san Agustín, para seguirle el ritmo a la estrella de Belén los Reyes Magos necesitaban dromedarios |
Envalentonada
por los comentarios de mis amigos de Venezuela sobre mi artículo acerca de la
Navidad (más de la mitad firmados por mi amiga Alejandra), me voy a atrever a
escribir ahora sobre la Epifanía, es decir, la llegada de los magos de Oriente.
Aquí entre nos, había querido hacerlo desde que el director publicó “El primero que cayó por inocente” (Ritos LXXXVIII)
hace poquitico más de cuatro años, pero él se refería al muérgano del rey
Herodes, que es el malo de esta película, y yo quiero hablar de los buenos
muchachos que llamamos Reyes Magos. Y ese es mi punto: que no eran magos, mucho
menos reyes y ni siquiera deben haber sido tres.
Esta
vez le toca al compañero san Mateo echarnos el cuento. Así como, por causa de
una sola palabra de san Lucas, durante la historia se ha entendido que la
Santísima Virgen dio a luz a la intemperie, en el caso de los Reyes Magos
siempre se ha concebido que son tres debido a que ese fue el número de regalos
que le trajeron al “rey de los judíos”, cuya estrella “habían visto” (Mateo 2,
2). Pero no hay evidencia ninguna en el evangelio de que fueran tres, siete ni
doce, quién sabe si eran cuarenta. Solo podemos estar ciertos, por el plural magos, de que eran más de uno.
Tampoco
dice en ninguna parte que sean reyes. Según el historiador italiano Franco
Cardini, el primero que llamó reyes a
estos personajes fue Tertuliano (155-220 después de Cristo) al descubrir un
pasaje en los Salmos en que David afirmaba que el Mesías, de niño, sería
visitado por soberanos gentiles. Y fue nada menos que san Agustín de Hipona
(354-430 después de Cristo) quien calculó que para llegar de Oriente a Belén en
el tiempo que debe haber estado aquella estrella guía en el firmamento, tenían
que haber viajado en dromedarios africanos, más que en camellos, que son más
lentos.
Lo
que sí dice san Mateo es que eran magos. Sin embargo, no se puede interpretar
esta palabra hoy de la misma manera que se entendía en el siglo I. El número
tres y la noción de rey no han cambiado gran cosa en este suspiro de ángel que
ha transcurrido desde que nació Jesús, pero no es lo mismo con la palabra mago. En aquel tiempo, un mago era una
suerte de científico que estudiaba los astros y la matemática de la historia.
Bastante imprecisa que era aquella “ciencia”, que ya se llamaba astrología,
pero era lo más avanzado que existía. Aquellos “astrólogos” tenían la
disciplina de un científico profesional (razón por la cual eran capaces de
predecir acontecimientos, no por ser adivinos ni charlatanes) y bien lejos que
estaban de parecer siquiera autores de horóscopos semanales, prestidigitadores
que sacan palomas blancas de sombreros negros o personajes misteriosos que
desaparecen edificios detrás de grandes cortinas de seda. Ni siquiera eran lo
que en la Edad Media perseguía la Inquisición por tener relaciones (incluso
sexuales) con el demonio. Ni el doctor Bombay, el amigo de Samantha Stevens,
que tenía el poder de aparecer y desaparecer en el tiempo y el espacio,
calificaría como mago si lo paráramos al lado de Melchor, Gaspar y Baltazar.
Como
consecuente, a pesar de lo muy poco que sabemos de los Reyes Magos, son unos
personajes imprescindibles en el cristianismo. Representan al mundo pagano que
viene a honrar a Cristo, a la ciencia que saluda a su hermana la fe, a la
historia que se reinicia ese día: son el pasado, el presente y el futuro e
incluso se les representa como uno anciano, uno joven y uno de mediana edad. Y
son las razas de la tierra (se pinta a uno europeo, uno africano y uno
asiático) que se juntan alrededor de un niño venido del cielo. Eso, primero
eso, es lo importante... cultural, religiosa e históricamente.
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año VII / N°
CCLXXXVI / 6 de enero del 2020
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