Efraín Gavides Jiménez
Agamenón. Imagen de un
jarrón, 525-510 antes de Cristo |
Escribir un rito es tan invariablemente placentero que quien nos vea, al menos
una vez, quejumbrosos en la imposibilidad de realizar nuestra tarea, dirá, evocando
a Agamenón en aquella asamblea frente a los aqueos (Ilíada, canto IX) y resucitando la voz de Homero: “Lloraba cual
fuente que vierte sus aguas sombrías en un chorro humeante lanzado de altísima
peña”.
Les diría: «¡qué exagerados!», pero me
abstengo, porque quizás haya pocas representaciones mejores que la fastuosidad,
el engrandecimiento, la grandilocuencia que sirven de alabanza o tributo a las
sensaciones, a los objetos, al amor, a la naturaleza y, desde luego, también, a
la propia lengua.
De los infinitos caminos por los que se
desparrama el lenguaje, nos hallamos al final de uno con portón que da una
bienvenida: “Español”; en labores de anfitrión, un coloso —como el de Rodas—
nos guía en este rito: elogiemos
pues, a la hipérbole.
En la literatura vemos —tantas veces
como puestas de sol la humanidad— acudir a los poetas a múltiples figuras
retóricas, y entre todas estas, la hipérbole es una de las más expresas, generosas,
espléndidas, graciosas, versátiles, poderosas. En ocasiones, sin dejar de ser
hipérbole, es una hermosa metáfora: “el amanecer no sabe lo mismo sin ti
pequeña lumbre / el cautiverio de las rosas / ya no lame tus manos porque su
servidumbre halló en tu / tristeza penumbra” (Gustavo Pereira); otras veces se
viste de símil: “su corazón se deshojaba como una flor” (Ricardo Güiraldes), “mi cuerpo ardía como un diminuto sol” (Ednodio Quintero); y también suele ser
prosopopeya, o una combinación de varias figuras a la vez: “donde las noches /
parecen fugitivas del paraíso” (Ahmed Mohamed Fadel).
La hipérbole no solo sorprende
verbalmente. Las construcciones de las Siete
Maravillas de la antigüedad (jardines que aproximan a un imaginario paraíso,
o imponentes templos y estatuas que diseminan la deidad en la tierra) no resultaron
ser otra cosa sino maravillosas
hipérboles. La composición de los Cien
sonetos de amor con los que Neruda ensalza a su adorada Matilde,
sentimiento fraternizado en el verso “matorral entre tantas pasiones erizado”
(soneto III), fue igualmente una manifestación hiperbólica de amor.
Parte del encanto de los refranes que
se hablan en Venezuela se debe a sus peculiares hipérboles; por eso, si algo es
muy bueno, «hasta el rabo es chicharrón»; si alguien carece de dinamismo en sus
acciones «es más flojo que majarete hirviendo»; soy presa de un desfallecimiento
porque «tengo un hambre que no la brinca un venado»; y, refiriendo distancias
temporales, decimos que estos refranes son «más viejos que Matusalén».
La influencia de nuestra figura
elogiada es tal que me aventuro a respaldarla con una selección (mínima, cual
comida de pajarito) del diccionario venezolano de hipérboles cotidianas
(inédito):
biblia: dícese de un libro con varios
centenares de páginas o con una cantidad de éstas no deseable.
carnicería: corrección copiosamente desfavorable
de exámenes de materias y asuntos complejos.
cocos: véase melones.
matachivo: un golpe para nada propinado con docilidad.
melones: voluminosas prominencias o relieves
en el pecho femenino.
molotov: en menú de perrocalentero, un tipo de
hamburguesa con innumerables ingredientes.
muerte: una situación exigente físicamente. Ejem. Embarque y desembarque en el Metro
de Caracas.
paliza: sufridísima derrota del equipo
favorito.
terremoto: niño o niña con inagotable energía y
de hiperactividad enorme, desmedida, descomunal.
Como vemos, ante cualquier fenómeno que
pretenda ser descrito, caracterizado, celebrado, imaginado, en fin, definido, siempre,
inevitablemente, estará el asedio —como pelotón de hormigas al azucarero— de
una hipérbole.
gavidesjimenez@gmail.com
Año III / Nº LXXXIX / 4 de enero del 2016
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