lunes, 4 de enero de 2016

El elogio de la hipérbole [LXXXIX]

Efraín Gavides Jiménez



Agamenón. Imagen de un jarrón,
525-510 antes de Cristo




         Escribir un rito es tan invariablemente placentero que quien nos vea, al menos una vez, quejumbrosos en la imposibilidad de realizar nuestra tarea, dirá, evocando a Agamenón en aquella asamblea frente a los aqueos (Ilíada, canto IX) y resucitando la voz de Homero: “Lloraba cual fuente que vierte sus aguas sombrías en un chorro humeante lanzado de altísima peña”.
         Les diría: «¡qué exagerados!», pero me abstengo, porque quizás haya pocas representaciones mejores que la fastuosidad, el engrandecimiento, la grandilocuencia que sirven de alabanza o tributo a las sensaciones, a los objetos, al amor, a la naturaleza y, desde luego, también, a la propia lengua.
         De los infinitos caminos por los que se desparrama el lenguaje, nos hallamos al final de uno con portón que da una bienvenida: “Español”; en labores de anfitrión, un coloso —como el de Rodas— nos guía en este rito: elogiemos pues, a la hipérbole.
         En la literatura vemos —tantas veces como puestas de sol la humanidad— acudir a los poetas a múltiples figuras retóricas, y entre todas estas, la hipérbole es una de las más expresas, generosas, espléndidas, graciosas, versátiles, poderosas. En ocasiones, sin dejar de ser hipérbole, es una hermosa metáfora: “el amanecer no sabe lo mismo sin ti pequeña lumbre / el cautiverio de las rosas / ya no lame tus manos porque su servidumbre halló en tu / tristeza penumbra” (Gustavo Pereira); otras veces se viste de símil: “su corazón se deshojaba como una flor” (Ricardo Güiraldes), “mi cuerpo ardía como un diminuto sol” (Ednodio Quintero); y también suele ser prosopopeya, o una combinación de varias figuras a la vez: “donde las noches / parecen fugitivas del paraíso” (Ahmed Mohamed Fadel).
         La hipérbole no solo sorprende verbalmente. Las construcciones de las Siete Maravillas de la antigüedad (jardines que aproximan a un imaginario paraíso, o imponentes templos y estatuas que diseminan la deidad en la tierra) no resultaron ser otra cosa sino maravillosas hipérboles. La composición de los Cien sonetos de amor con los que Neruda ensalza a su adorada Matilde, sentimiento fraternizado en el verso “matorral entre tantas pasiones erizado” (soneto III), fue igualmente una manifestación hiperbólica de amor.
         Parte del encanto de los refranes que se hablan en Venezuela se debe a sus peculiares hipérboles; por eso, si algo es muy bueno, «hasta el rabo es chicharrón»; si alguien carece de dinamismo en sus acciones «es más flojo que majarete hirviendo»; soy presa de un desfallecimiento porque «tengo un hambre que no la brinca un venado»; y, refiriendo distancias temporales, decimos que estos refranes son «más viejos que Matusalén».
         La influencia de nuestra figura elogiada es tal que me aventuro a respaldarla con una selección (mínima, cual comida de pajarito) del diccionario venezolano de hipérboles cotidianas (inédito):

biblia: dícese de un libro con varios centenares de páginas o con una cantidad de éstas no deseable.
carnicería: corrección copiosamente desfavorable de exámenes de materias y asuntos complejos.
cocos: véase melones.
matachivo: un golpe para nada propinado con docilidad.
melones: voluminosas prominencias o relieves en el pecho femenino.
molotov: en menú de perrocalentero, un tipo de hamburguesa con innumerables ingredientes.
muerte: una situación exigente físicamente. Ejem. Embarque y desembarque en el Metro de Caracas.
paliza: sufridísima derrota del equipo favorito.
terremoto: niño o niña con inagotable energía y de hiperactividad enorme, desmedida, descomunal.

         Como vemos, ante cualquier fenómeno que pretenda ser descrito, caracterizado, celebrado, imaginado, en fin, definido, siempre, inevitablemente, estará el asedio —como pelotón de hormigas al azucarero— de una hipérbole.


gavidesjimenez@gmail.com





Año III / Nº LXXXIX / 4 de enero del 2016



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