Efraín
Gavides Jiménez
Ya es
archiconocido el hechizo de los números. No es poca cosa poder formar una
ilimitada cantidad de ellos con tan sólo diez dedos, o mejor dicho, símbolos
(es que en la antigüedad comenzaron a contar con los dedos, de allí el sistema
decimal), y en ello se parecen al alfabeto, pues con pocas letras formamos un
sinfín de palabras.
En un rito anterior el profesor Malaver me
hacía recordar la existencia de números redondos, geométrico epíteto que le
concede la lengua a un conjunto de números que son siempre elegantes,
envidiables. Considero admirable ese prodigioso empeño del lenguaje de
adjetivarlo todo, y, en el caso de los números naturales (1, 2, 3, 4...), ya
tenemos una muestra atractiva, interesante.
La redondez de
los números es solo una parte del polimorfismo que los nombres recibidos le
otorgan: aquel que resulta de multiplicar dos números iguales se llama
«cuadrado» (4, 9, 100); la multiplicación de dos consecutivos (6 y 7, digamos)
nos dan un número «oblongo» (42); a un número como el que renovará el
calendario dentro de cinco años, el 2020, lo llamamos «ondulado» (análogo a las
palabras baba, pepe, papa, yoyo); y a
ese número que leemos de igual forma partiendo de derecha o de izquierda, como
el 252, le decimos «palindrómico».
Algunos grupos
de números tienen —o les hemos reconocido— afinidad con otros, y a esos también
los bautizamos. Al grupo de los que comparten que solo los divide el uno y
ellos mismos les decimos «primos» (2, 11, 31); números como 6 o 28, la suma de
cuyos divisores resulta igual a sí mismo (28 = 1 + 2 + 4+ 7 +14) son del grupo
que ha merecido el título de «perfectos»; existe igualmente el grupo de parejas
de números «amigos», en el cual uno es perfecto
para el otro y viceversa.
Gracias a los
más diversos apelativos los números adquieren incluso temperamento. Llamamos
«curioso» a todo número cuadrado que
deja asomar al final su número base (62 = 36 o 52 = 25);
un número «ambicioso» es el que obtiene uno perfecto
al sumar sus divisores; y el que llamamos «intocable» no representa la suma de
los divisores de ningún otro número.
Puesto que
usted, curioso lector, así como de
las letras es amigo de los números,
le invito a indagar por qué existe también aquel número llamado «abundante»,
«deficiente», «compuesto», «sociable», «apocalíptico», «malvado», «feliz»,
«infeliz», «hambriento», «afortunado», «narcisista», «odioso», «poderoso» o
número «raro»; no olvidando que, por ejemplo, en el lenguaje matemático, 6 siempre será 6, pero en español (al menos) le diremos seis, compuesto, par, oblongo, natural, entero, real o perfecto.
Aprovecho
estas líneas para especular en cuanto a que las palabras y los números no caben
de contentos en su propio imperio, en su propio infinito; pero, en esplendor,
ese imperio e infinitud, en las palabras, parecen mucho más intocables, acaso por su carácter evolutivo,
por su aspecto conmovedor, su encanto, fascinación, y definitivamente por tener
protagonismo en cada alias puesto a los números. Si con ellos sustituyo dos
términos en una máxima de Borges —sí, cual variables en una ecuación—, me
apropio de ella y concluyo este rito:
“El número vive en el tiempo, en la
sucesión, y la mágica palabra en la
actualidad, en la eternidad del instante”[1].
gavidesjimenez@gmail.com
Año III / Nº LXXXV / 7 de diciembre del 2015
No hay comentarios.:
Publicar un comentario