lunes, 7 de diciembre de 2015

¿Cómo se llaman los números? [LXXXV]



         Ya es archiconocido el hechizo de los números. No es poca cosa poder formar una ilimitada cantidad de ellos con tan sólo diez dedos, o mejor dicho, símbolos (es que en la antigüedad comenzaron a contar con los dedos, de allí el sistema decimal), y en ello se parecen al alfabeto, pues con pocas letras formamos un sinfín de palabras.
         En un rito anterior el profesor Malaver me hacía recordar la existencia de números redondos, geométrico epíteto que le concede la lengua a un conjunto de números que son siempre elegantes, envidiables. Considero admirable ese prodigioso empeño del lenguaje de adjetivarlo todo, y, en el caso de los números naturales (1, 2, 3, 4...), ya tenemos una muestra atractiva, interesante.
         La redondez de los números es solo una parte del polimorfismo que los nombres recibidos le otorgan: aquel que resulta de multiplicar dos números iguales se llama «cuadrado» (4, 9, 100); la multiplicación de dos consecutivos (6 y 7, digamos) nos dan un número «oblongo» (42); a un número como el que renovará el calendario dentro de cinco años, el 2020, lo llamamos «ondulado» (análogo a las palabras baba, pepe, papa, yoyo); y a ese número que leemos de igual forma partiendo de derecha o de izquierda, como el 252, le decimos «palindrómico».
         Algunos grupos de números tienen —o les hemos reconocido— afinidad con otros, y a esos también los bautizamos. Al grupo de los que comparten que solo los divide el uno y ellos mismos les decimos «primos» (2, 11, 31); números como 6 o 28, la suma de cuyos divisores resulta igual a sí mismo (28 = 1 + 2 + 4+ 7 +14) son del grupo que ha merecido el título de «perfectos»; existe igualmente el grupo de parejas de números «amigos», en el cual uno es perfecto para el otro y viceversa.
         Gracias a los más diversos apelativos los números adquieren incluso temperamento. Llamamos «curioso» a todo número cuadrado que deja asomar al final su número base (62 = 36 o 52 = 25); un número «ambicioso» es el que obtiene uno perfecto al sumar sus divisores; y el que llamamos «intocable» no representa la suma de los divisores de ningún otro número.
         Puesto que usted, curioso lector, así como de las letras es amigo de los números, le invito a indagar por qué existe también aquel número llamado «abundante», «deficiente», «compuesto», «sociable», «apocalíptico», «malvado», «feliz», «infeliz», «hambriento», «afortunado», «narcisista», «odioso», «poderoso» o número «raro»; no olvidando que, por ejemplo, en el lenguaje matemático, 6 siempre será 6, pero en español (al menos) le diremos seis, compuesto, par, oblongo, natural, entero, real o perfecto.
         Aprovecho estas líneas para especular en cuanto a que las palabras y los números no caben de contentos en su propio imperio, en su propio infinito; pero, en esplendor, ese imperio e infinitud, en las palabras, parecen mucho más intocables, acaso por su carácter evolutivo, por su aspecto conmovedor, su encanto, fascinación, y definitivamente por tener protagonismo en cada alias puesto a los números. Si con ellos sustituyo dos términos en una máxima de Borges —sí, cual variables en una ecuación—, me apropio de ella y concluyo este rito: “El número vive en el tiempo, en la sucesión, y la mágica palabra en la actualidad, en la eternidad del instante”[1].

gavidesjimenez@gmail.com




Año III / Nº LXXXV / 7 de diciembre del 2015





[1] El texto original contiene, en vez de número, “hombre”, y en vez de la mágica palabra, “el mágico animal”. Jorge Luis Borges, en “El Sur”, Ficciones (1944).

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