lunes, 16 de noviembre de 2015

Las imágenes del habla [LXXXII]

Efraín Gavides Jiménez



         Nuestro escritor Jesús Enrique Barrios nos ha ilustrado con un maravilloso prodigio: “El poeta oyó el canto del pájaro y lloró. Música y lágrima cayeron al río. Entonces la poesía se hizo sal de salvación humana y bendición del mar para que la gente se dedicara a cantar”.
         En el habla cotidiana, si bien muchas veces aquel canto carece de musicalidad, sin dudas está presente, muy particularmente, el indefectible recurso retórico del que la poesía no puede prescindir, la imagen poética.
         Es menos fácil aclarar lo que son y cómo se construyen las imágenes poéticas que apropiarse de ellas, como tan bien lo demuestra el venezolano. ¿En cuántas ocasiones Pedro no ha enterado a su compadre de que su mujer le es infiel? Pero muy lejos de que esta frase sea un arcaísmo, preferirá informarle que «le pone los cachos», que «alguien le está soplando el bistec» o que «ella se le montó por la acera». Sí, somos artífices (cuando no autores la mayoría de los casos) de esa suerte de imprecisiones lingüísticas, aunque tan figurativas como triviales y por ende predilectas frente a términos formales, raros e incómodos (o ignorados por el lexicón) como adulterio.
         No escapa de la elocuencia la llamada jerga hamponil caraqueña, la cual se complace en el empleo de imágenes. Un ejemplo: al sentimiento de hermandad, de profunda amistad, se suele honrar con un «el mío» o «mi causa», y con el entrañable «mi color».
         Además, es ya legendario el genio imaginativo del venezolano al asignarle un apodo a su compatriota para celebrar sus caracteres. Así, al gordito se le llama «arepa con todo», al negrito le decimos «forro de urna» o «noche sin luna», y al contrario de éste, «pan de leche».
         Si hay algo innegablemente poético, fraternal, sublime, es el vínculo filial, la figura progenitora, cosa que desde luego también suscita imágenes, porque numerosas veces nos ha embromado en la autopista o en el supermercado «la mamá de las colas», y en cualquier octubre hemos sido empapados por «el papá de los palos de agua».
         Y es que hasta a nuestra gama de refranes populares como agua caliente, raspa marrano[1], o como cucaracha en baile de gallinas[2] o morrocoy no sube palo ni cachicamo se afeita[3] —extraordinarias imágenes poéticas—, se suman esos peculiares símiles que nos permiten explicar nuestro nivel de valentía: «no me intimidas ni prendido en candela», exponer nuestros reproches: «eres más agarrado que tuerca de submarino», o describir nuestra fatiga: «esto está más largo que desfile de culebras».
         Al parecer, todos somos poetas o estamos —¿por qué no aceptarlo?— bendecidos por ese mar de criollísimas imágenes poéticas.

gavidesjimenez@gmail.com




[1] Lo duro escuece, duele. Lo ingrato desagrada.
[2] Peligro, temor, susto. Persona fuera de medio. Situación inapropiada o inconveniente.
[3] Reflexión sobre la imposibilidad.




Año III / Nº LXXXII / 16 de noviembre del 2015

2 comentarios:

  1. Excelente artículo sobre estos recursos lingüísticos de los que hacemos uso para acomodar la realidad a nuestra existencia. Gracias Efrain Gavides.

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  2. Excelente para demostrar que la función poética no solo está en los libros, y sus resultados no tienen que ser necesariamente bonitos...

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