Edgardo Malaver
Miguel
de Unamuno en algún pasillo de la Universidad de Salamanca (1936) |
Para Miriam Lárez,
literalmente mi primer alma mater, por el Día del Maestro
Primero les pareció que coger
era siempre y en todas partes vulgar y les dio por decir agarrar en todo
lugar y momento; después no quisieron decir más hacer porque era
informal y comenzaron a decir realizar para parecer educados; más tarde
les dio la fiebre de que poner no debía usarse porque eso era lo que
hacían las gallinas, y desde entonces dicen colocar hasta cuando se
ponen a llorar. Hay un zancudo que sobrevuela una pobladísima nube de
hablantes, los marea y les inocula una gripe a causa de la cual, de la noche a
la mañana —o más bien de un canto de gallo a otro—, dejan de decir lo que es
lógico, habitual y congruente para hundirse en el desbarajuste y el sinsentido.
Todo esto, sin embargo, puede llegar a entenderse, porque, al fin y al cabo, así
evolucionan las lenguas. A mí lo que me molesta es el bendito zancudo.
Un día ese zancudo le picó a un
representante estudiantil, y éste, sin tener memoria de los siglos de
existencia de la lengua que hablaba, comenzó a evangelizar a los demás
diciéndoles que la palabra alumno era, nada menos, un insulto para los
estudiantes. Su idea principal era —aún
es, porque la prédica no cesa— que alumno se componía del prefijo a-
(negación) y la raíz lumen (‘luz’); o sea, que un alumno es al final
alguien que carece de luz. Una de las ideas secundarias era que, vistos así,
los alumnos habían sido sometidos desde tiempos antiguos a la voluntad de los
iluminados profesores, que se creen dueños de todo el saber humano, al cual les
dan acceso sólo a cuentagotas y mediante reprochables prácticas y actitudes
autoritarias.
¿Los sin luz? Ciertamente parece un
insulto. Sin embargo, ese pretendido desmontaje morfológico de la palabra y su
desafortunado resultado revelan un enorme desconocimiento de su dignísimo
significado, su etimología y, también, del español, del latín y de la historia
y el funcionamiento de todos ellos. No hace falta consultar el diccionario de
cabecera de Cicerón para descubrir que alumnus era en Roma un participio
del verbo alo (‘alimentar’), es decir, era lo que ahora se llama una
palabra primitiva, no derivada. Un alumnus era ‘aquel que es alimentado
por otro’, y más originariamente, un ‘niño de pecho’.
Más tarde debe haberse empezado a
llamar alumnos a los niños que aprendían de un maestro, porque
intelectual y espiritualmente también estaban alimentándose de él. Por una
buena razón, más tarde todavía, se llamó alma mater a las universidades,
porque en el terreno de los conocimientos, la universidad es la madre
que nos nutre y nos forma altos ideales humanos. (Ah, alma
y alto también provienen del verbo alo.)
Ser alumno, entonces, tendría que ser,
por lo menos para nosotros los universitarios, tener ante nosotros todos los
caminos abiertos, los caminos que han recorrido todos los hombres, pero que
para cada hombre es un camino nuevo. Y la tarea de enseñarnos a elegir está en
manos de nuestros maestros, que con propiedad pueden hablarnos de su paso por
esos caminos. En vez de una época en que carecemos de luz, es una época en que
descubrimos la luz que nos habita. Me acuerdo de Miguel de Unamuno, que una vez
en una conferencia en Salamanca, ante una pregunta ingenua de un estudiante
sobre Cervantes, le respondió, aproximadamente: Adivino por su pregunta que
usted no ha leído Don Quijote. Qué afortunado es usted, que puede leerlo
por primera vez e iluminarlo con los ojos de un niño.
emalaver@gmail.com
Año III / Nº XCI / 18 de enero del 2016
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